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CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL SR. DON JAVIER PÉREZ DE CUÉLLAR,
SECRETARIO GENERAL DE LAS NACIONES UNIDAS

 

El interés especial que tengo por el Líbano y las noticias alarmantes que no cesan de llegar de esta tierra ensangrentada me mueven, una vez más, a dirigirme a Vuestra Excelencia.

Tras tantos años de enfrentamientos que sólo han sembrado devastaciones, intolerancia y lutos, parece que son de temer sucesos todavía más trágicos.

Combates mortales, indecibles dramas humanos y llamamientos de socorro procedentes de todas las partes y de todas las comunidades, cada día reavivan el profundo dolor de mi corazón.

La población libanesa, tan probada por este largo estado de guerra, parece haber llegado al límite de lo soportable y nadie puede quedar insensible ante tanto sufrimiento y destrucción. No podemos quedarnos inertes ante el espectáculo sobrecogedor de familias obligadas a abandonar sus hogares y bienes, perseguidas y como a merced de todo tipo de represalias.

Lo que ocurre en el Sur del país —pienso en especial en las poblaciones cristianas y en los riesgos sufridos por cuantos han encontrado refugio en Jezzine—, los bombardeos ciegos que caen sobre Beirut y la anarquía que se apodera poco a poco de todos los sectores de la vida social hacen pensar que tal situación, si se prolonga, puede ser fatal para la supervivencia de este país.

En este contexto no se puede menos de compartir los temores de los mismos libaneses —cristianos y musulmanes— de que se alargue el foso entre las diferentes comunidades, se exacerben los extremismos y, por último, desaparezca toda identidad nacional.

Convencido de que esta perspectiva no es inevitable, conociendo la voluntad de vivir de los libaneses y confiando en la solidaridad de muchos hombres de buena voluntad, sigo sin ahorrar esfuerzo apelando a la conciencia de las naciones y de sus responsables para que el Líbano vuelva a ser él mismo. Por mi parte se trata de un afán que se desprende con evidencia de mi misión de Pastor, preocupado en primer lugar por muchos hijos suyos, presa de grandísimas calamidades y que con frecuencia tienen el presentimiento de no ser bien conocidos y de estar olvidados. Después, se trata de un deber de fidelidad a Aquel que proclamó para todos los hombres la bienaventuranza de la paz y desea por este medio ayudar a un discernimiento capaz de mover a cuantos tienen algún poder de decisión —en el Líbano y en otras partes— a afanarse concretamente por desterrar enemistades, miedos y violencias.

La Organización de las Naciones Unidas, por su dimensión y responsabilidades internacionales, parece una tribuna especialmente adecuada para hacer resonar un llamamiento que en cierta manera es la voz de todos los libaneses tentados de desesperación: No abandonéis al Líbano, ayudad a su pueblo a poner las bases de un diálogo inteligente para edificar un país nuevo de verdad.

Señor Secretario general: tengo confianza de que la Organización de las Naciones Unidas sabrá acoger hasta en sus instancias más altas el paso que doy y poner por obra todas sus posibilidades para coordinar las acciones concretas y urgentes que impone una coyuntura tan compleja. Además, no dudo de que esa Organización no vacilará en reforzar su participación en la instauración de la paz en el mismo terreno, por medio del aumento de las tuerzas que mantiene en el Líbano desde hace años y que asumen una misión sumamente importante.

Tengo esperanza de que comunicando al Secretario general de la Organización de las Naciones Unidas estas reflexiones y aspiraciones, ello tendrá gran eco y así se estimulará la buena voluntad de cuantos en la sociedad de naciones siguen creyendo en los valores representados por el Líbano y desean de verdad que se ponga término a esta larga agonía. Y por añadidura, se dará confianza y valor a muchos libaneses que aspiran a que llegue a su país y a todo Oriente Medio una coexistencia fundada en la comprensión mutua de las comunidades y pueblos de la región.

Contando con su influencia y autoridad moral, reciba, Señor Secretario general, la expresión reiterada de mis sentimientos de alta consideración.

Vaticano, 7 de mayo de 1985.

JUAN PABLO II


*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n. 28, p.4.



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