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CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA PARA LA SOLEMNIDAD
DE LA ASUNCIÓN DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Patio del Palacio Pontificio de Castelgandolfo
Martes 15 de agosto de 1995

 

1. «Una Mujer, vestida del sol» (Ap 12; 1).

Hoy, solemnidad de la Asunción, la Iglesia refiere a María estas palabras del Apocalipsis de san Juan. En cierto sentido, nos relatan la parte conclusiva de la historia de la «mujer vestida de sol»: nos hablan de María elevada al cielo. Por eso, la liturgia las enlaza oportunamente con la parte inicial de la historia de María: con el misterio de la visitación a la casa de santa Isabel. Se sabe que la visitación tuvo lugar poco después de la anunciación, como leemos en el evangelio de san Lucas: «En aquellos días, se levantó María y se fue con, prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá» (Lc 1, 39). Según una tradición, se trata de la ciudad de Ain-Karim. María, habiendo entrado en la casa de Zacarías, saludó a Isabel. ¿Acaso deseaba contarle lo que le había sucedido, cómo había acogido la propuesta del ángel Gabriel, convirtiéndose así, por obra del Espíritu Santo, en la Madre del Hijo de Dios? Sin embargo, Isabel la precedió y, bajo la acción del Espíritu Santo, continuó con palabras suyas el saludó del enviado angélico. Si Gabriel había dicho: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1, 28), ella, como prosiguiendo, añadió: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno» (Lc 1, 42). Así pues, entre la anunciación y la visitación se forma la plegaria mariana más difundida: el Ave María.

Amadísimos hermanos y hermanas: hoy, solemnidad de la Asunción, la Iglesia vuelve idealmente a Nazaret, lugar de la anunciación; va espiritualmente hasta el umbral de la casa de Zacarías, en Ain-Karim, y saluda a la Madre de Dios con las palabras: «¡Ave, María!», y junto con Isabel, proclama: «¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1, 45). María creyó con la fe de la anunciación, con la fe de la visitación, con la fe de la noche de Belén y de la Navidad. Hoy, cree con la fe de la Asunción o, más bien, ahora, en la gloria del cielo, contempla cara a cara el misterio que penetró toda su existencia terrena.

2. En el umbral de la casa de Zacarías nace también el himno mariano del Magníficat. La Iglesia lo repite en la liturgia de este día, porque ciertamente María, con mayores motivaciones aún, lo proclamó en su Asunción al cielo: «Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, santo es su nombre» (Lc 1, 46-49).

María alaba a Dios, y él la alaba. Esta alabanza se ha difundido. ampliamente en todo el mundo. En efecto, ¡cuántos son los santuarios marianos en toda las regiones de la tierra dedicados al misterio de la Asunción! Sería verdaderamente difícil enumerar aquí todos.

«María ha sido llevada al cielo, se alegra el ejército de los ángeles», proclama la liturgia de hoy en el canto al Evangelio. Pero se alegra también el ejército de los hombres de todas las partes del mundo. Y numerosas son las naciones que consideran a la Madre de Dios como su madre y su reina. En efecto, el misterio de la Asunción está unido al de su coronación como Reina del cielo y de la tierra: «Toda espléndida, la hija del rey» –como anuncia el salmo responsorial de la liturgia de hoy (Sal 45, 14)–, para ser elevada a la derecha de su Hijo: «De pie a tu derecha está la reina, enjoyada con oro de Ofir» (antífona del Salmo responsorial).

3. La Asunción de María es una participación singular en la resurrección de Cristo. En la liturgia de hoy san Pablo pone de relieve esta verdad, anunciando la alegría por la victoria sobre la muerte, que Cristo consiguió con su resurrección. «Porque debe él reinar hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies. El último enemigo en ser destruido será la muerte» (1 Co 15, 25-26). La victoria sobre la muerte, que se manifiesta claramente el día de la resurrección de Cristo, concierne hoy, de modo particular, a su madre. Si la muerte no tiene poder sobre él, es decir, sobre su Hijo, tampoco tiene poder sobre su madre, o sea, sobre aquella que le dio la vida terrena.

En la primera carta a los Corintios, san Pablo hace como un comentario profundo del misterio de la Asunción. Escribe así: «Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron. Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo. Pero cada cual en su rango: Cristo como primicias; luego los de Cristo en su venida» (1 Co 15, 20-23). María es la primera entre «los de Cristo». En el misterio de la Asunción, María es la primera que recibe la gloria; la Asunción representa casi el coronamiento del misterio pascual.

Cristo ha resucitado, venciendo la muerte, efecto del pecado original, y abraza con su victoria a todos los que aceptan con fe su resurrección. Ante todo, a su madre, liberada de la herencia del pecado original mediante la muerte redentora del Hijo en la cruz. Hoy Cristo abraza a María, inmaculada desde su concepción, acogiéndola en el cielo en su cuerpo glorificado, como acercando para ella el día de su vuelta gloriosa a la tierra, el día de la resurrección universal, que espera la humanidad. La Asunción al cielo es como una gran anticipación del cumplimiento definitivo de todas las cosas en Dios, según cuanto escribe el Apóstol: «Luego, el fin, cuando entregue (Cristo) a Dios Padre el Reino (...), para que Dios sea todo en todo» (1 Co 15, 24. 28). ¿Acaso Dios no es todo en aquella que es la madre inmaculada del Redentor?

