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VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, BOLIVIA, LIMA Y PARAGUAY

MISA PARA LAS FAMILIAS EN EL AEROPUERTO «EL ALTO»

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

La Paz (Bolivia)
Martes 10 de mayo de 1988

 

“Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos” (Sal 128 [127], 1). 

1. A todos los que escucháis quiero hacer llegar la bendición anunciada en el Salmo de la liturgia de este día. ¡Dios Omnipotente, nuestro Padre y Creador, bendiga a todos! Saludo en primer lugar con afecto fraterno a Monseñor Luis Sáinz, Pastor de esta Iglesia local. Saludo así mismo a todos mis amados hermanos obispos, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, a los fieles de esta ciudad capital y de la arquidiócesis de La Paz, y a todo el Pueblo de Dios que habita en Bolivia.

Con especial predilección saludo también a la familia aymara, con quienes me encuentro par primera vez: Munata jilanaca, jumanacaja, chuymajantawa. (Queridos hermanos y hermanas, vosotros estáis en mi corazón).

A todos os traigo el ósculo de la paz, como Obispo de Roma que viene a vosotros desde la Sede del Apóstol Pedro. A todos os deseo que caminéis por los caminos del Señor, dejándoos guiar por el temor de Dios que es el “comienzo de la sabiduría” (Pr 9, 10). 

2. De modo particular quiero dirigirme a todas las familias bolivianas sin excepción.

La liturgia de hoy nos hace partícipes de la vida de la Sagrada Familia, en el hogar de Nazaret. Dios inaugura la plenitud de los tiempos, en las circunstancias más normales y ordinarias: en una familia, en una casa, en una pequeña aldea de Galilea. Allí, junto a José, maestro carpintero, vive y trabaja Jesús, el Hijo de Dios, hecho hombre y nacido de la Virgen María. En esta familia, el que sería la salvación del mundo, aprende como cualquier niño a caminar por la vida. El Hijo de Dios vive en Nazaret hasta que cumple treinta años, junto a su madre terrena y junto a aquel que, por encargo del Padre del cielo, asume la responsabilidad de padre en la tierra.

El Evangelista compendia en una sola frase aquellos años de vida oculta: “El niño iba creciendo y robusteciéndose, se llenaba de sabiduría y la gracia de Dios lo acompañaba” (Lc 2, 40). 

La Sagrada Familia, ejemplo y modelo de toda familia cristiana, manifiesta los ideales que, según el eterno designio de Dios, toda familia debe buscar para ser digna del nombre con el cual ha sido designada por la tradición cristiana: iglesia doméstica.

3. El Salmo que hemos cantado nos muestra la vida familiar y matrimonial donde todos y cada uno –el padre, la madre y los hijos–, hallan su lugar adecuado. Siendo fieles a la propia vocación, dentro de la familia, encuentran también –junto con la bendición divina– una verdadera felicidad humana.

“Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos” (Sal 128 [127], 1). 

Dichoso el esposo que, como San José, manifiesta su amor ganando el sustento para su casa con el trabajo de sus manos. “Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien” nos dice el Salmo (Sal 128 [127], 2). 

Vuestra sabiduría ancestral, queridos hermanos de Aymara, enseña: Jani lun thata: No seas ladrón. Jani qaira: no seas flojo. Jani kari: no seas mentiroso.

Son éstas unas virtudes que, aplicadas a vuestro trabajo, han de ser manifestación del amor a Dios y al prójimo, ejemplo de fortaleza para vuestros hijos, y que traerán la felicidad a vuestras familias.

Dichosa la esposa, cuya maternidad compara el Salmista a la “vid fecunda” (Ibíd. 3),  mujer y madre, corazón de la familia, que constituye verdaderamente la “intimidad de la casa” (Ibíd.), y en torno a la cual todos se congregan sintiendo su amor solícito. La mujer, como María, con su amor y su trabajo, oculto y esforzado, da consistencia al hogar.

