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SANTA MISA AL FINALIZAR LAS OBRAS DE RESTAURACIÓN
DE LA CAPILLA «REDEMPTORIS MATER»

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

 Domingo, 14 de noviembre de 1999

 

1. El ángel «me mostró la ciudad santa de Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, y tenía la gloria de Dios» (Ap 21, 10-11).

La página del libro del Apocalipsis que acabamos de escuchar nos invita a elevar nuestra mirada hacia la Jerusalén celestial, llena de luz, resplandeciente como una piedra preciosa, como jaspe cristalino. En las representaciones de esta capilla, que hoy inauguramos, se reflejan las visiones que san Juan tuvo en la isla de Patmos, donde se encontraba «por causa de la palabra de Dios y del testimonio de Jesús» (Ap 1, 9).

En la pared frontal destaca la imagen de la ciudad santa, rodeada de «una muralla grande y alta con doce puertas» (Ap 21, 12). Sobre ella resplandece la gloria de la Trinidad, que ilumina a la multitud de los beatos, situados más abajo, de tres en tres, como iconos vivos del gran misterio.

Recorriendo las otras paredes nuestra mirada puede contemplar, a través de imágenes y símbolos, una síntesis grandiosa de toda la «economía» de la salvación.

2. La imagen de la Redemptoris Mater, que resalta en la pared central, pone ante nuestros ojos el misterio del amor de Dios, que se hizo hombre para darnos a nosotros, seres humanos, la capacidad de convertirnos en hijos de Dios (cf. san Agustín, Sermo 128:  PL 39, 1997).

Ya en el umbral del tercer milenio, quisiera subrayar este mensaje de salvación y alegría, que Cristo, nacido de María, trajo a la humanidad.

Al contemplar la imagen de la Virgen Madre, resuena en nuestro corazón la invitación que hemos escuchado en la primera lectura, tomada del libro de Nehemías:  «No estéis tristes:  la alegría del Señor es vuestra fortaleza» (Ne 8, 10).

3. Me alegra consagrar el altar e inaugurar la capilla renovada, en cuyos mosaicos revive la riqueza de la tradición oriental, releída con la conciencia de quien conoce también la occidental. Aquí Oriente y Occidente, lejos de contraponerse entre sí, se intercambian los dones, con el propósito de expresar mejor las insondables riquezas de Cristo.

Doy las gracias a cuantos trabajaron con dedicación y amor en la realización de esta obra, que se propone como expresión de la teología que respira con dos pulmones y puede dar nueva vitalidad a la Iglesia del tercer milenio.

En particular, doy las gracias a los señores cardenales que han querido recordar con este don el 50° aniversario de mi ordenación sacerdotal. Es para mí motivo de alegría que este aniversario quede vinculado a la Redemptoris Mater, bajo cuya protección he vivido durante todos estos años mi servicio a la Iglesia y a cuya intercesión encomiendo el tiempo que el Señor quiera concederme todavía.

4. El pasaje evangélico que hemos escuchado nos ha llevado a la región de Cesarea de Filipo, donde Cristo planteó a sus discípulos esta pregunta crucial:  «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16, 15). Al recorrer el mensaje que se desarrolla en los mosaicos de las paredes, se puede leer la respuesta que la Iglesia sigue dando también hoy a la pregunta de su Señor. Se trata de la misma respuesta que dio Pedro aquel día:  «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16).

Con humilde confianza hagamos nuestra esa profesión de fe, conscientes de que no viene de «la carne ni de la sangre», sino del Padre «que está en los cielos» (cf. Mt 16, 17).

«Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo»; el mismo «ayer, hoy y siempre». Amén.

 



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