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VIAJE APOSTÓLICO A CROACIA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA MISA DE BEATIFICACIÓN DEL CARDENAL STEPINAC


Sábado 3 de octubre de 1998

 

1. «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12, 24). Las palabras de Cristo, que acabamos de escuchar, nos introducen en el corazón mismo del misterio que estamos celebrando. En cierto modo, encierran todo el Evento pascual: nos orientan hacia la muerte del Redentor en la cruz, el Viernes santo, y, al mismo tiempo, nos remiten a la mañana de Pascua.

Hacemos referencia a ese misterio cada día durante la santa misa cuando, después de la consagración del pan y del vino, decimos: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!». El «grano de trigo que cae en tierra» es, ante todo, Cristo, que en el Calvario murió y fue sepultado para dar la vida a todos. Pero este misterio de muerte y de vida se realiza asimismo en las vicisitudes terrenas de los seguidores de Cristo: también para ellos ser arrojados a tierra para morir en ella sigue siendo la condición de toda auténtica fecundidad espiritual.

¿No fue éste el secreto de vuestro inolvidable y recordado arzobispo, el cardenal Alojzije Stepinac, al que hoy contemplamos en la gloria de los beatos? Participó de modo singular en el misterio pascual: como grano de trigo «cayó en tierra», en esta tierra de Croacia, y al morir dio fruto, mucho fruto. «El que odia su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna» (Jn 12, 25).

Las palabras de la segunda carta a los Corintios, que acabamos de proclamar, guardan íntima relación con el Evento que estamos celebrando. Escribe san Pablo: «Así como abundan en nosotros los sufrimientos de Cristo, igualmente abunda también por Cristo nuestra consolación» (2 Co 1, 5). Esta afirmación ¿no constituye un significativo comentario de las palabras de Cristo sobre el grano de trigo que muere? Los que participan abundantemente en los sufrimientos de Cristo, gracias a él experimentan también la íntima consolación que brota de los frutos que produce la cruz.

2. «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12, 24). Hoy nos sentimos llenos de alegría al dar juntos gracias a Dios por el nuevo fruto de santidad que la tierra croata da a la Iglesia en la persona del mártir Alojzije Stepinac, arzobispo de Zagreb y cardenal de la santa Iglesia romana.

A lo largo de los siglos han sido numerosos los mártires en estas regiones, comenzando desde los tiempos del Imperio romano con figuras como Venancio, Domnio, Anastasia, Quirino, Eusebio, Polión, Mauro y muchos otros. A ellos se suman, en los siglos sucesivos, Nicolás Tavelić y Marcos de Križevci, así como muchos confesores de la fe durante la dominación turca, hasta los de nuestros tiempos, entre los que destaca la luminosa personalidad del cardenal Stepinac.

Con su sacrificio, unido a los sufrimientos de Cristo, han dado un extraordinario testimonio que, con el paso del tiempo, no pierde nada de su elocuencia, sino que sigue irradiando luz e infundiendo esperanza. Junto a ellos, muchos otros pastores y simples fieles, hombres y mujeres, han confirmado también con la sangre su adhesión a Cristo. Forman parte de la multitud de los que, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en las manos, están ya ante el trono del Cordero (cf. Ap 7, 9).

El beato Alojzije Stepinac no derramó su sangre en el sentido estricto de la palabra. Su muerte se produjo a causa de los largos sufrimientos padecidos: los últimos quince años de su vida fueron una continua serie de vejaciones, en medio de las cuales expuso con valentía su vida para testimoniar el Evangelio y la unidad de la Iglesia. Para usar las palabras del Salmo, puso en manos de Dios su misma vida (cf. Sal 16, 5).

3. No ha pasado mucho tiempo desde la vida y muerte del cardenal Stepinac: apenas 38 años. Todos conocemos el marco de esta muerte. Muchos de los presentes pueden atestiguar por experiencia directa cuán abundantes fueron en esos años los sufrimientos de Cristo entre las poblaciones de Croacia y de otras muchas naciones del continente. Hoy, pensando en las palabras del Apóstol, de todo corazón queremos desear a cuantos habitan en estas tierras que, después de la tribulación, abunde en ellos la consolación de Cristo crucificado y resucitado.

Un motivo particular de consolación para todos nosotros es, ciertamente, la presente beatificación. Este acto solemne tiene lugar en el santuario nacional croata de Marija Bistrica, en el primer sábado del mes de octubre. Ante los ojos de la Virgen santísima un hijo ilustre de esta tierra bendita sube a la gloria de los altares, en el centenario de su nacimiento. Es un momento histórico en la vida de la Iglesia y de vuestra nación. El cardenal arzobispo de Zagreb, una de las figuras más destacadas de la Iglesia católica, después de sufrir en su cuerpo y en su espíritu las atrocidades del sistema comunista, ahora es entregado a la memoria de sus compatriotas con las brillantes insignias del martirio.