Dichosos los hijos, –en palabras del Salmo– que crecen desde niños en la familia “como brotes de olivo” (Ibíd.). No sólo “en torno a la mesa común” (Ibíd.), sino sobre todo en torno a sus padres, que deben ser el mejor modelo para “crecer en sabiduría y gracia” como Jesús en Nazaret.

Dichosa, finalmente, la sociedad que permite y hace posible que crezcan dignamente sus familias, que favorece el sereno y fecundo desarrollo de la vocación de cada uno dentro de los hogares.

4. Dios es amor. Así nos lo muestra la Sagrada Familia, ya que ninguna otra cosa puede ocupar el centro de la vida familiar, y de toda vida cristiana sino el amor. Es más, según el designio divino, la familia está constituida precisamente como “íntima comunidad de vida y de amor” (Gaudium et spes, 48; cf. Familiaris consortio, 17)  y a ella le compete “la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor, como reflejo vivo y participación real del amor de Dios por la comunidad y del amor de Cristo Señor por la Iglesia, su esposa” (Familiaris consortio, 17). 

Por el amor conyugal, el hombre y la mujer “ya no son dos, sino una sola carne” (Mt 19, 6; Gen 2, 24),  llamados a crecer continuamente en su comunión a través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total (Familiaris consortio, 19). 

Dios Padre quiso, además, confirmar, purificar y elevar a la perfección la unión entre varón y mujer, convirtiéndola en sacramento grande, símbolo de la unión entre Cristo y la Iglesia (cf Ef 5, 32). En este misterio, el Espíritu Santo da a los esposos la gracia necesaria para desarrollar esta comunión de vida y mantenerla indisoluble hasta la muerte (Familiaris consortio, 19-20).  Por eso, siguiendo la enseñanza de Jesucristo, es preciso recordar con firmeza la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio, haciendo llegar la ayuda maternal de la Iglesia a “cuantos consideran difícil o incluso imposible vincularse a una persona de por vida, y a cuantos son arrastrados por una cultura que rechaza la indisolubilidad matrimonial y se mofa abiertamente del compromiso de los esposos a la fidelidad” (Ibíd. 20). 

Hermanos míos bolivianos: No os dejéis seducir por el fácil recurso al divorcio, ni rechacéis la gracia del sacramento, optando por modos de unión contrarios al querer de Dios y a la ley natural, como el concubinato, en donde no puede estar presente el amor pleno. Ayudad a vuestros amigos, parientes y conocidos que puedan hallarse todavía en estas situaciones, o en lo que vosotros llamáis “sirviñacuy”, a que entiendan el verdadero significado del matrimonio cristiano y lleguen, con la gracia de Dios, a la riqueza y plenitud del sacramento, como os han aconsejado vuestros obispos (cf. Episcopado boliviano, Epistula Pastoralis «De familia», 109). Sólo un matrimonio indisoluble puede ser la base firme y duradera de una comunidad familiar, que cumpla su vocación de centro de manifestación y difusión del amor. “El amor no pasa nunca” (1Co 13, 8), nos dice San Pablo.

5. El verdadero amor es fiel. Construid, pues vuestra familia, vuestro hogar sobre la base de la fidelidad, de la donación sin reservas, dando vida en vosotros al amor que “es comprensivo, es servicial, no busca su interés, no se irrita, todo lo excusa, todo lo soporta” (Ibíd. 13, 4-7), compartiendo bienes, alegrías y sufrimientos.

El amor es grande y auténtico no sólo cuando parece sencillo y agradable, sino también y sobre todo cuando se confirma en las pequeñas o grandes pruebas de la vida. Los sentimientos que animan a las personas manifiestan su más honda consistencia en los momentos difíciles. Es entonces cuando arraigan en los corazones la entrega mutua y el cariño, porque el verdadero amor no piensa en sí mismo, sino en cómo acrecentar el verdadero bien de la persona amada.

Las pequeñas discrepancias, lógicas en una convivencia tan intensa, no deben enfriar la mutua unión; han de ser motivo para renovar la donación generosa. Vuestras familias cristianas y bolivianas deben ser un remanso de paz donde, por encima de las pequeñas contrariedades cotidianas, se pueda palpar un amor hondo y sincero, una serenidad profunda, fruto del cariño y de una fe real y vivida.

