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VIAJE APOSTÓLICO A SARAJEVO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA CELEBRACIÓN DE LAS PRIMERAS VÍSPERAS
EN LA CATEDRAL


Sábado 12 de abril de 1997

 

Señor cardenal;
venerados obispos de Bosnia-Herzegovina;
venerados hermanos en el episcopado aquí reunidos;
amadísimos sacerdotes,
religiosos, religiosas y seminaristas:

1. «Vosotros sois una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada» (1 P 2, 9). Me dirijo a vosotros con estas palabras del apóstol Pedro a los cristianos, para saludaros cordialmente: a vosotros, a quienes Dios «llamó a salir de las tinieblas y a entrar en su luz maravillosa»; a vosotros, a quienes corresponde la tarea de proclamar ante el mundo «sus hazañas» (1 P 2, 9).

¿Cuáles «hazañas»? Son innumerables las «hazañas» que Dios ha realizado en la historia de los hombres. Pero la «hazaña » más grande de todas es, ciertamente, la resurrección de Jesucristo, de la que nació el pueblo nuevo al que pertenecemos.

En el misterio pascual se han superado las antiguas enemistades: quienes antes no eran «pueblo», porque «no habían alcanzado misericordia», ahora se han convertido o han sido llamados a ser el único «pueblo de Dios», que en la sangre de Cristo «han conseguido misericordia » (1 P 2, 10).

Este es el gozoso mensaje que la Iglesia revive y anuncia en este tiempo pascual, elevando su canto de alabanza y acción de gracias a Cristo Jesús, «quien fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación» (Rm 4, 25).

2. Amadísimos hermanos y hermanas, doy las gracias al Señor desde lo profundo de mi corazón, porque me ha permitido realizar esta peregrinación, que durante tanto tiempo he deseado y esperado. Me alegra estar aquí, en esta catedral, junto a vosotros, para unirme a vuestra oración a Aquel que «es nuestra paz» (Ef 2, 14).

Os saludo con afecto a todos y, en particular, al señor cardenal Vinko Pulji a, a quien agradezco los sentimientos que ha expresado en nombre de todos los presentes. Mi pensamiento va, en este momento, a los sacerdotes y a las personas consagradas, que más han sufrido durante estos años difíciles. No me olvido de quienes han desaparecido, como los sacerdotes Grgia y Matanovia, cuyo paradero pido que se esclarezca. De modo especial, recuerdo a quienes han pagado con la sangre su testimonio de amor a Cristo y a sus hermanos. Ojalá que la sangre que derramaron infunda nuevo vigor a la Iglesia, que sólo pide poder predicar libremente en Bosnia- Herzegovina el evangelio de la salvación eterna, en el respeto a todo ser humano, de cualquier cultura y de cualquier religión.

He venido a Sarajevo para repetir en esta tierra martirizada el mensaje del apóstol Pablo: «Cristo es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad » (Ef 2, 14). En el alto «muro de separación», ante el cual el mundo se sentía casi impotente, se ha abierto finalmente «la brecha de la paz».

Ha sido escuchada la plegaria insistente y apremiante, cuyo símbolo era la lámpara encendida en la basílica de San Pedro durante los terribles días de la guerra. Ahora se os entrega a vosotros, para que desde esta catedral siga alimentando la confianza en el auxilio maternal de la Virgen santísima, recordando a cada uno el deber de trabajar incansablemente al servicio de la paz.

3. Aquí, en esta «ciudad mártir», y en toda Bosnia-Herzegovina, marcadas por el encarnizamiento de una insensata «lógica » de muerte, división y aniquilamiento, había personas que luchaban para «derribar el muro de separación». Estabais vosotros que, en medio de sufrimientos y peligros de todo tipo, habéis trabajado activamente para abrir el camino de la paz. De modo especial, pienso en vosotros, sacerdotes, que durante el triste período de la guerra habéis permanecido al lado de vuestros fieles y habéis sufrido con ellos, ejerciendo con valentía y fidelidad vuestro ministerio. ¡Gracias por este signo de amor a Cristo y a su Iglesia! Durante estos años habéis escrito páginas de auténtico heroísmo, que no podrán olvidarse.

Hoy he venido a deciros: ¡Ánimo!, no dejéis de hacer progresar la paz anhelada durante tanto tiempo. La aurora de Dios ya está presente en medio de vosotros; la luz del nuevo día ya ilumina vuestro camino.

Queridos hermanos, os recomiendo que, incluso a costa de grandes sacrificios, permanezcáis entre las ovejas de la grey que se os ha confiado, como portadores de esperanza y límpidos testigos de la paz de Cristo. Conservad firmemente en vuestra misión el sentido de vuestra vocación y de vuestra identidad de sacerdotes de Cristo. Sentíos orgullosos de poder repetir con san Pablo: «Nos acreditamos en todo como ministros de Dios: con mucha constancia en tribulaciones (...), en pureza, ciencia, paciencia, bondad; en el Espíritu Santo, en caridad sincera» (2 Co 6, 4-6).

4. También a vosotros, queridos religiosos y religiosas, quiero expresaros la gratitud de la Iglesia por la valiosa obra que habéis realizado y realizáis al servicio del pueblo de Dios, dando testimonio del Evangelio en la profesión de los consejos evangélicos y en múltiples formas de apostolado.

Sabed reavivar el carisma genuino que os han confiado vuestros fundadores y fundadoras, redescubriendo continuamente su riqueza y viviéndolo cada vez con mayor convicción e intensidad.

