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VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA

ENCUENTRO ECUMÉNICO DE ORACIÓN

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Wrocław, sábado 31 de mayo de 1997

 

¡Alabado sea Jesucristo!

1. Saludo cordialmente a todos los presentes en nuestra plegaria ecuménica común.

Agradezco al obispo de Opole sus palabras de bienvenida. Saludo al reverendo Jan Szarek, presidente del Consejo ecuménico polaco, y a través de él a todos los representantes de las Iglesias y comunidades eclesiales integradas en el Consejo ecuménico polaco. Con sentido de comunión en Cristo, saludo a los hermanos y hermanas de otras Iglesias ortodoxas invitadas, a los representantes de las Iglesias y de las comunidades protestantes del extranjero, y también a los representantes de las demás Iglesias y comunidades cristianas. Nos ha reunido aquí Jesús, nuestro Señor y Salvador. Sea alabado su santo nombre; el Espíritu Santo haga que produzca fruto la palabra de Dios que hemos escuchado en la obediencia de la fe.

Agradezco al señor presidente y a las más altas autoridades su presencia en este importante encuentro ecuménico de oración.

2. El pensamiento principal de esta liturgia de la Palabra está constituido por lo que Jesús incluyó en su oración sacerdotal la víspera de su pasión y muerte en la cruz. Es la oración por la unidad de sus discípulos: Padre, «no ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado » (Jn 17, 20-21). Esta invocación no sólo abarca a los Apóstoles, sino también a todas las generaciones de los que heredarán de ellos la misma fe. Tanto en la oración como en la acción ecuménica, nos referimos constantemente a estas palabras de Cristo en el cenáculo: Ut unum sint. Se trata aquí de la unidad a semejanza de la trinitaria: «Como tú, Padre, en mí y yo en ti» (Jn 17, 21). La relación recíproca de las Personas en la unidad de la santísima Trinidad es la forma más elevada de la unidad, su modelo supremo.

Cristo ora por la unidad de sus discípulos, y les explica que esa unidad es, a la vez, un don y una obligación. Es un don que recibimos del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Es también una obligación, pues Cristo nos la dio como tarea a todas las generaciones cristianas, comenzando por los Apóstoles; a todos, tanto en el primer milenio como en el segundo.

Cristo repite dos veces ese pensamiento esencial. En efecto, ora así: «Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí» (Jn 17, 22-23). Aquí Cristo cruza, en cierto sentido, los confines de la unidad divina de la Trinidad y pasa a la unidad que corresponde como tarea a los cristianos. Dice: «Para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí» (Jn 17, 23). Los discípulos de Cristo deben formar una unidad perfecta, también visible, para que el mundo vea en ellos un signo perceptible por sí mismo. La unidad de los cristianos tiene, por tanto, este significado esencial: testimoniar la credibilidad de la misión de Cristo, revelar el amor del Padre a él y a sus discípulos. Precisamente por esto, esa unidad, don supremo de la santísima Trinidad, es también un altísimo deber de todos los seguidores de Cristo.

3. Poniéndose a la escucha de la voz del Espíritu Santo, las Iglesias y las comunidades eclesiales se sienten llamadas irrevocablemente a buscar una unidad cada vez más profunda, no sólo interior sino también visible. Una unidad que se transforme en signo para el mundo, para que el mundo conozca y para que el mundo crea. No se puede volver atrás en el camino ecuménico.

Los cristianos que viven en las sociedades, donde muchos experimentan de modo trágico las divisiones exteriores e interiores, necesitan profundizar constantemente la conciencia del magnífico don de la reconciliación con Dios en Jesucristo. Sólo así pueden convertirse ellos mismos en propagadores de la reconciliación entre los que anhelan reconciliarse con Dios, contribuyendo de este modo a la reconciliación entre las Iglesias y las comunidades eclesiales como camino y estímulo a la reconciliación entre las naciones. Esta exhortación a la reconciliación será también el tema de la II Asamblea ecuménica europea, que tendrá lugar en Graz (Austria) del 23 al 29 de junio de este año. Precisamente los efectos de numerosos acontecimientos que han tenido lugar en la historia del mundo y de Europa exigen la reconciliación.

