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MISA PARA LOS DIFUNTOS EN EL CEMENTERIO DEL VERANO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Roma
Solemnidad de Todos los Santos
Jueves 1 de noviembre 1990

 

1. «Hasta que marquemos con el sello la frente de los siervos de nuestro Dios» (Ap 7, 3).

Dios selló la historia del hombre en la tierra con el evangelio de las ocho bienaventuranzas. Lo selló con la sangre del Cordero.

Este sello está impreso en todos los que pasan por esta tierra. Todos los que descienden a la sepultura llevan en si mismos el sello de la creación y de la redención.

Por eso este cementerio romano, y todos los cementerios del mundo que se visitan hoy, testimonian la ley de la muerte. A menudo pensamos sólo en esto, pero no podemos olvidar la ley del sello de Dios.

Dios no sólo creó al hombre a su imagen y semejanza, sino que además lo creó en su Hijo eterno. En él somos llamados hijos de Dios. En él llegamos a ser hijos de Dios y lo somos realmente. En nosotros está impreso el sello de la redención.

¡En todos! Con este sello caminamos en el mundo, «vivimos, nos movemos y existimos» (cf. Hch 17, 28). Y con él bajamos al sepulcro.

2. En virtud del sello de Dios, impreso en nuestra existencia humana estamos invitados a «subir», a subir «al monte de Yahveh» (cf. Sal 24, 3).

También nuestro morir es una etapa de esta subida. Vivimos y morimos a la luz de las ocho bienaventuranzas. Verdaderamente son inescrutables los caminos de este subir mediante la muerte, que lleva consigo la destrucción del cuerpo; y, sin embargo, estos caminos están escritos en el Verbo eterno, que es el Hijo del Padre.

Y no fue derramada en vano la sangre del Cordero, con la que cada uno de nosotros fue sellado.

Por esta razón no deje de buscar todo hombre que vive en esta tierra el rostro de Dios, y no se aflija y angustie ante la perspectiva de la muerte.

3. «Aún no se ha manifestado lo que seremos» (1 Jn 3, 2), escribe san Juan. ¡No ha sido aún manifestado! De hecho, el tiempo durante el cual el hombre vive en esta tierra es tiempo de aspiración, de adquisición y de búsqueda del rostro de Dios mediante el evangelio de las ocho bienaventuranzas y mediante la participación en la sangre del Cordero de Dios, a fin de que este sello sea aún más manifiesto y claro. «Aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es» (1 Jn 3,2).

. 4. La muerte es un hecho evidente y cierto. Cada cementerio confirma esta certeza. El hombre se detiene frente a su limite, se sumerge en el recuerdo de los que se han marchado, que nos han sido arrebatados; no puede ir más allá.

Pero la Iglesia no se detiene; va más allá. A través de las tumbas y los cementerios de todo el mundo, guía y sostiene la esperanza del pueblo de Dios con la luz de la oración de sufragio, que puede establecer una mediación entre nosotros y las almas de los fieles difuntos.

La Iglesia nos hace repetir con las palabras de la liturgia:

«Dales el descanso eterno». «Dales tu paz». «Brille para ellos la luz perpetua».

Es la luz en la que vemos a Dios cara a cara. La luz de la gloria, cuando llegamos a ser semejantes a él, no sólo como criaturas semejantes a su Creador, sino también como hijos semejantes al Padre. ¡Como hijos en el Hijo eterno!

La Iglesia reza así, porque así cree y así espera.

¡Verdaderamente en nosotros está impreso el sello de Dios viviente!

¡Amén!



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