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VIAJE APOSTÓLICO A MÉXICO Y CURAÇAO

BEATIFICACIÓN DE JUAN DIEGO Y DE OTROS SIERVOS DE DIOS

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Ciudad de México
Domingo 6 de mayo de 1990

 

“Cristo..., cargado con nuestros pecados, subió al madero de la cruz..., por sus llagas habéis sido curados” (1P 2, 21. 24. 25).

Queridísimos hijos e hijas de México:

1. He venido de nuevo a vuestra tierra para confesar ante vosotros y con todos vosotros, la fe común en Cristo, el único Redentor del mundo. Quiero proclamarlo en todos los lugares de mi peregrinación por vuestra tierra; pero quiero hacerlo ante todo aquí, en este lugar particularmente sagrado para vosotros: el Tepeyac.

Cristo, Redentor del mundo, está presente en la historia, gene ración tras generación, por medio de su Santísima Madre, la misma que lo dio a luz en Belén, la misma que estaba junto a la cruz en el Gólgota.

Cristo, pues, por medio de la Virgen María, ha entrado en las vicisitudes propias de todas las generaciones humanas, en la historia de México y de toda América. El lugar en el que nos hallamos, la venerada basílica de Guadalupe, confiere a este hecho salvífico un testimonio de insuperable elocuencia.

Me siento particularmente feliz al poder comenzar mi segunda visita pastoral a México desde este lugar sagrado, hacia el cual dirigen sus miradas y sus corazones todos los hijos de la patria mexicana, dondequiera que estén. Por eso, desde este santuario, donde late el corazón materno que da vida y esperanza a todo México, quiero dirigir mi más afectuoso saludo a todos los habitantes de esta gran nación, desde Tijuana y Río Bravo, hasta la península de Yucatán. Quiero que el saludo entrañable del Papa llegue a todos los rincones, al corazón de todos los mexicanos para darles afecto, alegría, ánimos para superar las dificultades y para seguir construyendo una sociedad nueva donde reinen la justicia, la verdad y la fraternidad, que haga de este querido pueblo una gran familia.

Agradezco vivamente las afectuosas palabras de bienvenida que el señor cardenal Ernesto Corripio Ahumada, arzobispo de México, me ha dirigido, en nombre también de nuestros hermanos en el episcopado y de toda la Iglesia mexicana.

2. Mi gozo es aún más grande porque al empezar ahora esta segunda visita pastoral en vuestra tierra, como Sucesor del Apóstol san Pedro y Pastor de la Iglesia universal, el Señor me concede la gracia de beatificar, es decir de elevar a la gloria de los altares, a algunos hijos predilectos de vuestra nación.

Lo he hecho en el nombre y con la autoridad recibida de Jesucristo, el Señor, el que nos ha redimido con la sangre de sus santísimas llagas y por eso se ha convertido en el Pastor de nuestras almas.

Juan Diego, el confidente de la dulce Señora del Tepeyac. Los tres niños mártires de Tlaxcala, Cristóbal, Antonio y Juan. El sacerdote y fundador José María de Yermo y Parres. Sus nombres, inscritos ya en el cielo, están desde hoy escritos en el libro de los bienaventurados y en la historia de la fe de la Iglesia de Cristo, que vive y peregrina en México.

Estos cinco beatos están inscritos de manera imborrable en la gran epopeya de la evangelización de México. Los cuatro primeros en las primicias de la siembra de la palabra en estas tierras; el quinto en la historia de su fidelidad a Cristo, en medio de las vicisitudes del siglo pasado. Todos han vivido y testimoniado esta fe, al amparo de la Virgen María. Ella, en efecto, fue y sigue siendo la “ Estrella de la evangelización ”, la que con su presencia y protección sigue alimentando la fe y fortaleciendo la comunión eclesial.

3. La beatificación de Juan Diego y de los niños mártires de Tlaxcala nos hacen recordar las primicias de la predicación de la fe en estas tierras, ahora que nos estamos preparando para celebrar el V Centenario de la evangelización de América.

El Evangelio de Jesucristo penetró en México con el ardor apostólico de los primeros evangelizadores. Ellos anunciaron a Jesucristo crucificado y resucitado, constituido Señor y Mesías, y atrajeron a la fe a las multitudes, con la fuerza del Espíritu Santo que inflamaba su palabra de misioneros y el corazón de los evangelizados.