El Episcopado de vuestro país ha pedido que la beatificación del cardenal Stepinac tuviera lugar precisamente aquí, en el santuario de Marija Bistrica. Conozco por experiencia personal lo que significó para los polacos, en el período en que los comunistas detentaban el poder, el santuario de Jasna Góra, con el que guardó una relación muy especial el ministerio pastoral del siervo de Dios cardenal Stefan Wyszynski. No me sorprende que haya tenido un valor similar para vosotros el santuario en que nos encontramos ahora, o el de Solona, a donde acudiré mañana. Desde hace tiempo deseaba venir a visitar el santuario de Marija Bistrica. Por eso, acepté con gusto la invitación del Episcopado croata y realizo hoy, en este lugar significativo, el solemne acto de la beatificación.

Saludo cordialmente a los obispos croatas aquí reunidos, y en particular al querido cardenal Franjo Kuharia y al arzobispo de Zagreb y presidente de la Conferencia episcopal croata, mons. Josip Bozania. Mi saludo se extiende a los señores cardenales Sodano, Meisner, Puljia, Schönborn, Ambrozic y Korec, a los arzobispos y obispos que han venido, con esta ocasión, de diversos países. Asimismo, saludo con afecto a los sacerdotes, a los consagrados, a las consagradas y a todos los fieles laicos, así como a los representantes de las demás confesiones religiosas que se hallan presentes en esta celebración. Un cordial saludo dirijo, por último, al presidente de la República, al jefe del Gobierno y a las autoridades civiles y militares del país, que han querido honrarnos con su presencia.

4. «Si alguno me sirve, que me siga» (Jn 12, 26). El buen Pastor fue para el beato Stepinac el único Maestro: su ejemplo inspiró hasta el final su conducta, dando la vida por el rebaño que se le había encomendado en un período particularmente difícil de la historia.

En la persona del nuevo beato se sintetiza, por así decir, toda la tragedia que ha afectado a las poblaciones croatas y a Europa durante este siglo marcado por tres grandes males: el fascismo, el nazismo y el comunismo. Ahora se encuentra en el gozo del cielo, rodeado por todos los que, como él, han combatido el buen combate, templando su fe en el crisol del sufrimiento. Hoy lo contemplamos con confianza, invocando su intercesión.

A este respecto, son significativas las palabras que el nuevo beato pronunció en 1943, durante la segunda guerra mundial, cuando Europa se encontraba azotada por una violencia inaudita: «¿Qué sistema apoya la Iglesia católica hoy, mientras todo el mundo está luchando por un nuevo orden mundial? Nosotros, al condenar todas las injusticias, todas las matanzas de inocentes, todos los incendios de aldeas tranquilas, toda destrucción de los esfuerzos de los pobres, (...) respondemos así: la Iglesia apoya un sistema que tiene tantos años como los diez Mandamientos de Dios. Estamos a favor de un sistema que no ha sido escrito sobre tablas corruptibles, sino con el dedo del Dios vivo en las conciencias de los hombres» (Homilías, Discursos, Mensajes, Zagreb 1996, pp. 179-180).

5. «Padre, glorifica tu nombre» (Jn 12, 28). Con su itinerario humano y espiritual, el beato Alojzije Stepinac brindó a su pueblo una especie de brújula para orientarse. He aquí los puntos cardinales: la fe en Dios, el respeto al hombre, el amor a todos llevado hasta el perdón, y la unidad con la Iglesia, guiada por el Sucesor de Pedro. Él sabía muy bien que no se pueden hacer descuentos sobre la verdad, porque la verdad no es mercancía de cambio. Por eso, afrontó el sufrimiento antes que traicionar su conciencia y faltar a la palabra dada a Cristo y a la Iglesia.

En este valiente testimonio no estuvo solo. Le acompañaron otros intrépidos que, para conservar la unidad de la Iglesia y para defender su libertad, aceptaron pagar como él un gravoso tributo de cárcel, de malos tratos e incluso de sangre. A esa multitud de almas generosas —obispos, sacerdotes, consagrados, consagradas y fieles laicos — va hoy nuestra admiración y nuestra gratitud. Escuchemos su fuerte invitación al perdón y a la reconciliación. Perdonar y reconciliarse quiere decir purificar el recuerdo del odio, de los rencores, del deseo de venganza; quiere decir reconocer como hermano también a quien nos ha hecho algún mal; quiere decir no dejarse vencer por el mal, sino vencer el mal con el bien (cf. Rm 12, 21).

6. Te bendigo, «Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de toda consolación» (2 Co 1, 3) por este nuevo don de tu gracia.

Te bendigo, Hijo unigénito de Dios y Salvador del mundo, por tu cruz gloriosa, que en el arzobispo de Zagreb, el cardenal Alojzije Stepinac, obtuvo una espléndida victoria.

Te bendigo, Espíritu del Padre y del Hijo, Espíritu Paráclito, que sigues manifestando tu santidad en los hombres y que no cesas de hacer progresar la obra de la salvación.

Dios uno y trino, hoy te quiero dar gracias por la sólida fe de este pueblo tuyo, a pesar de las muchas adversidades que ha sufrido a lo largo de los siglos. Te quiero dar gracias por los innumerables mártires y confesores, hombres y mujeres de todas las edades, que han florecido en esta tierra bendita.

«Padre, glorifica tu nombre» (Jn 12, 28).

¡Alabados sean Jesús y María!

 



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