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CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL SUPERIOR GENERAL
DE LOS HERMANOS DE LAS ESCUELAS CRISTIANAS
EN EL III CENTENARIO DE LA FUNDACIÓN DEL INSTITUTO

 

 

Al querido Hermano
José Pablo Basterrechea.

Habéis tenido la delicada atención de comunicarme que los Hermanos de las Escuelas Cristianas van a celebrar estos días la apertura del III centenario de la fundación de su instituto, y que quieren al mismo tiempo reafirmar su fidelidad ferviente al Sucesor de Pedro, de acuerdo con las enseñanzas de su padre, San Juan Bautista de La Salle. ¿No pidió éste, efectivamente, a Dios en su testamento, que la sociedad fundada por él fuese siempre sinceramente sumisa al Papa y a la Iglesia romana?

El Papa quiere también, por su parte, compartir el gozo muy legítimo de todos los hermanos esparcidos por el mundo; con vosotros, contempla el pasado lleno de preciosas indicaciones para el presente y de alientos para el futuro.

Vuestro instituto, a lo largo de estos tres siglos, se ha extendido, en medio de duras pruebas y grandes dificultades, en el mundo entero, con una progresión que nadie ha podido detener, porque estaba animado, fecundado, sostenido por la gracia de Dios, a la que millares y millares de hermanos han respondido con dedicación y generosidad ejemplares. Los 101 hermanos que componían vuestra congregación religiosa en 1719, año de la muerte de vuestro santo fundador, se han convertido actualmente en cerca de 11.000; y las 23 casas de entonces han llegado a ser ahora más de 1.300. Estas cifras, tan significativas y elocuentes, son la prueba del dinamismo interior y de la vitalidad fecunda de una institución que era verdaderamente providencial para la época en que surgió y que conserva todavía su valor en el contexto de la Iglesia y de la sociedad contemporánea.

La figura y la personalidad de San Juan Bautista de La Salle han suscitado el respeto y la admiración de historiadores de todas las tendencias. Y nadie puede poner hoy en duda los méritos excepcionales de su obra en el plano histórico, social y civil. En un período en que, de hecho, no existía la enseñanza popular, Juan Bautista de La Salle fue el verdadero fundador de la escuela popular moderna, tanto de la escuela elemental, como del instituto para la formación de profesores, de la enseñanza secundaria profesional, de la creación de cursos nocturnos y dominicales para obreros y aprendices, del internado para quienes estaban condenados por los tribunales.

Pero en la raíz de estas ingeniosas creaciones de carácter sicológico y pedagógico, había en este Santo una visión "cristiana" que daba sentido pleno y global a los conceptos de "cultura" y de "educación". Para él, que estaba animado por la caridad de Cristo, la escuela no podía ser solamente el lugar donde fuera posible transmitir o imponer ideas, por muy útiles e interesantes que fuesen, sino que debía ser una verdadera comunidad de amor, en la que el joven alumno se considerase no como "un vaso que hay que llenar, sino como un alma que hay que formar". A fin de que la escuela pudiera conseguir tan noble objetivo, el Santo comprendió que eran necesarios los religiosos laicos, "maestros" debidamente formados y preparados, que él llamó "Hermanos de las Escuelas Cristianas". Hermanos, ante todo, entre sí, porque están unidos por el mismo ideal de consagración a Dios y dedicación a los jóvenes; hermanos con relación a sus alumnos, porque todos están unidos por el amor, que es el reflejo de su unión con Cristo y del amor que ellos sienten por El; hermanos, en fin, porque todos, profesores y alumnos, deben ser discípulos del único Maestro, Jesús (cf. Mt 23, 8-10).

En una época en que los niños de las familias pobres se veían abandonados a su propia suerte en las calles, fáciles víctimas por tanto del mal, el Santo afirmaba que el "fruto principal que se debe esperar de la Institución de las Escuelas Cristianas es el de prevenir estos desórdenes e impedir los consiguientes daños" (Reglas comunes, cap. 1, art. 6). En esa perspectiva, la escuela, para Juan Bautista, no podía tolerar profesores mediocres que pensaran sólo en su propio interés, sin gusto alguno por su labor, ni tampoco llenos únicamente de ciencia, pero que no fuesen santos. "Vuestro deber es elevaros todos los días a Dios por la oración, para aprender de El todo lo que debéis enseñarles —repetía con frecuencia a sus hijos espirituales—, y bajar luego enseguida hacia ellos, adaptándoos a su capacidad para instruirles sobre lo que Dios os habrá comunicado para ellos, tanto en la oración, como en los libros santos" (Meditación 198 para el tiempo de retiro). Gracias a este concepto de la escuela "cristiana", el alumno era estimulado y ayudado para descubrir un centro de unidad en medio de las diversas disciplinas escolares, a medida que las iba estudiando. Ese centro era Cristo, presentado a través de una catequesis continua y cotidiana.

