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VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, BOLIVIA, LIMA Y PARAGUAY

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN EL AEROPUERTO DE TRINIDAD

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Departamento de El Beni (Bolivia)
Sábado 14 de mayo de 1988

 

Queridos hermanos y hermanas: ¡Alabado sea Jesucristo!

1. Estoy muy contento de hallarme entre vosotros, en esta ciudad que lleva el nombre cristiano de la Santísima Trinidad. Muchos habéis venido desde muy lejos atravesando pampas y selvas majestuosas. Llegue a todos mi saludo mojeño:

Ema Viya makoplipo te to amuri (El Señor está ya en medio de vosotros).

Saludo especialmente a Monseñor Julio María Elías, Pastor de la Iglesia de Beni, a su obispo auxiliar y al obispo emérito; a Monseñor Juan Pellegrini, vicario apostólico de Cuevo; a Monseñor Bonifacio Madersbacher, vicario de Chiquitos, y a su obispo auxiliar; a Monseñor Eduardo Antonio Bösl, vicario de Ñuflo de Chávez; a Monseñor Roger Aubry, vicario de Reyes y a sus respectivas comunidades eclesiales, al representante del vicariato de Pando, así como a los otros amadísimos hermanos en el Episcopado aquí presentes.

En este último día de mi peregrinación por tierras bolivianas, la liturgia nos invita a alabar y bendecir al Señor con las palabras del Salmo:

“¡Alabad, siervos del Señor, alabad el nombre del Señor! ¡Bendito sea el nombre del Señor, ahora y por siempre!” (Sal 113 [112], 1-2). 

Yo me uno a todos y cada uno de vosotros, en este himno de gloria y alabanza, a toda vuestra comunidad y a todo el Pueblo de Dios que habita en esta tierra. Porque todos juntos formamos el gran coro armonioso de la creación: en él se funden las voces de vuestras pampas y llanos, de vuestras selvas y bosques, de los ríos y de los torrentes, de los pájaros y de los animales, de vuestras flores y de vuestros cultivos. Todas las obras del Creador le alaban, porque han salido de sus manos y son buenas. Todas las criaturas –cada una según su naturaleza– pregonan su gloria (cf. Sal 19 [18], 2-5). 

2. Nosotros, hombres y mujeres creados a su imagen y semejanza (cf. Gen 1, 26),  hemos sido dotados de inteligencia y voluntad: podemos conocer y amar, podemos hablar y cantar, y alabamos al Señor con nuestra voz humana, con las palabras del Salmo y con toda la asamblea que participa en esta liturgia eucarística. Le alabamos con la lengua de los antiguos habitantes de esta tierra y con la lengua venida de la lejana Europa, de España. Porque todos los hombres pueden conocer y amar a Dios, sin discriminación de raza, lengua o pueblo: todos hemos sido creados por Dios y a Dios debemos volver. Todos estamos unidos en Cristo, por los lazos del mismo amor con el cual El nos ha amado, amor que tiene su fuente en el Eterno Padre. Así nos lo dijo Cristo mismo: “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros” (Jn 15, 9). 

Gracias a este amor del Hijo de Dios, que se ha querido hacer uno de nosotros, todo hombre ha sido elevado. He ahí la verdad fundamental del “Evangelio de los pobres” que la Iglesia sigue proclamando en nuestra época, como la proclamaba María en el Magnificat siguiendo al Salmista de la Antigua Alianza: “¿Quién como el Señor, nuestro Dios?... El levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para sentarlo con los nobles, los príncipes de su pueblo” (Ps 113 [112], 6-8). 

3. He querido encontrarme, de forma especial, con vosotros, habitantes de estas tierras: con los pueblos de los valles y de los llanos, de la selva y del Chaco, las grandes familias de lengua arawak y guaraní, y con tantos otros pueblos venerables que, desde tiempos remotos, moráis en estos lugares y conserváis un rico patrimonio espiritual. El mensaje del Papa se dirige a todos, porque todos hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, todos somos hijos suyos.

