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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LAS RELIGIOSAS DE LA CRUZ DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
CON MOTIVO DEL CENTENARIO DE SU FUNDACIÓN

 

Queridas hermanas:

Me es grato enviar un cordial saludo y unirme espiritualmente a todas vosotras, Religiosas de la Cruz del Sagrado Corazón de Jesús, que con profunda gratitud al Señor celebráis el primer centenario de fundación de vuestro instituto. Asimismo, os aliento a proseguir con renovado espíritu el camino emprendido, siguiendo las huellas de vuestra fundadora, la sierva de Dios Concepción Cabrera de Armida, la cual, sintiéndose llamada a participar en la misión redentora de Jesucristo, sacerdote y víctima, por medio del apostolado de la cruz, fue el instrumento elegido por la divina Providencia para suscitar en la Iglesia una nueva familia religiosa que vive esta espiritualidad a través del sacerdocio bautismal.

A este respecto, vosotras, siguiendo el ejemplo de Conchita —nombre familiar de la sierva de Dios— y dóciles a los dones del Espíritu Santo, debéis imitar a Jesús en su amor obediente al Padre y en su amor humilde a los hombres, en pureza, santidad de vida y sacrificio, y ofreceros, con María y como María, por la salvación de todos los hombres, especialmente por la santificación de los sacerdotes.

Modelo perfecto de esta transformación y seguimiento del Señor, y de total entrega a los demás, es la Virgen María. Ella fue dócil a la palabra de Dios y nos enseña a todos a ser también dóciles a su divino Hijo Jesús, que es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6). Por eso, exhorto a todas a ser siempre cooperadoras de la misión salvífica del Redentor y expresión de su misericordia, haciendo de la entrega personal una constante manifestación del amor infinito del Señor, que os ha llamado a servir a los hermanos, particularmente los sacerdotes, desde la inmolación que lleváis a cabo día a día, en adoración continua a la santísima Eucaristía y con la que queréis uniros al sacrificio de la cruz, pues estáis dispuestas a abrazarla hasta dar la propia vida como la mayor prueba de amor (cf. Jn 15, 13). Esto queda reflejado en la insignia que lleváis sobre vuestro pecho, expresión de la inmolación personal de Conchita, que os ayuda a exclamar como ella: «¡Jesús, Salvador de los hombres, sálvalos, sálvalos! », y a renovar con las mismas palabras de Jesús vuestra entrega al Padre: «Por ellos me consagro» (Jn 17, 19).

La adoración eucarística fortalece la vida cristiana y muy particularmente la vida consagrada, pues —como enseña el Catecismo de la Iglesia católica—, «por la profundización de la fe en la presencia real de Cristo en su Eucaristía, la Iglesia tomó conciencia del sentido de la adoración silenciosa del Señor presente bajo las especies eucarísticas» (n. 1379). En efecto, los fieles cristianos, respondiendo a la petición del Señor: «Quedaos y velad conmigo» (Mt 26, 38), encuentran también en la adoración la fuerza, el consuelo, la firme esperanza y la ardiente caridad que vienen de la presencia misteriosa y oculta, pero real, del Señor, que prometió estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo (cf. Mt 28, 20).

La Eucaristía es el memorial de la entrega que el Padre hizo de su divino Hijo a los hombres. Por eso, la Eucaristía celebrada, recibida, adorada y vivida, es el acto de amor más perfecto del hombre a Dios, como correspondencia a la más alta manifestación del amor divino. Os aliento, pues, a perseverar en vuestra vida de adoración continua, presentando ante Jesucristo los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo (cf. Gaudium et spes, 1). Gracias a Cristo todo es redimido y recupera un nuevo rostro.

Os invito igualmente a venerar e imitar a san José, modelo de estrecha unión con Jesús y María, y de ofrenda constante a la voluntad y designio del Padre. Por su singular colaboración en el misterio de la Encarnación, le confío este centenario, para que sea un momento de gracia particular, que obtenga abundantes frutos espirituales y apostólicos para vuestro instituto y para todas las Obras de la cruz que os acompañan en esta gozosa fiesta.

Con estos fervientes deseos y como signo de la benevolencia de Dios, Padre amoroso de los hombres, os encomiendo también de modo especial a la materna protección de Nuestra Señora de Guadalupe, ante cuya imagen se conmemora este centenario, a la vez que os imparto a todas la implorada bendición apostólica, extensiva a los bienhechores y a cuantos participan en tan solemne celebración jubilar.

Vaticano, 25 de marzo de 1997

JOANNES PAULUS PP. II

 



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