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SOLEMNE CONCLUSIÓN DE LA ASAMBLEA EXTRAORDINARIA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Solemnidad de la Inmaculada Concepción
Domingo 8 de diciembre de 1985

 

1. «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1, 35).

La Iglesia mira a María, la Madre de Dios, como a su «prototipo». Esta verdad ha sido expresada por el Concilio en el último capítulo de la Constitución Lumen gentium.

Hoy una vez más somos conscientes de esta verdad:

— ante todo, porque celebramos la liturgia de la solemnidad de la Inmaculada Concepción;

— y luego, porque deseamos en cierto modo coronar los trabajos del Sínodo Extraordinario, que se ha reunido en Roma con ocasión del XX aniversario de la conclusión del Concilio Vaticano II.

Hace veinte años, este mismo día 8 de diciembre, los padres conciliares, bajo la presidencia del Papa Pablo VI, ofrecían a la Santísima Trinidad, por medio del corazón de la Inmaculada, el fruto de su trabajo de cuatro años. El tema central del Concilio había sido la Iglesia.

«El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra». A la luz de estas palabras del Evangelio de hoy, la Madre de Dios, ¿no aparece tal vez como el modelo y la figura de la Iglesia? Efectivamente, la Iglesia nació también en la historia de la humanidad mediante la venida del Espíritu Santo. Nació el día de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles, reunidos en el Cenáculo con María, para protegerlos de sus debilidades, y, al mismo tiempo, de la contradicción que ocasionaría el mensaje evangélico: la verdad sobre Cristo crucificado y resucitado.

2. Hoy, en la solemnidad de la Inmaculada Concepción, la liturgia nos induce a volver al principio de la historia de la creación y de la salvación. Más aún, nos pide remontarnos a antes de este principio.

En el Evangelio de Lucas, María escucha: «Alégrate, llena de gracia» (Lc 1, 28), y estas palabras le vienen, como indica la Carta a los Efesios, del eterno pensamiento de Dios. Estas palabras son la expresión del eterno Amor; la expresión de la elección «en los cielos, en Cristo». «El nos eligió en la persona de Cristo —antes de crear el mundo— para que fuésemos santos e irreprochables ante El» (Ef 1,4).

La Virgen de Nazaret oye: «Salve, llena de gracia», y estas palabras hablan de su particular elección en Cristo:

En El, el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo,

te ha elegido, hija de Israel, para que tu seas santa e inmaculada.

Te ha elegido, «antes de la creación del mundo».

Te ha elegido, para que seas inmaculada desde el primer momento de tu concepción, a través de tus padres humanos.

Te ha elegido en consideración de Cristo, para que, en el misterio de la Encarnación, el Hijo de Dios encontrase a la Madre del «beneplácito divino» en toda su plenitud; la Madre «de la divina gracia».

Por esto, el Mensajero dice «llena de gracia».

3. La liturgia de la Inmaculada Concepción nos lleva al mismo tiempo dentro de este misterio, que puede ser llamado el misterio del Principio. En efecto, la primera lectura está tomada del libro del Génesis.

En el contexto del «misterio del Principio» está inscrito el pecado del hombre.

Está inscrito también en él el Proto-Evangelio: el primer anuncio del Redentor.

Yavé Dios dice al que se esconde bajo la figura de una serpiente: «Establezco hostilidades entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza, cuando tu le hieras en el talón» (Gén 3, 15).

De esta manera la Inmaculada Concepción es presentada mediante este contraste. Este contraste es el pecado: el pecado original. La Inmaculada Concepción significa la libertad de la herencia de este pecado. La liberación de los efectos de la desobediencia del primer Adán.

La liberación viene como precio de la obediencia del segundo Adán: Cristo. Precisamente por este precio, en virtud de la muerte redentora de Cristo, la muerte espiritual del pecado no atañe a la Madre del Redentor en el primer instante de su existencia terrena.

Sin embargo, al mismo tiempo, la Inmaculada Concepción no significa solamente una elevación de María, como una transferencia suya hacia afuera de todos los que han recibido como herencia el pecado de sus primeros padres.