Me complace volver con el pensamiento a nuestro último encuentro en la iglesia de la Santísima Trinidad de Varsovia, en el año 1991. En esa ocasión dije que necesitamos tolerancia, pero que entre las Iglesias la tolerancia única mente es demasiado poco. ¿Qué hermanos son los que sólo se toleran? Es preciso también aceptarse recíprocamente. Recuerdo hoy esas palabras y las confirmo con toda firmeza. Sin embargo, tampoco nos podemos contentar con una aceptación recíproca. En efecto, el Señor de la historia nos sitúa ante el tercer milenio del cristianismo. Ha llegado una gran hora. Nuestra respuesta debería estar a la altura del gran momento de este particular kairós de Dios. Aquí, en este lugar, quiero decir: No basta la tolerancia. No basta la aceptación recíproca. Jesucristo, el que es y que viene, espera de nosotros un signo visible de unidad; espera un testimonio común.

Hermanos y hermanas, vengo a vosotros con este mensaje. Pido un testimonio común de Cristo ante el mundo. Lo pido en nombre de Cristo. Me dirijo, ante todo, a los fieles de la Iglesia católica, especialmente a mis hermanos en el ministerio episcopal, y también al clero, a las personas de vida consagrada y a todos los laicos. Me atrevo a pedirlo también a vosotros, amados hermanos y hermanas de otras Iglesias y comunidades eclesiales. En nombre de Jesús, pido un testimonio cristiano común.

Occidente tiene gran necesidad de nuestra fe, viva y profunda, en la histórica etapa de la construcción de un sistema nuevo de múltiples referencias. Oriente, devastado espiritualmente por muchos años de programada ateización necesita un gran signo de abandono en Cristo. Europa nos necesita a todos reunidos de forma solidaria en torno a la cruz y al Evangelio. Debemos leer con atención los signos de nuestro tiempo. Jesucristo espera de todos nosotros el testimonio de la fe. El destino de la evangelización va unido al testimonio de la unidad que da la Iglesia.

Signo de ese testimonio común es la colaboración fraterna en el campo ecuménico en Polonia. Pienso en el grupo que ha trabajado sobre el sacramento del bautismo como fundamento de la unidad de los cristianos que ya existe. Ya han publicado los frutos de ese trabajo. Y estáis preparando también la traducción ecuménica de la sagrada Escritura. Una iniciativa privada de algunas personas se ha transformado en colaboración intereclesial oficial. El resultado de esta colaboración es la traducción ecuménica del evangelio según san Mateo, publicada el 17 de febrero de este año por la Sociedad bíblica. Albergamos la esperanza de que toda la sagrada Escritura se publique en una edición ecuménica con ocasión del gran jubileo del año 2000.

Actualmente tenéis la intención de crear una nueva estructura ecuménica intereclesial más dinámica. Esta iniciativa, necesaria desde todos los puntos de vista, ha surgido del Consejo ecuménico polaco. Espero que esa idea se transforme en un foro eficaz de encuentros, de diálogo, de entendimiento y de acciones comunes concretas y, por tanto, de testimonio. Deseo dar las gracias de corazón a los autores de este proyecto y expresar mi sincero aprecio por estos nobles esfuerzos.

4. El arduo camino de la reconciliación, sin el cual no es posible la unidad, lleva a un testimonio común. Nuestras Iglesias y comunidades eclesiales necesitan la reconciliación. ¿Podemos estar plenamente reconciliados con Cristo sin estar plenamente reconciliados entre nosotros? ¿Podemos dar un testimonio común y eficaz de Cristo sin estar reconciliados entre nosotros? ¿Podemos reconciliarnos entre nosotros sin perdonarnos recíprocamente? El perdón es la condición de la reconciliación. Pero no puede existir sin la transformación interior y la conversión, que es obra de la gracia. «El compromiso ecuménico debe basarse en la conversión de los corazones y en la oración» (Ut unum sint, 2).

La lectura del libro del profeta Ezequiel indica la necesidad de la conversión, aludiendo a la dispersión de Israel: «Os tomaré de entre las naciones, os recogeré de todos los países y os llevaré a vuestro suelo. (...) Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne» (Ez 36, 24.26). Para realizar el camino ecuménico de la unidad son necesarios el cambio del corazón y la renovación de la mente. Así pues, deberíamos implorar al Espíritu Santo la gracia de la humildad, una actitud de fraterna magnanimidad con respecto a los demás.

San Pablo, en la carta a los Efesios, anima a los destinatarios a vivir de una manera digna de su vocación, a cultivar en ellos las virtudes de la humildad, la mansedumbre, la paciencia, y a soportarse unos a otros por amor (cf. Ef 4, 1-3). Esa colaboración de los hombres con la gracia del Espíritu Santo se convierte en la prenda de la esperanza común de todos los discípulos de Cristo de alcanzar la plena unidad.

