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MISA DE INAUGURACIÓN DEL SEGUNDO AÑO DE PREPARACIÓN
PARA EL JUBILEO DEL AÑO 2000

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

I domingo de Adviento, 30 de noviembre de 1997

 

1. «Velad, pues, en todo tiempo y orad, para que podáis (...) comparecer ante el Hijo del Hombre» (Lc 21, 36).

Estas palabras de Cristo, recogidas en el evangelio de san Lucas, nos introducen en el significado profundo de la liturgia que estamos celebrando. En este primer domingo de Adviento, que marca el comienzo del segundo año de preparación inmediata para el jubileo del año 2000, resuena más viva y actual que nunca la exhortación a velar y orar, a fin de estar preparados para el encuentro con el Señor.

Nuestro pensamiento va, ante todo, al encuentro de la próxima Navidad, cuando, una vez más, nos arrodillaremos ante la cuna del Salvador recién nacido. Pero también pensamos en la gran fecha del año 2000, en la que toda la Iglesia revivirá con intensidad muy particular el misterio de la Encarnación del Verbo. Estamos invitados a apresurar el paso hacia esa meta, dejándonos guiar, sobre todo durante el presente año litúrgico, por la luz del Espíritu Santo. En efecto, se incluye «entre los objetivos primarios de la preparación del Jubileo el reconocimiento de la presencia y de la acción del Espíritu, que actúa en la Iglesia » (Tertio millennio adveniente, 45).

En esta perspectiva, el Comité central para el gran jubileo continúa realizando su trabajo con laudable empeño. Merece apoyo su valioso servicio eclesial, especialmente en esta fase ya muy próxima a la histórica cita. Gracias a las iniciativas de animación y coordinación que ha llevado a cabo dicho organismo central, se podrá orientar y estimular cada vez mejor el camino que llevará al pueblo de Dios a cruzar el umbral del tercer milenio.

2. La Iglesia que está en Roma se reúne hoy en esta basílica también por otro motivo: la entrega de la cruz a los misioneros y a las misioneras que asumen la tarea de anunciar el Evangelio en los diversos ambientes de la metrópoli.

Hemos escuchado las palabras del apóstol Pablo: «Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos» (1 Ts 3, 12). Precisamente con este deseo el Obispo de Roma os entrega la cruz a todos vosotros, queridos misioneros y misioneras, y a vuestras comunidades parroquiales. ¿No es este, acaso, el secreto del éxito de la misión ciudadana? Jesús mismo asoció al amor mutuo de sus discípulos la eficacia de su anuncio evangélico: «Que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea» (Jn 17, 21).

El éxito de la misión depende de la intensidad del amor. La tercera persona de la santísima Trinidad es el Amor subsistente. ¿Quién mejor que él puede infundir el amor en nuestro corazón? (cf. Rm 5, 5). Por eso, es providencial la coincidencia entre la apertura del segundo año de preparación del gran jubileo, dedicado al Espíritu Santo, y la entrega de la cruz a vosotros, que durante este año seréis protagonistas de la Misión en toda la ciudad. Os asegura una asistencia particular por parte del Espíritu Santo, en quien la misión reconoce a su protagonista primero e indiscutible.

3. «¡Abre la puerta a Cristo, tu Salvador! ». Esta invitación está en el centro de la misión ciudadana, pero debe resonar ante todo en nuestro corazón. Debemos ser los primeros en abrir la puerta de nuestra conciencia y de nuestra vida a Cristo salvador, volviéndonos dóciles a la acción del Espíritu, para conformarnos cada vez más al Señor. En efecto, no podemos anunciarlo sin reflejar su imagen, viva en nosotros por la gracia y la obra del Espíritu.

Queridos misioneros y misioneras, sentid un gran amor por las personas y las familias que encontréis. La gente tiene necesidad de amor, de comprensión y de perdón. Estad atentos y cercanos sobre todo a las familias que viven situaciones difíciles en el ámbito de la fe, del matrimonio o, incluso, de la pobreza y del sufrimiento. Que para cada familia de Roma vuestros gestos y vuestras palabras sean signos de la misericordia divina y de la acogida de la Iglesia. En la medida de vuestras posibilidades, conservad, también después de vuestra visita, una relación personal con las familias que encontréis y con cada uno de sus componentes.

Amad a la Iglesia, de la que sois miembros, y que os envía como misioneros. Enseñad a amarla con vuestra palabra y vuestro ejemplo. Compartid su pasión por la salvación de los hombres. Amad a la Iglesia, que es santa puesto que ha sido purificada por la sangre de Cristo derramada en la cruz.

¡También vosotros esforzaos por ser santos! Acoged la exhortación de san Pablo, que ha resonado en la segunda lectura, para que «os presentéis santos e irreprensibles» (1 Ts 3, 12). La llamada a la misión deriva de la llamada a la santidad. Responded a ella con generosidad. Abrid las puertas de vuestra vida al don del Espíritu Santo, el Santificador, que renueva la faz de la tierra y transforma los corazones de piedra en corazones de carne, capaces de amar como Cristo nos amó (cf. Jn 15, 12).