¿Cómo no recordar en esta catedral a monseñor Josip Stadler, primer arzobispo de la sede renovada de la antigua Vrhbosna, la actual Sarajevo, y fundador de la congregación de las Esclavas del Niño Jesús, la única congregación que ha nacido en Bosnia-Herzegovina? Que el recuerdo vivo de este gran prelado, fidelísimo a la Sede apostólica y siempre dispuesto a servir a sus hermanos, aliente y sostenga el esfuerzo misio nero de todas las personas consagradas que trabajan en esta región, que tanto amo.

Quiero dirigir unas palabras en particular a vosotros, queridos Frailes Menores, a quienes saludo, y en especial a vuestro ministro general, presente esta tarde con nosotros. A lo largo de los siglos habéis trabajado mucho para difundir y preservar la fe cristiana en Bosnia- Herzegovina, contribuyendo eficazmente a la predicación del Evangelio entre estas poblaciones. Vuestro pasado glorioso os compromete a una generosidad a toda prueba en el momento actual, siguiendo las huellas de san Francisco que, según su primer biógrafo, «en el corazón, en los labios, en los oídos, en los ojos, en las manos y en todos los demás miembros», tenía el recuerdo apasionado de Jesús crucificado (I Cel.115), llevando sus estigmas en el corazón antes que en sus miembros (II Cel. 11). Muy actual es la invitación que dirigía a sus frailes: «Aconsejo, amonesto y exhorto a mis frailes en el Señor Jesucristo a que, cuando vayan por el mundo, no riñan, eviten las disputas de palabras, y no juzguen a los demás; por el contrario, sean bondadosos, pacíficos y modestos, mansos y humildes, hablando honradamente con todos, tal como conviene » (Regla, cap. III). ¡Cuánto bien producirá este testimonio de mansedumbre franciscana a la unidad de la Iglesia, a la acción apostólica y a la causa de la paz!

5. Unas palabras también para vosotros, queridos seminaristas, esperanza de la Iglesia en esta tierra. Siguiendo el ejemplo del siervo de Dios Petar Barbaric, dejaos fascinar por Cristo. Descubrid la belleza de entregarle vuestra vida, para llevar a vuestros hermanos su Evangelio de salvación. La vocación es una aventura que vale la pena vivir hasta el fondo. En la respuesta generosa y perseverante a la llamada del Señor radica el secreto de una vida plenamente realizada.

A todos vosotros, sacerdotes, religiosos, religiosas y seminaristas, quisiera daros dos recomendaciones: vivid entre vosotros la solidaridad, «concordes en el mismo pensar y el mismo sentir» (1 Co 1, 10), que es un signo inequívoco de la presencia operante de Cristo.

Cultivad con espíritu de humildad y obediencia la comunión y la activa colaboración pastoral con vuestros obispos, según la exhortación de san Ignacio de Antioquía: «Os insto a esmeraros por hacerlo todo en la concordia de Dios, bajo la guía del obispo» (Ad Magn. 6, 1). Por lo demás, esta es la enseñanza que transmite el concilio Vaticano II, que afirma: «Los obispos, como vicarios y legados de Cristo, gobiernan las Iglesias particulares que se les han confiado» (Lumen gentium, 27). En consecuencia, el Concilio precisa que, en virtud de esta potestad, «los obispos tienen el sagrado derecho y el deber ante Dios de dar leyes a sus súbditos, de juzgarlos y de regular todo lo referente al culto y al apostolado» (ib.). Por eso, concluye, los fieles «deben estar unidos a su obispo, como la Iglesia a Cristo y como Jesucristo al Padre, para que todo se integre en la unidad y crezca para gloria de Dios» (ib.).

6. Queridos hermanos, ha llegado para todos la hora de un profundo examen de conciencia: ha llegado la hora de un decisivo compromiso en favor de la reconciliación y la paz.

Como ministros del amor de Dios, habéis sido enviados a enjugar las lágrimas de muchas personas que lloran a sus familiares asesinados, y a escuchar el grito impotente de quienes han visto pisoteados sus derechos y destruidos sus afectos. Como hermanos y hermanas de todos, estad cercanos a los prófugos y a los desplazados, a quienes han sido expulsados de sus casas y han sido privados de las cosas con las que pensaban construir su futuro. Sostened a los ancianos, a los huérfanos y a las viudas. Alentad a los jóvenes, obligados a menudo a renunciar a una inserción serena en la vida, y forzados por la dureza del conflicto a convertirse precozmente en adultos.

Es necesario decir en voz alta y fuerte: ¡Nunca más la guerra! Es preciso renovar todos los días el esfuerzo del encuentro, interrogando la propia conciencia no sólo sobre las culpas, sino también sobre las energías que cada uno está dispuesto a emplear para edificar la paz. Hay que reconocer el primado de los valores éticos, morales y espirituales, defendiendo el derecho de todo hombre a vivir con serenidad y concordia, y condenando toda forma de intolerancia y persecución, arraigada en ideologías que desprecian a la persona en su dignidad inviolable.

7. Amadísimos hermanos y hermanas, el Sucesor de Pedro está aquí, entre vosotros, como peregrino de paz, de reconciliación y de comunión. Está aquí para recordar a todos que Dios perdona sólo a quienes tienen, a su vez, la valentía de perdonar. Es necesario abrir la propia mente a la lógica de Dios, para entrar a formar parte de su pueblo y poder proclamar «las hazañas de su amor» (cf. 1 P 2, 9). La fuerza de vuestro ejemplo y de vuestra oración obtendrá del Señor, para quienes aún no la han encontrado, la valentía de pedir perdón y perdonar.

Pidamos a María, venerada aquí en tantos santuarios, que nos lleve de la mano y nos enseñe que precisamente la valentía de pedir perdón y perdonar es el comienzo del camino hacia la verdadera paz. Encomendémosle a ella el compromiso arduo, pero necesario, de construir con tenacidad la «civilización del amor».

¡María, Reina de la paz, ruega por nosotros!



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