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VIAJE APOSTÓLICO A TOGO, COSTA DE MARFIL, CAMERÚN,
REPÚBLICA CENTROAFRICANA, ZAIRE, KENIA Y MARRUECOS

SANTA MISA EN EL INSTITUTO «CHARLES DE FOUCAULD»

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Casablanca, Marruecos
Lunes, 19 de agosto de 1985

 

¡Alabado sea Jesucristo!

Saludo cordialmente a mis compatriotas que viven en esta comunidad eucarística y que me han recibido con el canto: “Bajo tu amparo, Padre celestial”.

Deseo poneros a todos, queridos hermanos y hermanas aquí en Marruecos, “bajo el amparo del Padre celestial”. «Como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13, 34-35).

1. Estas palabras de Jesús constituyen el núcleo del mensaje evangélico. Ellas nos dicen con qué espíritu se reúnen los cristianos, y son una permanente invitación a acoger el amor que Dios nos tiene en su Hijo Jesús, a compartirlo con nuestra comunidad, y a vivirlo con todos los hermanos que nos rodean. Es para mí una alegría encontrarme con vosotros para celebrar la Eucaristía, y meditar la palabra de Dios. Doy gracias al Señor por este encuentro con la Iglesia católica de Marruecos, formada por personas que viven aquí desde hace varias generaciones, y por gentes que han venido aquí a trabajar colaborando en proyectos de desarrollo y en la enseñanza. En vosotros saludo a la comunidad que hace siglos es huésped de este país de reconocida hospitalidad y tolerancia. Saludo fraternalmente a Mons. Hubert Michon, Arzobispo de Rabat, y a Mons. José Antonio Peteiro Freire, Arzobispo de Tánger. También saludo cordialmente a los sacerdotes, religiosas y seglares, tanto los aquí presentes como a los que viven en otras regiones o están temporalmente ausentes de Marruecos.

2. Vosotros formáis una pequeña comunidad de discípulos de Jesús en un país donde la gran mayoría de los ciudadanos profesan la religión del Islam. Como nos ha enseñado el Vaticano II, y como, después de mi predecesor Pablo VI, he dicho en repetidas ocasiones, hay muchos aspectos buenos y santos en la vida del musulmán. Vosotros sois respetuosos testigos del ejemplo que dan con su plegaria de adoración a Dios. Sabéis cómo se esfuerzan en llevar a la práctica las orientaciones que de Él proceden, tratando de acatar y obedecer su Ley. Observáis la sencillez de vida, así como la generosidad hacia los pobres, en los musulmanes fieles. Es el vivo testimonio de su fe.

Animados por el espíritu de amor, médula del Evangelio, los cristianos pueden comprobar las ventajas del trato cotidiano con los hermanos y hermanas del Islam. Conocéis la cultura y el espíritu religioso de este pueblo, conocimiento adquirido en las relaciones fraternas del mundo del trabajo y de la vida social con gentes de distinta religión. Y esto os permite promover una más amplia comprensión también en los países de Occidente donde residen estudiantes y trabajadores musulmanes. Esto que se vive aquí de manera natural, está llamado a prolongarse en otras partes, tendiendo puentes entre diferentes tradiciones, y aquí precisamente está una de las formas de servicio de los cristianos en Marruecos, en un mundo donde no siempre es fácil el diálogo.

3. Y a vosotros que formáis la comunidad de la Iglesia presente en este país, me gustaría pediros que reflexionarais sobre lo que es específico en nuestra fe cristiana. ¿Qué es lo que debe caracterizar nuestra vida personal y nuestra vida de Iglesia? «Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). Estas palabras del evangelista Juan nos sugieren la orientación esencial de nuestra existencia cristiana. Siguiendo a Cristo, estamos llamados a «pasar de este mundo al Padre» y a amar a nuestros hermanos de todo corazón y en todo momento.

Sed aquí el cuerpo vivo de Cristo: Vivid con Él y por Él la gran ofrenda de la humanidad al Padre en la asamblea eucarística, que es el centro de la vida de la Iglesia. Dejaos penetrar de la presencia de Jesús e iluminar por su Palabra, pues es en Él donde el hombre adquiere plenamente la condición de hijo y en Él están también unidos sus hermanos a quienes amó hasta el fin. Por Él, Dios nos colma de su gracia, cuando celebramos los sacramentos de la salvación en que el hombre es santificado y reconciliado.

A fin de recibir con claridad los dones de la fe y de poder dar razón de vuestra esperanza (cf. 1P 3, 15), profundizad juntos en le mensaje evangélico. Bien sé que formáis ya grupos de oración y de estudio de la Escritura, que reflexionáis a la luz de la fe acerca del sentido de la vida, donde contribuís a la formación cristiana de los jóvenes y os preocupáis de los hermanos y hermanas especialmente necesitados de ayuda. Con toda mi alma os exhorto a proseguir estas actividades en torno a los sacerdotes, religiosos y religiosas, en calidad de animadores y catequistas laicos. En común, mediante la oración, la reflexión, el cumplimiento de las obligaciones eclesiales, constituís verdaderamente la familia de los discípulos de Cristo y os ayudáis mutuamente a ser testigos del Maestro que, en medio de los hombres vivió el verdadero amor y se hizo servidor de sus hermanos.

