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MISA "IN CENA DOMINI"

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Basílica Vaticana
Jueves Santo, 20 de abril de 2000

 

1. "Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer" (Lc 22, 15).

Cristo da a conocer, con estas palabras, el significado profético de la cena pascual, que está a punto de celebrar con los discípulos en el Cenáculo de Jerusalén.

Con la primera lectura, tomada del libro del Éxodo, la liturgia ha puesto de relieve cómo la Pascua de Jesús se inscribe en el contexto de la Pascua de la antigua Alianza. Con ella, los israelitas conmemoraban la cena consumada por sus padres en el momento del éxodo de Egipto, de la liberación de la esclavitud. El texto sagrado prescribía que se untara con un poco de sangre del cordero las dos jambas y el dintel de las casas. Y añadía cómo había que comer el cordero: "Ceñidas vuestras cinturas, calzados vuestros pies, y el bastón en vuestra mano; (...) de prisa. (...) Yo pasaré esa noche por la tierra de Egipto y heriré a todos los primogénitos. (...) La sangre será vuestra señal en las casas donde moráis. Cuando yo vea la sangre pasaré de largo ante vosotros, y no habrá entre vosotros plaga exterminadora" (Ex 12, 11-13).

Con la sangre del cordero los hijos e hijas de Israel obtienen la liberación de la esclavitud de Egipto, bajo la guía de Moisés. El recuerdo de un acontecimiento tan extraordinario se convirtió en una ocasión de fiesta para el pueblo, agradecido al Señor por la libertad recuperada, don divino y compromiso humano siempre actual. "Este será un día memorable para vosotros, y lo celebraréis como fiesta en honor del Señor" (Ex 12, 14). ¡Es la Pascua del Señor! ¡La Pascua de la antigua Alianza!

2. "Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer" (Lc 22, 15). En el Cenáculo, Cristo, cumpliendo las prescripciones de la antigua Alianza, celebra la cena pascual con los Apóstoles, pero da a este rito un contenido nuevo. Hemos escuchado lo que dice de él san Pablo en la segunda lectura, tomada de la primera carta a los Corintios. En este texto, que se suele considerar como la más antigua descripción de la cena del Señor, se recuerda que Jesús, "la noche en que iban a entregarle, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: "Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía". Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: "Este cáliz es la nueva Alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que bebáis, en memoria mía". Por eso, cada que vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva" (1 Co 11, 23-26).

Con estas palabras solemnes se entrega, para todos los siglos, la memoria de la institución de la Eucaristía. Cada año, en este día, las recordamos volviendo espiritualmente al Cenáculo. Esta tarde las revivo con emoción particular, porque conservo en mis ojos y en mi corazón las imágenes del Cenáculo, donde tuve la alegría de celebrar la Eucaristía, con ocasión de mi reciente peregrinación jubilar a Tierra Santa. La emoción es más fuerte aún porque este es el año del jubileo bimilenario de la Encarnación. Desde esta perspectiva, la celebración que estamos viviendo adquiere una profundidad especial, pues en el Cenáculo Jesús infundió un nuevo contenido a las antiguas tradiciones y anticipó los acontecimientos del día siguiente, cuando su cuerpo, cuerpo inmaculado del Cordero de Dios, sería inmolado y su sangre sería derramada para la redención del mundo. La Encarnación se había realizado precisamente con vistas a este acontecimiento: ¡la Pascua de Cristo, la Pascua de la nueva Alianza!

3. "Cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva" (1 Co 11, 26). El Apóstol nos exhorta a hacer constantemente memoria de este misterio. Al mismo tiempo, nos invita a vivir diariamente nuestra misión de testigos y heraldos del amor del Crucificado, en espera de su vuelta gloriosa.

Pero ¿cómo hacer memoria de este acontecimiento salvífico? ¿Cómo vivir en espera de que Cristo vuelva? Antes de instituir el sacramento de su Cuerpo y su Sangre, Cristo, inclinado y arrodillado, como un esclavo, lava en el Cenáculo los pies a sus discípulos. Lo vemos de nuevo mientras realiza este gesto, que en la cultura judía es propio de los siervos y de las personas más humildes de la familia. Pedro, al inicio, se opone, pero el Maestro lo convence, y al final también él se deja lavar los pies, como los demás discípulos. Pero, inmediatamente después, vestido y sentado nuevamente a la mesa, Jesús explica el sentido de su gesto: "Vosotros me llamáis "el Maestro" y "el Señor", y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros" (Jn 13, 12-14). Estas palabras, que unen el misterio eucarístico al servicio del amor, pueden considerarse propedéuticas de la institución del sacerdocio ministerial.

Con la institución de la Eucaristía, Jesús comunica a los Apóstoles la participación ministerial en su sacerdocio, el sacerdocio de la Alianza nueva y eterna, en virtud de la cual él, y sólo él, es siempre y por doquier artífice y ministro de la Eucaristía. Los Apóstoles, a su vez, se convierten en ministros de este excelso misterio de la fe, destinado a perpetuarse hasta el fin del mundo. Se convierten, al mismo tiempo, en servidores de todos los que van a participar de este don y misterio tan grandes.

La Eucaristía, el supremo sacramento de la Iglesia, está unida al sacerdocio ministerial, que nació también en el Cenáculo, como don del gran amor de Jesús, que "sabiendo que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1).

La Eucaristía, el sacerdocio y el mandamiento nuevo del amor. ¡Este es el memorial vivo que contemplamos en el Jueves santo!

"Haced esto en memoria mía": ¡esta es la Pascua de la Iglesia, nuestra Pascua!

 



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