Aquella ardorosa acción evangelizadora respondía al mandato misionero de Jesús a sus Apóstoles y a la efusión del Espíritu Santo en Pentecostés. Lo hemos escuchado en la primera lectura de esta celebración eucarística, cuando Pedro, en nombre de los demás Apóstoles, proclamó el “kerigma” de Cristo crucificado y resucitado.

Aquellas palabras llegaron al corazón de los oyentes quienes preguntaron enseguida a Pedro y a los demás Apóstoles: “¿Qué tenemos que hacer, hermanos?” (Hch 2, 37). La respuesta del Príncipe de los Apóstoles explica claramente el dinamismo de todo auténtico proceso de conversión y de agregación a la Iglesia. A la proclamación del Evangelio sigue la aceptación de la fe por parte de los catecúmenos en virtud de la palabra que mueve los corazones. A la confesión de la fe sigue la conversión y el bautismo en el nombre de Jesús, para la remisión de los pecados y para recibir la efusión del Espíritu Santo. Por medio del bautismo los creyentes son agregados a la comunidad de la Iglesia para vivir en comunión de fe, esperanza y amor.

De hecho “los que aceptaron sus palabras —nos dice el texto sagrado— se bautizaron, y aquel día se les agregaron unos tres mil” (Hch 2, 41). Así fueron los orígenes de la predicación evangélica y de la extensión de la Iglesia por el mundo entero.

No se pueden proclamar estas palabras sin pensar espontáneamente en la continuidad de esta evangelización y efusión del Espíritu Santo aquí en México. En efecto, de ella fueron beneficiarios y colaboradores nuestros beatos, primicias de la evangelización y testigos preclaros de la fe de los orígenes. Aquí se cumplió la palabra profética de san Pedro el día de Pentecostés: “ Porque la promesa vale para vosotros y para vuestros hijos y, además, para todos los que llame el Señor Dios nuestro, aunque estén lejos ” (Ibíd., 2, 39).

4. Lejanos en el tiempo y en el espacio estaban estas tierras y los hombres y mujeres que las poblaban; pero en virtud del mandato apostólico llegaron finalmente aquí un grupo de doce misioneros que la tradición ha llamado, con evidente alusión a los orígenes de la predicación apostólica, los “doce Apóstoles”.

Con la cruz en la mano anunciaron a Cristo Redentor y Señor; predicaron la conversión, y las multitudes recibieron las aguas regeneradoras del santo bautismo y la efusión del Espíritu Santo.

Así, estos pueblos se incorporaron a la Iglesia, como en el día de Pentecostés, y la Iglesia se enriqueció con los valores de su cultura. Los mismos misioneros encontraron en los indígenas los mejores colaboradores para la misión, como mediadores en la catequesis, como intérpretes y amigos para acercarlos a los nativos y facilitar una mejor inteligencia del mensaje de Jesús.

Como ejemplo de ellos tenemos a Juan Diego, de quien se dice que acudía a la catequesis en Tlaltelolco. También a los niños mártires de Tlaxcala, que en su tierna edad siguieron con entusiasmo a los misioneros franciscanos y dominicos, dispuestos a colaborar con ellos en la predicación de la buena nueva del Evangelio.

5. En los albores de la evangelización de México tiene un lugar destacado y original el beato Juan Diego, cuyo nombre indígena, según la tradición, era Cuauhtlatóhuac, “Aguila que habla”.

Su amable figura es inseparable del hecho guadalupano, la manifestación milagrosa y maternal de la Virgen, Madre de Dios, tanto en los monumentos iconográficos y literarios como en la secular devoción que la Iglesia de México ha manifestado por este indio predilecto de María.

A semejanza de los antiguos personajes bíblicos, que eran una representación colectiva de todo el pueblo, podríamos decir que Juan Diego representa a todos los indígenas que acogieron el Evangelio de Jesús, gracias a la ayuda maternal de María, inseparable siempre de la manifestación de su Hijo y de la implantación de la Iglesia, como lo fue su presencia entre los Apóstoles el día de Pentecostés.

Las noticias que de él nos han llegado encomian sus virtudes cristianas: su fe sencilla, nutrida en la catequesis y acogedora de los misterios; su esperanza y confianza en Dios y en la Virgen; su caridad, su coherencia moral, su desprendimiento y pobreza evangélica.