Para vivir de modo auténtico y sincero esta visión de la escuela, el hermano, dedicando su vida a la tarea nobilísima y meritoria de la educación y de la formación de los jóvenes, sentirá la necesidad de la oración, de la vigilancia, del buen ejemplo; estará animado de un profundo espíritu de fe (cf. Reglas, cap. II); transformará su enseñanza en catequesis continua, es decir, en un camino de fe que realizará día tras día con sus alumnos, con la palabra y con el ejemplo de su vida; ejercerá su propio ministerio en la Iglesia, como afirmaba San Juan Bautista de La Salle: "Mirad vuestro trabajo como uno de los más considerables y excelentes de la Iglesia, porque es uno de los más capacitados para sostenerla, dándole un sólido fundamento, gracias a la educación cristiana de la juventud (Meditación 155, segundo punto). Un voto particular distinguirá también a los Hermanos de las Escuelas Cristianas: el de enseñar gratuitamente a los pobres.

Yo deseo, por tanto, que la celebración de vuestro tricentenario, queridísimos Hermanos de las Escuelas Cristianas, sea para vosotros una ocasión privilegiada para reflexionar sobre las exigencias de vuestra vocación.

La primera exigencia sigue siendo la de la fidelidad al carisma del fundador, cuya actualidad, modernismo y valor aparecen todavía más evidentes en este período en el que la escuela "católica" debe proclamar, reafirmar —y a veces incluso defender— su libertad, su dignidad, su finalidad, su función e incluso su supervivencia (cf. Gravissimum educationis, 8; Gaudium et spes, 61-62).

Fidelidad al carisma original significa fidelidad gozosa a la vocación religiosa, es decir, a la consagración incondicional y absoluta que hacéis de vosotros mismos a Dios, mediante los sagrados votos de pobreza, castidad y obediencia. El Hermano de las Escuelas Cristianas que ha respondido con generoso entusiasmo al llamamiento insistente de Jesús "Sígueme" (cf. Mt 8, 22; 19, 21; Lc 18, 22) sigue, cada día, a Cristo pobre, que no tiene dónde reclinar su cabeza (cf. Mt 8, 20; Lc 9, 58); a Cristo, que es el modelo de la consagración total al Reino de los cielos y que os invita a él (cf. Mt 19, 12); a Cristo obediente que, desde el primer momento de la Encarnación, proclama su adhesión total a la voluntad del Padre (cf. Heb 10, 9). Del santo fundador, el hermano imitará la vida de continua unión con Dios, su sentido profundo de la presencia de Dios ("recordémonos que estamos en la santa presencia de Dios"); su plena disponibilidad de cara a la acción de Dios; que cada religioso del instituto sepa repetir, día tras día, lo que Juan Bautista de La Salle susurraba en el momento de su muerte: "Yo adoro en todo la voluntad de Dios respecto a mí".

Toda la Iglesia, queridísimos hermanos, se asocia a vuestro gozo por el III centenario de vuestra fundación; agradece a la Santísima Trinidad el haberle dado, el haber dado al mundo, una familia de religiosos laicos que han trabajado tan eficazmente; os pide, y suplica a Dios que os lo permita, continuar, con renovado ardor y en plena comunión con los Pastores que Cristo ha puesto al frente de su grey, cumpliendo vuestra misión tan meritoria de educadores y de formadores de tantas generaciones de jóvenes que buscan la verdad y la alegría.

Haciendo votos y repitiendo a vuestro instituto mis sentimientos de estima y de afecto, invoco sobre él, por intercesión de la Santísima Virgen María y de San Juan Bautista de La Salle, la abundancia de dones de Jesucristo resucitado, e imparto de todo corazón a usted y a todos los Hermanos de las Escuelas Cristianas, a sus alumnos y familias, una especial bendición apostólica, en testimonio de mi continua benevolencia.

Vaticano, 13 de mayo de 1980.

 

JOANNES PAULUS PP.II

 

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