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CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR ALEXANDER BORG OLIVIER,
PRESIDENTE DE LA SOCIEDAD DE LA IGLESIA DE LA SAGRADA FAMILIA*

 

Al embajador Alexander Borg Olivier,
presidente de la Sociedad de la Iglesia de la Sagrada Familia,
de la Comunidad de las Naciones Unidas
.

Al publicar la carta encíclica Centesimus annus con ocasión de cumplirse el centenario de la Rerum novarum, que es con razón el documento social más famoso del Papa León XIII, mi intención no fue sólo la de conmemorar un momento importante del pasado de la reflexión de la Iglesia sobre la cuestión social, sino también la de referirme a la actual situación mundial. La Centesimus annus quiere ser una invitación «a "mirar alrededor", a "las cosas nuevas" que nos rodean y en las que, por así decirlo, nos hallamos inmersos», de manera que los hombres y las mujeres de buena voluntad puedan dar un nuevo impulso al «gran movimiento para la defensa de la persona humana y para la tutela de su dignidad, lo cual, en las alternantes vicisitudes de la historia, ha contribuido a construir una sociedad más justa o, al menos, a poner barreras y límites a la injusticia»(Centesimus annus, 3).

Las esperanzas y expectativas del presente merecen nuestra mayor atención con el fin de asegurar que los líderes en el campo económico, político, cultural y religioso no desperdicien las posibilidades históricas que se presentan ante la familia humana. Esta es la razón de mi gran interés en vuestro seminario y de mi apoyo a esa valiosa iniciativa emprendida por la Misión permanente de la Santa Sede, así como por la Sociedad de la Iglesia de la Sagrada Familia, de la Comunidad de las Naciones Unidas. Le agradezco, señor embajador, que presida este encuentro, y saludo a todos los que participan en él. Saludo particularmente al secretario general de las Naciones Unidas, doctor Javier Pérez de Cuellar, y a los distinguidos representantes de los diversos países presentes en ese acto. Pido a Dios que vuestra reflexión os confirme ulteriormente en vuestro ya profundo compromiso en favor de la consolidación de la justicia y la paz en el mundo.

Las transformaciones de los últimos meses han reducido las tensiones ideológicas que habían caracterizado la vida internacional durante muchas décadas. Pero esta nueva situación no debe hacernos perder de vista el gran problema de la injusticia y el sufrimiento humano que sigue afectando a millones de seres humanos. Hay muchas situaciones trágicas que requieren una respuesta inmediata y más generosa por parte de la comunidad internacional. Además, la naturaleza cada vez más planetaria del proceso productivo y económico, en constante aumento, significa que la lucha por el desarrollo y la justicia ha de tener en cuenta necesariamente la interdependencia de los pueblos y las naciones. Es sumamente necesaria una sensibilidad y solidaridad global hacia los pueblos pobres del mundo. Si la familia humana no aprende, como una totalidad, a abrir el camino de la cooperación y la solidaridad, y no procura ayudar a todos a compartir los beneficios del progreso, surgirá ante nosotros una nueva era de fragmentación y conflictos endémicos. El desafío consiste en «encuadrar los intereses particulares en una visión coherente del bien común» (n. 47).

Ahora que estáis reunidos con el propósito de reflexionar sobre la Centesimus annus, abrigo la esperanza de que os convenzáis cada vez más de que no se puede servir al bien común, si no se presta una atención apropiada a la dimensión ética y moral de las cuestiones económicas, sociales y políticas. El intento de organizar la sociedad en un vacío moral es una pretensión falsa y nociva, porque la libertad esta relacionada intrínsecamente con la responsabilidad, y las decisiones acerca de la política pública suponen una responsabilidad, no sólo ante la opinión publica, sino principalmente ante la verdad objetiva sobre la naturaleza del hombre y el orden de la sociedad humana.

Al afrontar los desafíos de la hora presente, los cristianos están llamados a dar una contribución esencial. La misión espiritual y humanitaria de la Iglesia los compromete en el corazón mismo de la lucha en favor del desarrollo y el progreso humano. La Centesimus annus no deja lugar a dudas sobre la disponibilidad de la Iglesia para desempeñar su papel en la construcción de un futuro mejor para la familia humana: «A quienes hoy día buscan una nueva y auténtica teoría y praxis de liberación, la Iglesia ofrece no sólo la doctrina social y, en general, sus enseñanzas sobre la persona redimida por Cristo, sino también su compromiso concreto de ayuda para combatir la marginación y el sufrimiento» (n. 26). Tal como escribí en la conclusión de la encíclica: «También en el tercer milenio la Iglesia será fiel en asumir el camino del hombre, consciente de que no peregrina sola, sino con Cristo, su Señor. Es él quien ha asumido el camino del hombre y lo guía, incluso cuando este no se da cuenta» (n. 62).

Albergo la viva esperanza de que cuantos participan en el seminario encuentren aliento e inspiración para promover una acción cuyos resultados mejoren y enriquezcan la aplicación de la doctrina social de la Iglesia a las realidades económicas y sociales. Las verdades y los valores del Evangelio, en los que se funda esa doctrina, robustecen el armazón de la sociedad humana y dan a su actividad cotidiana un significado más profundo y una mayor importancia (cfr. Gaudium et spes, 40). Por eso, elevo mi corazón en oración al Señor de la historia, pidiéndole que lo bendiga a usted, señor embajador, y a todos los que participan en dicho seminario. Que su luz y guía os acompañe siempre.

Vaticano, 8 de octubre de 1991.

JUAN PABLO II


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n. 48, p.6.



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