Al contrario, significa una inserción en el mismo centro de la lucha espiritual, «de esta enemistad» que, en el curso de la historia del hombre, contrapone el «príncipe de las tinieblas» y «padre de la mentira», a la Mujer y a su descendencia.

A través de las palabras del libro del Génesis vemos a la Inmaculada con todo el realismo de su elección. La vemos en el momento culminante de esta «enemistad»: bajo la cruz de Cristo en el Calvario.

«Ella te herirá en la cabeza, cuando tú le hieras en el talón». Como precio del anonadamiento de sí mismo, Cristo consigue la victoria sobre Satanás, el pecado y la muerte en el transcurso de la historia.

María —la Inmaculada— se encuentra al pie de la cruz: «padeciendo con su Hijo ... cooperó en forma del todo singular, por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad, en la restauración de la vida sobrenatural de las almas. Por tal motivo es nuestra Madre en el orden de la gracia» (Lumen gentium, 61). Así enseña el Concilio.

4. Y por esto la Madre de Dios «está también intima mente unida con la Iglesia. Como ya enseñó San Ambrosio ..., «es tipo de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la unión perfecta con Cristo. Pues en el misterio de la Iglesia, que con razón es llamada también madre y virgen, precedió la Santísima Virgen, presentándose de forma eminente y singular como modelo, tanto de la virgen como de la madre» (ib., 63).

5. La Iglesia dirige pues la mirada hacia la figura virginal y a la vez materna. Mira también a través del prisma de la Inmaculada Concepción. Así lo hicieron los padres del Concilio Vaticano II el 8 de diciembre de 1965. Y así lo hacemos también nosotros, veinte años después de aquella fecha ya histórica.

Escuchando las lecturas de la liturgia de hoy llegamos de nuevo al misterio de la Iglesia, que el Concilio proclamó en el primer capítulo de la Constitución Lumen gentium, primero no sólo en el orden cronológico, sino sobre todo en importancia. En efecto, en este eterno misterio está contenido el origen del ser mismo de la Iglesia. Esta no existiría sin el eterno «amor del Padre», sin «la gracia de nuestro Señor Jesucristo», sin «la comunión del Espíritu Santo». Sin la comunión divina, trinitaria, no existiría aquí, en la tierra, la comunión creada, humana, que es la Iglesia. Esta comunión de la que el Concilio habla en muchos lugares.

Escuchando pues las palabras de la liturgia de hoy, al final de esta Asamblea sinodal, tenemos que postramos en actitud de adoración y repetir:

«Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo...  El nos eligió —en la persona de Cristo— antes de crear el mundo ... y nos ha destinado en la persona de Cristo —por pura iniciativa suya— a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya» (Ef 1, 3-6).

Así, pues, el saludo «llena de gracia», pronunciado durante la Anunciación a la Inmaculada, resuena con eco incesante también en el alma de la Iglesia: la gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con todos nosotros.

La gracia pertenece al misterio de la Iglesia, porque pertenece a la vocación del hombre. En este sentido el hombre es la vía de la Iglesia (cf. Redemptor hominis, 14).

6. Pero la historia de la gracia está vinculada, de manera dramática en la vida de la humanidad, con la historia del pecado. El Concilio dijo muchas cosas sobre este tema, especialmente en la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual. Al comienzo de ella leemos:

«El mundo que (el Concilio) tiene ante sí es la entera familia humana ... el mundo, teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos y victorias; el mundo, que los cristianos creen fundado y conservado por el amor del Creador esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo, crucificado y resucitado, roto el poder del demonio, para que el mundo se transforme según el propósito divino y llegue a su consumación» (Gaudium et spes, 2).

Así, pues, el Concilio funda su enseñanza sobre la misión de la Iglesia en el mundo (actual) en el misterio del principio de la humanidad, como si leyese el fragmento del libro del Génesis de la liturgia de hoy. Al mismo tiempo, el Concilio profesa en toda su plenitud y profundidad el misterio de la redención —del mundo y del hombre en el mundo— realiza mediante la muerte y resurrección de Cristo. Toda la Iglesia se apoya sobre el fundamento de este misterio. Está impregnada de la fuerza de la redención. Vive de ella. Y en ella vence a la «fuerza del maligno».