Sostengamos con una sincera oración nuestro compromiso ecuménico. En este segundo milenio, en el que la unidad de los discípulos de Cristo ha sufrido dramáticas divisiones en Oriente y en Occidente, la oración para recuperar la plena unidad es uno de nuestros deberes particulares. Tenemos obligación de tender intensamente a la reconstrucción de la unidad querida por Cristo y de orar por esta unidad, pues es don de la santísima Trinidad. Cuanto más fuerte sea el vínculo que nos une al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, tanto más fácil será profundizar nuestra fraternidad recíproca.

5. Este encuentro se realiza en el marco del Congreso eucarístico internacional, que tiene lugar precisamente aquí, en Wrocław. Es expresión de nuestra fe y de nuestra devoción, pero también es un gran acto de culto, que mantiene en la Iglesia el recuerdo de Cristo. La Eucaristía, al hacer presente el misterio de la Redención, el sacrificio que ofreció Cristo en la cruz, realiza la unión con él, estimula el deseo y la esperanza de nuestra resurrección en la plenitud de su vida. Este gran misterio de la fe consolida nuestra convicción interior de la unión personal con Cristo y despierta la necesidad de la reconciliación con los demás.

Todos los cristianos, pertenecientes a las diversas Iglesias, unidos por el mismo bautismo, reconocen en común el gran papel que desempeña la Eucaristía en la reconciliación del hombre con Dios y con el prójimo, aunque «a causa de las divergencias relativas a la fe, no es posible todavía concelebrar la misma liturgia eucarística. Y sin embargo, tenemos el ardiente deseo de celebrar juntos la única Eucaristía del Señor, y este deseo es ya una alabanza común, una misma imploración. Juntos nos dirigimos al Padre y lo hacemos cada vez más "con un mismo corazón". En ocasiones, el poder consumar esta comunión "real aunque todavía no plena" parece estar más cerca» (Ut unum sint, 45).

En esta gran fiesta, que estamos celebrando aquí en Wrocław, no sólo con la participación de católicos, sino también de hermanos de otras Iglesias de Polonia y del extranjero, se puede ver el germen de la conversión ecuménica y de la anhelada reconciliación de las Iglesias y comunidades cristianas. Esta conversión será perfecta cuando podamos reunirnos todos en la celebración en torno al mismo cáliz. Eso será expresión de la unidad de toda comunidad a nivel local y universal, expresión de nuestra perfecta unión con el Señor y entre nosotros. En efecto, «casi todos, aunque de manera diferente, aspiran a una Iglesia de Dios única y visible, que sea verdaderamente universal y enviada a todo el mundo, a fin de que el mundo se convierta al Evangelio y así se salve para gloria de Dios» (ib., 7).

En los últimos años se ha reducido de modo significativo la distancia que separa entre sí a las Iglesias y comunidades eclesiales. Sin embargo, sigue siendo aún demasiado grande. ¡Demasiado grande! Eso no es lo que quería Cristo. Debemos hacer todo lo posible para recuperar la plenitud de la comunión. No podemos detenernos en este camino. Volvamos una vez más a la oración sacerdotal de Jesús, en la que dice: «Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). Ojalá que estas palabras de Cristo se conviertan para todos nosotros en una exhortación al compromiso en favor de la gran obra de la unidad, en el umbral del año 2000, que ya se está acercando.

En la liturgia de hoy cantamos el salmo del buen pastor: «El Señor es mi pastor, nada me falta. (...) Me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas; me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo» (Sal 22, 1-3). Se trata de un gran estímulo a la confianza y a la esperanza ecuménica. Aunque las divisiones entre los cristianos corresponden a esas «cañadas oscuras» por las que caminan a veces todas nuestras comunidades, nos acompaña el Señor, Cristo, el buen Pastor. Él es quien nos conduce y él es quien hará que las comunidades cristianas separadas lleguen a la unidad por la que oraba tan ardientemente la víspera de su pasión en la cruz.

Durante esta plegaria ecuménica común pidamos a Dios, Padre de todos nosotros, que reúna a todos sus hijos dispersos, y que los conduzca con eficacia por las sendas del perdón y la reconciliación, para que demos un testimonio común de Jesucristo, su Hijo, que es nuestro Señor y Salvador, el mismo ayer, hoy y siempre (cf. Hb 13, 8).

Padre, haz que «todos sean uno», ut unum sint (Jn 17, 21).

 



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