¡Te saludo, hija de Dios Padre! ¡Te saludo, madre del Hijo de Dios! ¡Te saludo, esposa mística del Espíritu Santo! ¡Te saludo, templo de la santísima Trinidad!

4. «Y se abrió el santuario de Dios en el cielo, y apareció el arca de su alianza en el santuario (...). Una gran señal apareció en el cielo: una mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza» (Ap 11, 19-12, 1). Esta visión del Apocalipsis se considera, en cierto sentido, la última palabra de la mariología. Sin embargo, la Asunción, que aquí se expresa magníficamente, posee al mismo tiempo su sentido eclesiológico. Contempla a María no solo como Reina de toda la creación, sino también como Madre de la Iglesia. Y como Madre de la Iglesia, María, elevada al cielo y coronada, no deja de estar implicada en la historia de la Iglesia, que es la historia de la lucha entre el bien y el mal. San Juan escribe: «Y apareció otra señal en el cielo: un gran dragón rojo» (Ap 12, 3). En la sagrada Escritura, ya desde los. primeros capítulos del libro del Génesis (cf. Gn 3, 14), se conoce a este dragón como el enemigo de la mujer. En el Apocalipsis, el mismo dragón se pone delante de la mujer que está a punto de dar a luz, decidido a devorar al niño apenas nazca (cf. Ap 12, 4). El pensamiento va espontáneamente a la noche de Belén y a la amenaza contra la vida de Jesús, recién nacido, constituida por el perverso edicto de Herodes, qué ordenaba «matar a todos los niños de Belén y de toda su comarca, de dos años para abajo» (Mt 2, 16).

De todo lo que el concilio Vaticano II ha escrito, emerge de modo singular la imagen de la Madre de Dios, insertada vivamente en el misterio de Cristo y de la Iglesia. María, Madre del Hijo de Dios, es, a la vez, Madre de todos los hombres, quienes en el Hijo han llegado a ser hijos adoptivos del Padre celestial. Precisamente aquí se manifiesta la lucha incesante de la Iglesia. Como una madre, a semejanza de María, la Iglesia engendra hijos a la vida divina, y sus hijos, hijos e hijas en el Hijo unigénito de Dios, están amenazados constantemente por el odio del «dragón rojo»: satanás.

El autor del Apocalipsis, al mismo tiempo que muestra el realismo de esta lucha que continúa en la historia, pone de relieve también la perspectiva de la victoria definitiva por obra de la mujer, de María, que es nuestra abogada y aliada potente de todas las naciones de la tierra. El autor del Apocalipsis habla de esta victoria: «Oí entonces una fuerte voz que decía en el cielo: "Ahora ya ha llegado la salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios y la potestad de su Cristo"» (Ap 12, 10).

La solemnidad de la Asunción pone ante nuestros ojos el reinado de nuestro Dios y el poder de Cristo sobre toda la creación.

5. Amadísimos hermanos y hermanas, quisiera dirigiros ahora un pensamiento cordial a todos vosotros aquí presentes, feligreses de Castelgandolfo, feligreses de esta parroquia, de la que soy también yo feligrés durante las vacaciones. Saludo con afecto al cardenal Angelo Sodano, mi primer colaborador, obispo titular de la Iglesia suburbicaria de Albano. Saludo al pastor de esta comunidad diocesana, el querido monseñor Dante Bernini, que en estos días celebra sus bodas de oro sacerdotales. Me alegra felicitarlo vivamente, agradeciéndole su diligente y generoso servicio episcopal. Saludo también al párroco, a quien doy las gracias por las palabras que me ha dirigido al comienzo de la celebración; a los superiores y a los sacerdotes salesianos; y a los fieles de la parroquia de Castelgandolfo, tan cercana a mí. Juntos alabemos a la Madre de Cristo y de la Iglesia, unidos a cuantos la veneran en cada rincón de la tierra. ¡Cómo quisiera que por doquier y en todas las lenguas se expresara la alegría por la Asunción de María! ¡Cómo quisiera que de este misterio surgiera una vivísima luz sobre la Iglesia y la humanidad! Que todo hombre y toda mujer tomen conciencia de estar llamados, por caminos diferentes, a participar en la gloria celestial de su verdadera Madre y Reina. Todo hombre y toda mujer están llamados a participar de la gloria, como dice san Ireneo: «Gloria Dei vivens homo, vita autem hominis visio Dei». Son palabras que encierran en sí nuestra vocación personal en el mundo y en la Iglesia.

¡Alabado sea Jesucristo!



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