Por lo tanto, la Iglesia, la verdadera Iglesia de Cristo, sufre aquella «enemistad» de la que habla el proto-Evangelio, y —por gracia de Dios— no le teme.

Forma parte de la vocación de la Iglesia participar en esta liberación fundamental realizada por Cristo. Participar con humildad y confianza.

Del mismo modo que participó la Inmaculada: «la que creyó».

7. En el Evangelio de hoy, respondiendo al anuncio del ángel, María dice de Sí misma: «Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38).

Estas expresiones han entrado profundamente en el vocabulario de la Iglesia.

Hoy deseamos aplicar estas palabras a nosotros mismos, queridos hermanos en el ministerio episcopal, y a todos vosotros que habéis participado en el Sínodo con ocasión del vigésimo aniversario del Vaticano II.

Deseamos pues salir del Sínodo para servir a la causa a la que ha estado totalmente dedicado, del mismo modo que hace veinte años salimos del Concilio.

El Sínodo ha logrado los objetivos para los que fue convocado: celebrar, verificar y promover el Concilio.

Al salir del Sínodo deseamos intensificar los esfuerzos pastorales para que el Concilio Vaticano II sea más amplia y profundamente conocido; para que las orientaciones y las directrices que nos ha dado sean asimiladas en la intimidad del corazón y traducidas, en la conducta de vida de todos los miembros del Pueblo de Dios, con coherencia y amor.

Salimos del Sínodo con el intenso deseo de difundir cada vez más en el organismo eclesial el clima de aquel nuevo Pentecostés que nos animó durante la celebración del Concilio y que en estas dos semanas hemos experimentado felizmente una vez más.

Saliendo del Sínodo deseamos ofrecer a toda la humanidad, con renovada fuerza de persuasión, el anuncio de fe, esperanza y caridad que la Iglesia saca de su perenne juventud, con la luz de Cristo vivo, que es «camino, verdad y vida» para el hombre de nuestro tiempo y de todos los tiempos.

Al final de esta celebración eucarística será proclamado en varias lenguas el Mensaje que los padres sinodales dirigen a la Iglesia y al mundo. Abrigo la esperanza de que este mensaje toque los corazones, reforzando el empeño de todos para llevar a cabo, de forma coherente y generosa, las enseñanzas y las directrices del Concilio Vaticano II.

8. Con estos deseos e intenciones nos encontramos en esta gran solemnidad de la Iglesia: la Inmaculada Concepción.

La Iglesia mira a María como a su «modelo y figura» en el Espíritu Santo.

«El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por esto el santo que va a nacer, se llamará Hijo de Dios» (Lc 1, 35). Estas son las palabras que escucha María en la Anunciación.

Recibiréis el poder del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta el extremo de la tierra» (Act 1, 8). Estas son las palabras que los Apóstoles escucharon de Jesús resucitado y constituyen el preanuncio del nacimiento de la Iglesia el día de Pentecostés.

En este final del segundo milenio después de Cristo, la Iglesia desea ardientemente una sola cosa: ser la misma Iglesia que nació del Espíritu Santo, cuando los Apóstoles perseveraban unánimes en la oración junto con María en el Cenáculo de Jerusalén (cf. Act 1, 14). En efecto, desde el principio ellos contaron en su comunidad con Aquella que «es la Inmaculada Concepción». Y la miraban como a su modelo y figura.

Al final del segundo milenio la Iglesia desea vivamente ser «la Iglesia del mundo contemporáneo»; desea con todas sus fuerzas servir, de tal manera, que la vida humana sobre la tierra sea cada vez más digna del hombre.

Pero al mismo tiempo, la Iglesia es consciente —quizás más que nunca— de que puede realizar este ministerio solamente en la medida en que es, en Cristo, sacramento de la íntima unión con Dios y, por ello, es también sacramento de la unidad de todo el género humano (cf. Lumen gentium, 1).

En Jesucristo.

Por obra del Espíritu de la Verdad.

Amén.



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