El Papa viene a vosotros siguiendo las huellas de aquellos misioneros que, hace más de tres siglos, llegaron a estas tierras benianas: el hermano José del Castillo, el padre Marbán, el padre Barace y tantos otros. Ellos vinieron sin más bagaje que el Evangelio y movidos por el amor que os tenían. Ellos os trajeron la devoción a la Virgen que ha marcado tan hondamente, desde sus comienzos, la vida de la Iglesia en el Beni. En aquel 25 de marzo de 1682 en Loreto, vuestros antepasados recibieron el bautismo, con el cacique Francisco Yucu a la cabeza. La Iglesia de Mojos comenzó oficialmente el día de la fiesta de la Anunciación del Ángel a la Virgen María, y bajo la advocación de Santa María de Loreto, hoy Patrona de todo el Beni.

Por amor a Jesucristo, el padre Barace, fundador de Trinidad, dio su vida. La evangelización ha costado la sangre de muchos mártires, pero esa sangre ha regado esta tierra y ha hecho que diera fruto. 

Siguiendo sus enseñanzas, vosotros habéis sabido mantener la fe. Habéis perseverado en ella, gracias a la oración en familia y a la religiosidad popular, a pesar de no contar con una asistencia permanente de sacerdotes.

Junto con el Evangelio, aquellos misioneros y sus colaboradores os trajeron posibilidades de mejorar vuestra condición de vida. Técnicas de labranza, escuelas de arte –como la fundada por Manuel de Oquendo en San Pedro–, oficios e industrias se desarrollaron magníficamente en las reducciones de Chiquitos y Mojos. Fundaron pueblos que siguen siendo el orgullo de estas tierras y, con su ayuda, construisteis templos para alabar a Dios que aún se conservan, manifestando al mundo el genio de vuestra raza.

4. La fe cristiana, que habéis recibido en el Bautismo, eleva y ennoblece todo lo bueno que hay en vosotros. Por eso, vuestra lengua, vuestra historia y las tradiciones heredadas de vuestros antepasados son parte de una cultura que recibe del Evangelio luz y fuerza para purificarse y embellecerse.

Pero la fe os pide un comportamiento coherente con la doctrina cristiana: debéis alejar de vuestra vida el pecado, abandonar todo lo que no sea digno de un hijo de Dios, todo lo que signifique una ofensa a nuestro Padre Dios.

Los casados deben rechazar la desintegración familiar y la infidelidad matrimonial. El sacramento del matrimonio, que une para siempre al hombre y a la mujer, es el camino obligado de todo amor conyugal legítimo entre cristianos, y santifica la familia, iglesia doméstica, que es la base de la sociedad. En ella, los hijos, imitando el ejemplo de sus padres, aprenden a amar al Señor y son educados cristianamente. La familia debe ser, pues, un remanso de paz para que, en un mismo amor, se integren las alegrías y los sufrimientos. Recibid con agradecimiento los nuevos hijos que el Señor os mande: cada uno de ellos es una muestra de la confianza que Dios tiene en vosotros. El quiere vuestra colaboración en la obra creadora. Llevadlos cuanto ante a bautizar, para que también ellos sean regenerados y convertidos en hijos de Dios.

No os abandonéis de ningún modo al alcoholismo que, bajo el disfraz de un placer pasajero, degrada progresivamente hasta hacer de aquella criatura, imagen de Dios y elevada a la condición de hijo suyo, un ser deshumanizado que pierde la capacidad de amar.

No os dejéis llevar de la inconstancia, la flojera, ese triste estado de ánimo en el cual la persona humana, olvidándose de que el Señor ha puesto al hombre en la tierra para que la trabaje, haciéndole así colaborador suyo en la obra de la creación, consiente que su cuerpo arrastre al espíritu hacia una nociva inactividad.