4. Al presentaros, en cada casa, a las familias de vuestras parroquias, podréis afirmar con el apóstol Pablo: he venido a vosotros débil, tímido y tembloroso, para anunciaros a Jesucristo, y éste crucificado (cf. 1 Co 2, 1-3). Esta sencillez en el anuncio, acompañada por el amor a las personas ante las que os presentáis, es la verdadera fuerza de vuestro servicio misionero. Frente a la resonancia persuasiva y atractiva de numerosos mensajes humanos que todos los días invaden la existencia de las personas, el Evangelio puede parecer, tal vez, débil y pobre a quien mira con superficialidad; pero, en realidad, es la palabra más poderosa y eficaz que puede pronunciarse, porque penetra en el corazón y, gracias a la acción misteriosa del Espíritu Santo, abre el camino de la conversión y del encuentro con Dios.

Deseo hacer mía la invitación del Apóstol a que crezcáis y os distingáis en el camino del bien: «Habéis aprendido de nosotros cómo proceder para agradar a Dios: pues proceded así y seguid adelante» (1 Ts 4, 1). En efecto, la misión debe constituir para cada parroquia la ocasión oportuna de iniciar una nueva relación con la gente del territorio, a fin de ser más capaces de llegar a todos con la propuesta de la fe, de estar más dispuestos a las exigencias y expectativas, y más presentes en el entramado diario de cada uno. Así, la parroquia podrá ser más auténtica en su generoso compromiso apostólico y misionero en favor de cuantos viven fuera de ella.

5. Queridos misioneros y misioneras de Roma, hoy os digo a vosotros lo que escribí a los jóvenes el pasado 8 de septiembre, invitándolos a estar dispuestos a acoger y ayudar a todos los que quieren acercarse a la fe y a la Iglesia. ¡Qué no se pierda ninguno de los que el Padre pone en nuestro camino! (cf. Carta a los jóvenes de Roma, n. 9: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de septiembre de 1997, p. 2).

Os lo repito también a vosotros, sacerdotes y diáconos, para que reavivéis el don de Dios que está en vosotros por la imposición de las manos del obispo (cf. 2 Tm 1, 6). Con el amor y la preocupación del buen Pastor, id en búsqueda de cuantos se han alejado y esperan un gesto vuestro, una palabra vuestra, para poder redescubrir el amor de Dios y su perdón.

A vosotros, religiosos y religiosas, deseo indicaros que la misión es el terreno propicio para dar un testimonio fuerte de servicio gozoso al Evangelio. En particular, a las religiosas de vida contemplativa les pido que se sitúen en el corazón mismo de la misión con su constante oración de adoración y de contemplación del misterio de la cruz y de la resurrección.

A vosotros, queridos muchachos y muchachas, os digo una vez más: vuestra participación activa en la misión ciudadana es un don indispensable para la comunidad. Convertíos en protagonistas de la aventura más hermosa y entusiasmante, por la que vale la pena gastar la vida: la del anuncio de Cristo y de su Evangelio. Con vuestros dones y talentos, puestos a disposición del Señor, podéis y debéis contribuir a la obra de la salvación en nuestra amada ciudad.

Os renuevo la invitación también a vosotras, queridas familias cristianas, que poseéis el don de la fe y del amor; la invitación a vivir con empeño la llamada a la misión, ofreciendo vuestro servicio a las demás familias que viven en vuestro entorno, con amistad, solidaridad y valentía al proponer la verdad evangélica.

Os dirijo un saludo particular a vosotros, queridos enfermos, ancianos y personas solas. A vosotros se os ha confiado una tarea de gran importancia en la misión: ofrecer vuestras oraciones y vuestros sufrimientos diarios por el éxito de esta empresa apostólica, para que la gracia del Señor acompañe la visita de los misioneros a las familias, y abra y disponga a la conversión los corazones de quienes los acojan.

6. «Mirad que llegan días (...) en que cumpliré la promesa que hice» (Jr 33, 14). Mediante la acción del Espíritu, el Señor guía la historia de la salvación a lo largo de los siglos hasta su supremo cumplimiento.

 «Envía tu Espíritu, Señor, y renueva la faz de la tierra». Como enviaste tu Espíritu sobre María, Virgen del Adviento, envíalo también sobre nosotros. ¡Envía tu Espíritu, oh Señor, sobre la ciudad de Roma y renueva su faz! Envía tu Espíritu sobre todo el mundo, que se prepara para entrar en el tercer milenio de la era cristiana.

Ayúdanos a acoger, como María, el don de tu presencia divina y de tu protección. Ayúdanos a ser dóciles a las sugerencias del Espíritu, para que podamos anunciar con valentía y celo apostólico al Verbo, que se hizo carne y puso su morada entre nosotros: Jesucristo, Dios hecho hombre, que nos ha redimido con su muerte y resurrección. Amén.



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