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CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN LA SOLEMNIDAD DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Basílica de Santa María la Mayor
Viernes 8 de diciembre de 1995

 

1. «Alma Redemptoris Mater, quae pervia caeli porta manes ... ».

«Madre del Redentor, Virgen fecunda, puerta del cielo siempre abierta, estrella del mar, ven a librar al pueblo que cae y se quiere levantar. Ante el asombro de cielo y tierra, engendraste a tu santo Creador y permaneces siempre virgen. Recibe el saludo del ángel Gabriel y ten piedad de nosotros, pecadores».

2. Es la antífona mariana del Adviento. La Iglesia seguirá cantándola en la liturgia incluso durante el período de la Navidad del Señor. No sólo las palabras aluden al misterio del Adviento. También la melodía gregoriana refleja su espíritu, interpretando con admirable arte musical el valor y el sentido del texto latino.

«Natura mirante ... »: «Ante el asombro de toda la creación... ». Las palabras de la antífona expresan el asombro de la fe, que acoge la noticia del misterio de María, llamada a ser Madre de Dios. Ese asombro ha encontrado su expresión estática y exaltante en los himnos, en la música, en el arte figurativo y en los templos. Esta basílica de Santa María la Mayor, en Roma, ¿no es en sí misma una gran expresión del asombro de la fe ante el misterio de la Maternidad divina y ante el misterio de la Inmaculada Concepción?

De este asombro traté en la encíclica Redemptoris Mater, con ocasión del Año mariano de 1987 (cf. n. 51). Se trata, ante todo, del asombro frente al misterio de Dios, que colmó el abismo de la distancia infinita que separa al Creador de su criatura: «Tu quae genuisti, natura mirante, tuum sanctum Genitorem».

El asombro ante el misterio del Verbo encarnado es, a la vez, asombro ante el misterio de la Maternidad de María y de su Inmaculada Concepción. «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3, 16). Lo dio en el misterio de la Encarnación, confiándolo a la Virgen inmaculada de Nazaret.

«Engendraste a tu santo Creador»: la maternidad virginal de María, en cierto sentido, encierra en sí el motivo de la Inmaculada Concepción. Para ser digna Madre del Verbo eterno, María no podía estar sometida, ni siquiera por un instante, a la herencia del pecado original. «El pecado de Adán no tiene lugar en ti», como cantamos en el Oficio parvo de la santísima Virgen en lengua polaca.

3. Éste es el misterio que hoy la Iglesia proyecta en la perspectiva del Adviento. Precisamente en el ámbito del Adviento resuena, además, con especial fuerza esta invocación dirigida a María Inmaculada: «Succurre cadenti, surgere qui curat, populo!». Se escucha en esta oración casi como la voz de innumerables generaciones humanas que, después del pecado original, esperaban la venida del Mesías. La mirada del pueblo de Dios, siguiendo las palabras del libro del Génesis, se dirigía hacia la mujer que debía engendrar al Mesías, hacia la Madre del Emmanuel.

Aquel «succurre cadenti», aquel «ven a librar» dirigido a María, ¿no es, a la vez, la revelación de su particular mediación en relación con su Hijo? El será el que viene, el que se hace hombre para librar al hombre. La fe de la Iglesia, por tanto, y la misma inconsciente espera de la humanidad, vinculan esta «obra de liberación» también a María, la Madre del Redentor.

De muchas maneras expresa la Iglesia esta fe y esta esperanza: todos los días repite el saludo del ángel, al que añade sus propias súplicas: «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores». Estas palabras ¿no expresan lo mismo que dice la antífona: «Succurre cadenti»? Ruega por nosotros cuando pecamos, cuando caemos, cuando morimos: «Ahora y en la hora de nuestra muerte».

4. A este respecto, en la encíclica Redemptoris Mater se habla de un gran «cambio espiritual» cf. n. 52): el cambio entre el caer y el levantarse, entre la muerte y la vida. Este cambio es un constante desafío a las conciencias humanas: el desafío a toda conciencia histórica del hombre, invitada a seguir el camino del no caer, y del levantarse, si ha caído.

«Succurre cadenti, surgere qui curat, populo»: una oración que exhorta implícitamente a no permanecer en la caída. El hombre se quiere levantar. La humanidad que desea levantarse confirma así su esperanza con gran optimismo, y constata por la fe que no ha quedado destruida hasta el fondo por el pecado original, sino sólo debilitada. Precisamente el hombre, dotado de esa naturaleza, eleva con esta espera los ojos hacia la Inmaculada, como un navegante en un mar borrascoso mira hacia la estrella que le orienta en su travesía.

5. Y María, Madre de la Iglesia, no deja nunca de guiar al pueblo de Dios, precediéndolo en la peregrinación de la fe y de la esperanza. Al aproximarse el fin del segundo milenio, el Espíritu Santo ha ofrecido a la Iglesia una maravillosa primavera, dándole el concilio Vaticano II. Precisamente hace treinta años, el 8 de diciembre de 1965, el Papa Pablo VI concluía, con una solemne concelebración en la plaza de San Pedro, aquel gran acontecimiento eclesial que, con el soplo del Espíritu, dio un fuerte impulso a la barca de la Iglesia y sigue empujándola también hoy en el vasto mar de la historia.

Como hice mediante algunas recientes catequesis, invito a todos a reanudar la rica meditación del Concilio sobre la santísima Virgen María, Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia, que se halla en el capítulo octavo de la constitución Lumen gentium. En efecto, «la Iglesia, meditando piadosamente sobre ella y contemplándola a la luz del Verbo hecho hombre, llena de reverencia, entra más a fondo en el soberano misterio de la encarnación y se asemeja cada dia más a su Esposo» (Lumen gentium, 65).

Mientras celebramos el sacrificio eucarístico, oremos para que la Iglesia, sostenida por la oración del Virgen santísima como en el cenáculo el día de Pentecostés, sea siempre fiel a la ruta que le ha marcado Cristo y, reflejando la imagen de su rostro, lleve su luz has-ta los últimos confines de la tierra.

«Succurre cadenti, surgere qui curat, populo». Amén.



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