Llevando vida de ermitaño aquí, junto al Tepeyac, fue ejemplo de humildad. La Virgen lo escogió entre los más humildes para esa manifestación condescendiente y amorosa cual es la aparición guadalupana. Un recuerdo permanente de esto es su rostro materno y su imagen bendita, que nos dejó como inestimable regalo. De esta manera quiso quedarse entre vosotros, como signo de comunión y de unidad de todos los que tenían que vivir y convivir en esta tierra.

El reconocimiento del culto que, desde hace siglos, se ha dado al laico Juan Diego, reviste una importancia particular. Es una fuerte llamada a todos los fieles laicos de esta nación para que asuman todas sus responsabilidades en la transmisión del mensaje evangélico y en el testimonio de una fe viva y operante en el ámbito de la sociedad mexicana. Desde este lugar privilegiado de Guadalupe, corazón del México siempre fiel, deseo convocar a todo el laicado mexicano a comprometerse más activamente en la reevangelización de la sociedad.

Los fieles laicos participan en la función profética, sacerdotal y real de Cristo (cf. Lumen gentium, 31), pero realizan esta vocación en las condiciones ordinarias de la vida cotidiana. Su campo natural e inmediato de acción se extiende a todos los ambientes de la convivencia humana y a todo lo que forma parte de la cultura en su sentido más amplio y pleno. Como escribí en la Exhortación Apostólica “ Christifideles Laici ”: “Para animar cristianamente el orden temporal —en el sentido señalado de servir a la persona y a la sociedad— los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la política, es decir, de la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común” (Christifideles Laici, 42).

Hombres y mujeres católicos de México, vuestra vocación cristiana es, por su misma naturaleza, vocación al apostolado. (cf. Apostolicam actuositatem, 3) No podéis, por tanto, permanecer indiferentes ante el sufrimiento de vuestros hermanos: ante la pobreza, la corrupción, los ultrajes a la verdad y a los derechos humanos. Debéis ser sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt 5, 13-14). Por eso el Señor os repite hoy: “Brille así vuestra luz delante de los hombres para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Ibíd., 5, 16).

Brille también ante vosotros desde ahora Juan Diego, elevado por la Iglesia al honor de los altares, y al que podemos invocar como protector y abogado de los indígenas.

6. Con inmenso gozo he proclamado también beatos a los tres niños mártires de Tlaxcala: Cristóbal, Antonio y Juan. En su tierna edad fueron atraídos por la palabra y el testimonio de los misioneros y se hicieron sus colaboradores, como catequistas de otros indígenas. Son un ejemplo sublime y aleccionador de cómo la evangelización es una tarea de todo el pueblo de Dios, sin que nadie quede excluido, ni siquiera los niños.

Con la Iglesia de Tlaxcala y de México me complace poder ofrecer a toda América Latina y a la Iglesia universal este ejemplo de piedad infantil de generosidad apostólica y misionera, coronada por la gracia del martirio.

En la Exhortación Apostólica Christifideles Laici quise poner particularmente de relieve que la inocencia de los niños “nos recuerda que la fecundidad misionera de la Iglesia tiene su raíz vivificante, no en los medios y méritos humanos, sino en el don absolutamente gratuito de Dios” (Christifideles Laici, 47). Ojalá el ejemplo de estos niños beatificados suscite una inmensa multitud de pequeños apóstoles de Cristo entre los muchachos y muchachas de Latinoamérica y del mundo entero, que enriquezcan espiritualmente nuestra sociedad tan necesitada de amor.

7. La gracia del Espíritu Santo resplandece también hoy en otra figura que reproduce los rasgos del Buen Pastor: el padre José María de Yermo y Parres. En él están delineados con claridad los trazos del auténtico sacerdote de Cristo, porque el sacerdocio fue el centro de su vida y la santidad sacerdotal su meta. Su intensa dedicación a la oración y al servicio pastoral de las almas, así como su dedicación específica al apostolado entre los sacerdotes con retiros espirituales, acreciente el interés por su figura, especialmente ahora que el próximo Sínodo de los Obispos se ocupará también de la formación de los sacerdotes del futuro.