Evitad asimismo la altanería, el amor propio, que es el mayor enemigo de la armonía entre los esposos. No huyáis de las obligaciones familiares poniendo el corazón en otros objetivos –como los problemas del trabajo, de la sociedad o de la política–, o peor aún, buscando refugio en la bebida excesiva u otros hábitos degradantes para la persona, o en una liberación femenina que no proporciona, sino que subyuga aún más a la mujer.

La familia debe ser vuestro lugar de encuentro con Dios. Cada familia está llamada por el Dios de la paz a construir día a día su felicidad en la comunión. En esta ciudad, que vive bajo la advocación de la Reina de la Paz, os aliento a acudir con frecuencia al sacramento de la reconciliación, a la comunión del único Cuerpo de Cristo y a cuidar el cumplimiento del precepto dominical. Fundaréis así sólidamente la presencia del amor de vuestras familias y vuestra paz en Cristo será fuente de felicidad para toda Bolivia (Familiaris consortio, 21). 

6. El auténtico amor de Dios dentro de la comunión matrimonial se manifiesta necesariamente en una actitud positiva ante la vida, y fructifica en la procreación, como enseñó el Papa Pablo VI: “Todo acto conyugal debe permanecer abierto a la transmisión de la vida” (Humanae vitae, 11),  El anticoncepcionismo es una falsificación del amor conyugal, que convierte el don de participar en la acción creadora de Dios en una mera convergencia de egoísmos mezquinos (Familiaris consortio, 30 y 32). 

Además, defender la vida es defender la dignidad de las personas. Es defender vuestra patria, vuestros recursos naturales y vuestra riquísima cultura y tradiciones. No permitáis que otros, persiguiendo propios intereses materiales, os impongan soluciones que pretenden induciros a cegar las fuentes de la vida; ni toleréis la injusticia de que condicionen la ayuda económica para la promoción de vuestras comunidades a la limitación de los nacimientos (Sollicitudo rei socialis, 25). 

La Iglesia, como Madre y Maestra, sabe que los esposos pueden pasar por situaciones difíciles y, en consecuencia, quiere ayudarles a encontrar los modos de resolverlas según el designio divino. También aquí, el recurso frecuente a la oración y a los sacramentos será la sólida base sobre la cual edificar la cooperación con la divina Providencia (Familiaris consortio, 33) . 

Y, ¿cómo no recordar en este momento, que si no se pueden poner obstáculos a la vida, menos aún se puede eliminar a pequeños no nacidos aún, como se hace con el aborto? Quien niegue la defensa del ser humano más inocente y débil, esto es, la persona humana ya concebida pero todavía no nacida, cometerá una gravísima violación del orden moral y de los derechos humanos, que ninguna persona o institución puede justificar (cf. Gaudium et spes, 51; Homilía durante la santa misa para las familias, Madrid, 2 de noviembre de 1982). 

“Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos” (Sal 128 [127], 1).  Dichosos los esposos que aceptan el amor del Señor en el amor mutuo, dando vida a nuevos seres, creados a imagen y semejanza de Dios, que serán su alegría y el sentido de sus vidas.

7. El Evangelio que acabamos de proclamar nos muestra en detalle una escena muy significativa de la Sagrada Familia con ocasión de las fiestas de la Pascua: Jesús, muchacho de doce años, sube a Jerusalén con sus padres, y se queda en el templo, de modo que no lo encuentran hasta después de tres días de haber emprendido el regreso a Nazaret. El Evangelista nos cuenta cómo lo buscaron, y cómo finalmente “lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros escuchándolos y haciéndoles preguntas” (Lc 2, 46). 

Jesús, de manos de María y de José, sube al templo como nos narra San Lucas. También vosotros, como Jesús, María y José, habéis de ir a la casa del Señor. En vuestras iglesias y parroquias, sed asiduos en la oración, en los sacramentos, en la catequesis, llevando a vuestros hijos por los caminos del bien mediante la constante y íntegra educación en las verdades de la fe y de las virtudes cristianas.