4. ¿Qué es lo específico del testimonio cotidiano que damos a Jesucristo? San Pablo dice: «Os voy a mostrar un camino más excelente» (1Co 12, 31). Y describe el amor según hemos escuchado en la primera lectura. Para vosotros, cristianos en Marruecos, podríamos parafrasear así a san Pablo: si estamos bien preparados, si llevamos a cabo y competentemente programas de desarrollo, si tenemos proyectos bien concebidos en materia de sanidad, si alcanzamos a comprender el misterio de la salvación y hacemos un cabal análisis teológico del plan de Dios, si poseemos una fe tan robusta que sea capaz de vencer todos los obstáculos, hasta si llegamos a dar la vida por nuestras creencias, pero no tenemos amor, nuestra esperanza será vana, nuestro testimonio será estéril. «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros». Este es el primer testimonio que ha de caracterizar nuestra vida de cristianos.

Y no se trata de que el amor venga a quedar en un palabra vacía de significado a fuerza de repetirla muchas veces. Es preciso que toda nuestra vida quede impregnada por el mayor de los dones divinos. San Pablo describe las cualidades del amor (cf. 1Co 3, 4-7): es paciente y bueno con todos, aun cuando las relaciones no son fáciles; el cristiano fiel al amor rechaza la vanidad y la jactancia, la arrogancia y el egoísmo, se opone a la intolerancia contra las costumbres o usos diferentes de los suyos. No se goza con las debilidades o faltas de sus hermanos; es comprensivo; es confiado. Es respetuoso con las opiniones ajenas y se alegra con la verdad. Cuando la vida se hace pesada, el amor lo soporta todo y todo lo espera. Sabe descubrir los signos de esperanza y está siempre dispuesto a servir.

5. Todos los demás dones y talentos que hemos recibido tienen su límite. Llegará el tiempo donde aparezca su fragilidad. La obra realizada continuará, o puede ser que no continúe. Pero lo que permanece siempre es ese testimonio de amor que habréis podido dar en nombre de Cristo. El Espíritu de Dios arraiga en el corazón de aquellos con los que ejercitáis la caridad en los actos concretos de cada día; ese amor que os anima a trabajar en todas las obras humanas de este país.

Jesús nos pregunta hoy: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis el Maestro y el Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros» (Jn 13, 12-14). Jesús el Maestro se ha hecho Él mismo servidor. Esta es también nuestra vocación, si queremos ser sus discípulos. Si queréis vivir como los que llevan su nombre en este país, debéis poseer mucho amor para ser capaces de servir. Trabajad por el bien de todos. Trabajad en una obra que sea esencialmente común, en un clima de respeto a todos. Trabajad en una obra si esperar alguna recompensa, porque «es al Señor a quien servís», y vuestro Padre que está en los cielos ve lo que hacéis. Trabajad con esperanza, pero sin pedir ver los resultados de vuestra labor: «Ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer» (1Co 3,7).

Queridos hermanos y hermanas,  habéis traído la imagen de San Maximiliano Kolbe, patrono de nuestros tiempos. Este santo, que contemplaba siempre la imagen de la Señora de Jasna Gora (también habéis traído su imagen), representa esta verdad de la que habla la liturgia de hoy. Es la verdad del amor por el que todos comprenderán que somos los discípulos de Cristo. Precisamente este amor demostró San Maximiliano, cuando en Auschwitz dio su vida por un hermano. Este amor injertó Cristo, mediante el corazón de su Madre, en el corazón de este hijo de nuestra tierra. Quiera injertar este amor también en todos los hijos de nuestra tierra, de la tierra polaca, de nuestra nación, en cualquier parte se hallen. Este es el mensaje evangélico que quiero transmitir hoy aquí, en Marruecos, donde estáis como hijos de nuestra nación polaca y como miembros de la esta comunidad cristiana.

6. Queridos amigos que deseáis ser captados por Cristo, que estáis deseosos de amar y servir, a imitación suya, tenéis entre los antepasados de vuestra comunidad insignes inspiradores y modelos. Estoy pensando en todos aquellos que han vivido aquí la tradición franciscana. Estoy pensando igualmente en aquellos contemplativos pobres y desinteresados, amigos del pueblo marroquí, tales como Carlos de Foucauld y Alberto Périguère.

Quisiera agradeceros a vosotros, que sois la Iglesia católica en Marruecos, porque vuestra presencia en este país da testimonio de la universalidad de la Iglesia. Y también pone de manifiesto las diversas situaciones en que se encuentra la Iglesia en las diferentes partes del mundo. Os exhorto a que continuéis viviendo con  alegría vuestra vocación cristiana, y pongáis de manifiesto que el cristiano es una persona de oración, que el Evangelio es un llamamiento a practicar la caridad, la fraternidad universal y que contribuye a la promoción integral del hombre.

Que la Virgen María interceda por vosotros, ella fue la gran servidora de Señor, ella conservaba en su corazón el anuncio de las maravillan del amor que se difunde por Jesucristo, nuestro Salvador, a través de los siglos. Amén.

 



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