Apóstol de la caridad, como lo llamaron sus contemporáneos, el padre José María unió el amor a Dios y el amor al prójimo, síntesis de la perfección evangélica, con una gran devoción al Corazón de Jesús y con un amor particular hacia los pobres. Su celo ardiente por la gloria de Dios lo llevaba también a desear que todos fueran auténticos misioneros.

Todos misioneros. Todos apóstoles del corazón de Cristo. Especialmente sus hijas, la congregación que él fundó, las Siervas del Sagrado Corazón de Jesús y de los Pobres, a las cuales dejó como herencia carismática dos amores: Cristo y los pobres. Estos dos amores eran la llama de su corazón y tenían que ser siempre la gloria más pura de sus hijas.

8. Queridos hermanos y hermanas, en este cuarto domingo de Pascua, toda la Iglesia celebra a Cristo el Buen Pastor que, sufriendo por nuestros pecados, ha dado la vida por nosotros, sus ovejas, y nos ha dejado a la vez un ejemplo para que sigamos sus huellas (cf. 1P 2, 21). El Buen Pastor conoce sus ovejas y sus ovejas lo conocen a El (cf. Jn 10, 14).

Juan Diego, los niños mártires de Tlaxcala, Cristóbal, Antonio y Juan, José María de Yermo y Parres, siguieron con perseverancia las huellas de Cristo, Buen Pastor. Su beatificación en este domingo en que la Iglesia celebra también la Jornada mundial de oración por las vocaciones es una llamada urgente a todos para que desde la propia vocación vayamos a trabajar en la viña del Señor.

En los cinco nuevos beatos se refleja la pluralidad de las vocaciones y en ellos tenemos un ejemplo de cómo toda la Iglesia tiene que ponerse en marcha para evangelizar y dar testimonio de Cristo. Los fieles laicos, tanto los niños y los jóvenes, como los mayores, los sacerdotes, los religiosos y las religiosas. Todos tienen que escuchar y seguir el llamamiento del Señor Jesús: “Id también vosotros a mi viña” (Mt 20, 4).

9. En nuestra celebración eucarística de hoy Cristo nos repite de nuevo: “Os aseguro que yo soy la puerta de las ovejas” (Jn 10, 7). La puerta nos abre la entrada en la casa. La puerta que es Cristo nos introduce en la “casa del Padre donde hay muchas mansiones” (cf. Ibíd., 14, 2). El Buen Pastor, con palabras severas y categóricas, advierte también que hay que guardarse de todos aquellos que no son “ la puerta de las ovejas ”. El los llama ladrones y salteadores. Son quienes no buscan el bien de las ovejas sino su propio provecho mediante la falsedad y el engaño. Por eso, el Señor nos enseña cuál es la prueba definitiva del desinterés y el servicio: estar dispuestos a dar la vida por los demás (cf. Ibíd., 10, 11).

Esta es también la gran lección de estos hijos de la tierra de México que hoy hemos elevado al honor de los altares: siguieron a Cristo y, como El, hicieron de sus vidas un testimonio de amor. La muerte no los ha vencido. Les ha abierto de par en par las puertas de la otra vida, la vida eterna.

Desde este santuario de la Virgen María de Guadalupe, queremos darle gracias a Ella que es la Madre de Dios, la patrona de México y de toda América Latina, porque en estos cinco nuevos beatos se han realizado las palabras del Buen Pastor:

“Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante” (Ibíd., 100, 10).


¡Qué gozo encontrarme de nuevo entre vosotros y a los pies de la Virgen de Guadalupe!

Mi corazón se eleva en acción de gracias a Dios porque, en su providencia amorosa, me permite estar entre los queridos hijos e hijas de México, para compartir unas jornadas de fe unidos en el amor a Jesucristo.

Agradezco desde lo más hondo de mi corazón vuestra presencia aquí esta tarde, para celebrar, junto con el Papa, la beatificación de cinco hijos predilectos de estas tierras que Dios ha querido bendecir de modo especial y que ha puesto bajo la protección materna de Nuestra Señora de Guadalupe.

Al volver a vuestras casas llevad a todos el saludo afectuoso del Papa. He venido a visitaros porque os amo, porque representáis una porción escogida de la Iglesia de Cristo, porque deseo estar cerca de quienes más lo necesitan: los pobres, los enfermos, cuantos sufren en el cuerpo o en el espíritu.

Desde el corazón de México que es Guadalupe bendigo a todos y os encomiendo a la protección de la Virgen.



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