La miseria y la pobreza deben ser combatidas con energía, procurando que las condiciones de vida de todos sean cada vez más acordes con la dignidad humana. Aquellos que gozan de mayor influencia en la sociedad, tienen una especial responsabilidad en fomentar las condiciones sociales que corresponden a esa dignidad. La abundancia material no debe alejar del reino de Dios; quienes poseen bienes han de saber que éstos deben ser puestos también al servicio de los más necesitados, recordando que Cristo se manifiesta de modo especial en los pobres e indigentes, ante los cuales nadie puede permanecer insensible. Pero no olvidéis que el trabajo constante, intenso, honrado y eficaz de todos es condición necesaria para erradicar la pobreza. No podemos esperarlo todo de fuera: Dios nos pide esfuerzo, y lo premia luego con frutos abundantes.

5. No digáis que no a Dios cuando suscita de entre vuestros hijos una vocación al sacerdocio o a la vida religiosa. La Iglesia en Bolivia necesita familias generosas, de las que provengan abundantes vocaciones apostólicas y misioneras, de modo que el Evangelio llegue a todos los rincones del país y trascienda sus fronteras.

Fijaos cómo esta preocupación de promover vocaciones para difundir el mensaje de Cristo estaba especialmente presente en los albores de la cristiandad. La liturgia de hoy nos conduce al Cenáculo. La Iglesia celebra hoy la fiesta de San Matías, aquel varón llamado a completar el grupo de los Apóstoles, después de la ascensión del Señor Jesús al Padre. La lectura de los Hechos de los Apóstoles nos recuerda cómo se desarrolló el llamado de Matías al grupo de los Doce. Pocos días antes de Pentecostés, estando reunidos los discípulos, oraron al Señor diciendo: “Tú, Señor, que conoces los corazones de todos, muéstranos a cuál... has elegido” (Hch 1, 24). Así rezaba la Iglesia en Jerusalén bajo la guía del Apóstol Pedro.

Los discípulos dejan en manos de Dios la elección del nuevo Apóstol. No podía ser cualquiera. Hacía falta que “de entre los hombres que anduvieron con nosotros todo el tiempo que el Señor Jesús convivió con nosotros..., uno de ellos sea constituido testigo con nosotros de su resurrección” (Hch 1, 21-22). 

Toda la Iglesia celebra hoy la memoria de este Apóstol, llamado por el Espíritu y elegido por la primera comunidad de Jerusalén, presidida por Pedro.

6. En este día todos nosotros volvemos en espíritu al Cenáculo.

En particular, es necesario que volváis al Cenáculo vosotros, queridos hermanos, llamados por el Espíritu Santo al servicio misional aquí, en tierra boliviana.

Nos dice al respecto el Concilio Vaticano II: “Cristo Señor, de entre los discípulos, llama siempre a los que quiere para que le acompañen y para enviarlos a predicar a las gentes. Por... medio del Espíritu Santo..., inspira la vocación misionera en el corazón de cada uno y suscita al mismo tiempo en la Iglesia Institutos que tomen como misión propia el deber de la evangelización, que pertenece a toda la Iglesia” (Ad gentes, 23). 

A vosotros, queridos misioneros franciscanos, redentoristas, Maryknoll, jesuitas y tantos otros aquí presentes, quiero dirigirme especialmente ahora. Ante todo os agradezco vivamente el trabajo intenso que estáis realizando. Gracias a vuestra tarea evangelizadora, Cristo se hace presente entre los pobladores del Oriente boliviano. Os habéis dedicado afanosamente a propagar el reino de Dios, y veo con alegría que estáis empeñados en proseguirlo con ilusión, siendo «misioneros, sacerdotes o religiosos, que dais cumplimiento al mandato de Cristo de evangelizar a todas las gentes. Sois ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios (Cf.. 1 Cor. 4, 1)» (Encuentro con los naturales de Iquitos, 5 de febrero de 1985, n. 9). El mismo Jesucristo que os llamó a esta tarea, os acompaña con su gracia para que vuestros esfuerzos den fruto abundante. Escuchad las palabras que Cristo pronuncia en el Cenáculo a los Apóstoles en la vigilia de su pasión, y que hoy repite la liturgia: “Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando” (Jn 15, 14).  Y lo que transmite Cristo se sintetiza plenamente en el mandamiento del amor. Este amor es el punto de partida de la vocación misionera de la Iglesia y del servicio misionero: el amor de Dios que arde en vuestros corazones. Porque amáis a Dios, amáis a quienes evangelizáis. La eficacia de vuestro trabajo misionero depende de la unión que mantegáis con Dios en vuestras almas.