El niño debe recibir de sus padres y del ambiente familiar la primera catequesis. Las breves oraciones que le enseñan sus padres son el principio de un diálogo cariñoso con ese Dios oculto, cuya Palabra comienzan a escuchar más tarde, en la escuela y en el templo, donde son introducidos de una manera progresiva y pedagógica en la vida de Dios y de su Iglesia (Catechesi tradendae, 36). 

La acción del amor de Dios en el amor de los padres y de los hijos se manifiesta como principio de construcción de la Iglesia. Una deseada primavera de vocaciones sacerdotales y religiosas que sigan más de cerca a Jesús, tiene estrecha relación con la vida en familia. Donde sea normal acoger la vida como don de Dios, donde el amor ponga a los niños en contacto inmediato con el Padre celestial, es fácil que se oiga su voz y encuentre una acogida generosa para entregarse al servicio total de los hermanos en la Iglesia.

8. Al encontrar a Jesús en el templo, nos cuenta el Evangelista San Lucas que su Madre le preguntó: “Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados. El les contestó: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?” (Lc 2, 49). ¡Cómo nos hace meditar la respuesta de Jesús a su Madre! A los doce años ya da a conocer que ha venido a cumplir la Divina Voluntad. María y José le habían buscado con angustia, y en aquel momento no comprendieron la respuesta que Jesús les dio (cf. Ibíd. 2, 48. 50). 

¡Qué dolor tan profundo en el corazón de los padres! ¡Cuántas madres conocen dolores semejantes! A veces porque no se entiende que un hijo joven siga la llamada de Dios al servicio de los demás; una llamada que los mismos padres, con su generosidad y espíritu de sacrificio, seguramente contribuyeron a suscitar. Ese dolor, ofrecido a Dios por medio de María, será después fuente de un gozo incomparable para vosotros y para vuestros hijos.

Pero María guardaba todas estas cosas en su corazón, concluye el Evangelista (cf. Ibíd. 2, 50. 51). Como nos manifiesta el último Concilio, María, guiada por la luz interior del Espíritu Santo desde el momento de la Anunciación, seguía a su divino Hijo en “la peregrinación de la fe”, y en ese camino se mantuvo hasta la cruz en el Gólgota (cf. Lumen gentium, 58-61). 

María siempre, y de modo particular en este Año Mariano, acompañará a las familias bolivianas, y a toda la gran familia de la Iglesia en este país, siendo su fundamento oculto y silencioso, firme en las adversidades y fuente de sus alegrías.

También la esposa boliviana, estrechamente unida a María Santísima, ha de ser la base, columna y consuelo de los esposos y hijos de esta tierra, cualesquiera que sean las dificultades que deban superar, para poder caminar todos por las sendas del Señor con la seguridad de su guía maternal.

9. Cuando ayer, sobrevolaba los nevados andinos, me aproximaba a esta querida ciudad, pude apreciar, tras el inmenso altiplano, el espléndido lago azul, el Titicaca, en cuyas orillas, en Copacabana, se venera a la Santísima Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra, que ha querido quedarse junto a sus hijos, para compartir sus penas y alegrías.

María es fruto de ese amor maravilloso de Dios a los hombres. El amor es a su vez el mayor don de Dios y la virtud más grande del hombre. Por el amor se construye la familia y la comunidad, y sólo el amor permanecerá para siempre en nuestra eterna unión con Dios.

Por tanto, ¿qué cosa puedo desearos más ardientemente, queridos hijos y hijas de esta tierra boliviana, sino aquel amor del que nos habla San Pablo en su Carta a los Corintios? ¿Qué cosa mejor puedo desearos a vosotros esposos, madres, hijos; a ti, familia boliviana?

No existe un don más grande que el verdadero amor; y no existe mayor bien para la persona y para la comunidad que el amor.

“Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos” (Sal 128 [127], 1). 

¡Caminad por las sendas del Señor! Las sendas del Señor son el amor. El amor es lo más grande (cf. 1Co 13, 13). 



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