Cristo dice luego: “No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Ibíd. 15, 15). 

Misioneros, acoged, pues, en vuestros corazones toda la plenitud de la Verdad divina, toda la riqueza de la Palabra que nos ha sido transmitida. Acogedla y hacedla vuestra como verdaderos amigos de Dios. ¡Llevadla a todos los que esperan vuestro servicio!

7. Todo hombre es imagen del Creador y, por el Bautismo, hijo suyo por la gracia. Pues precisamente vosotros, escogidos de entre los hombres para pregonar las maravillas de Dios, debéis sentiros hijos predilectos, amigos verdaderos de Dios, que comunicáis a los demás un amor que desborda de vuestros corazones.

Las personas a quienes os acerquéis han de ver el amor en vuestra vida. Así lo han venido haciendo tantas generaciones de misioneros desde que el Señor, por medio de ellos, quiso hacerse presente en estas tierras, debéis ver en cada una de vuestras tareas una consecuencia del amor. Sois Cristo que atiende al hambriento, que cura a los enfermos, que enseña a los niños y a los adultos, que mejora las condiciones sanitarias de la población; y al hacerlo así, tenéis conciencia de que es al mismo Jesús a quien atendéis (cf. Mt 25, 40).  Pero, sobre todo, debéis llevar a estos hermanos vuestros al conocimiento de Dios y a su trato intenso en la oración y los sacramentos para que participen del mismo gozo y alegría que llena vuestros corazones. Contribuyendo así a su desarrollo material, ilustrando su entendimiento y llevando sus almas a Dios, los haréis artífices de su propia liberación, que es fruto del Amor.

Dios os acompaña. Hoy volvemos a escuchar, como los Apóstoles, aquellas palabras del Señor: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado a que vayáis y deis fruto, y un fruto que permanezca” (Jn 15, 16).  Recordad como los primeros cristianos, personas sencillas y humildes en su mayoría, con pocos recursos humanos y sufriendo las más encarnizadas persecuciones, lograron con éxito difundir el mensaje de Cristo por todos los rincones de aquel imperio, sin más armas que la oración, el Evangelio y la cruz.

8. Nuestro encuentro en torno al altar es el último de mi viaje a Bolivia. Deseo, pues, en estos momentos finales de mi peregrinación apostólica por estas queridas tierras, dirigirme a la Madre de Dios en su santuario de Copacabana y, mediante su Corazón, haceros partícipes a todos del mensaje que nos ha dejado Cristo: “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor... Este es el mandamiento mío; que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Ibíd. 15, 9-10. 12-13. 

Cristo ha dado su vida por todos nosotros.

Todos hemos sido redimidos al precio de su Sangre vertida en la cruz.

Todos hemos sido redimidos en su muerte y resurrección. Por tanto, debe permanecer en todos, particularmente en este tiempo litúrgico, la alegría pascual.

Como Sucesor de San Pedro, que he tenido la dicha de visitaros en tierra boliviana, deseo haceros partícipes de esta alegría. Acoged de mis labios, queridos hermanos y hermanas, el deseo de esta alegría que Cristo mismo ha dejado a su Iglesia.

Para que su alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea plena (cf. Ibíd. 15, 11).  Amén. 



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