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MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II
PARA LA CUARESMA DE 1992

“Llamados a compartir la mesa de la creación”

 

Queridos hermanos y hermanas:

La creación es para todos. Sí: al acercarse el tiempo de Cuaresma, tiempo en que el Señor Jesucristo nos hace un especial llamado a la conversión, quiero dirigirme a cada uno de vosotros para invitaros a reflexionar sobre esta verdad y a realizar obras concretas que manifiesten la sinceridad del corazón.

Este mismo Señor, cuya máxima prueba de amor celebramos en la Pascua, estaba con el Padre desde el principio preparando la maravillosa mesa de la creación a la cual quiso invitar a todos sin excepción (cf. Jn 1, 3). La Iglesia ha comprendido esta verdad manifestada desde los comienzos de la Revelación y la ha asumido como un ideal de vida propuesto a los hombres (cf. Act 2, 44-45; 4, 32-35). En tiempos más recientes ha predicado una y otra vez, como un tema central de su Magisterio social, el destino universal de los bienes de la creación, tanto materiales como espirituales. Asumiendo esa larga tradición, la Encíclica Centesimus annus, publicada con ocasión del centenario de la Rerum novarum de mi predecesor León XIII, ha querido promover la reflexión sobre este destino universal de los bienes, que es anterior a cualquier forma concreta de propiedad privada y debe iluminar su verdadero sentido.

Sin embargo, es doloroso constatar cómo, a pesar de que estas verdades, claramente formuladas, hayan sido tantas veces repetidas, la tierra con todos sus bienes –que hemos comparado con un gran banquete al cual han sido invitados todos los hombres y mujeres que han existido y que existirán– en muchos aspectos, está todavía, por desgracia, en manos de unas minorías. Los bienes de la tierra son maravillosos, tanto aquellos que nos vienen directamente de la generosa mano del Creador, como los que son el fruto de la acción del hombre, llamado a colaborar en esa creación con su ingenio y su trabajo. Mas aún, la participación en esos bienes es necesaria para que cada ser humano pueda llegar a su plenitud. Por ello resulta aún más doloroso constatar cuántos millones quedan excluidos de la mesa de la creación.

Por eso, os invito de manera especial a centrar vuestra atención en este año conmemorativo del quinto centenario de la Evangelización del continente americano, que en modo alguno ha de limitarse a un mero recuerdo histórico. Nuestra visión del pasado tiene que ser completada por una mirada a nuestro alrededor y hacia el futuro (cf. Centesimus annus, 3), tratando de discernir la misteriosa presencia de Dios en la historia, desde la cual nos interpela y nos llama a darle respuestas concretas. Cinco siglos de presencia del Evangelio en aquel Continente no han logrado aún una equitativa distribución de los bienes de la tierra; y ello es particularmente doloroso cuando se piensa en los más pobres entre los pobres: los grupos indígenas y junto con ellos muchos campesinos, heridos en su dignidad por ser mantenidos incluso al margen del ejercicio de los más elementales derechos, que también forman parte de los bienes destinados a todos. La situación de estos hermanos nuestros clama la justicia del Señor. Por consiguiente, se ha de promover una generosa y audaz reforma de las estructuras económicas y de las políticas agrarias, que aseguren el bienestar y las condiciones necesarias para un legítimo ejercicio de los derechos humanos de los grupos indígenas y de las grandes masas de campesinos que con tanta frecuencia se han visto injustamente tratados.

Para éstos y para todos los desposeídos del mundo –pues todos somos hijos de Dios, hermanos unos de otros y destinatarios de los bienes de la creación– debemos esforzarnos con todo empeño y sin dilaciones para que ocupen el puesto que les corresponde en la mesa común de la creación. En el tiempo de Cuaresma y también durante las campañas de solidaridad –campañas de Adviento y semanas en favor de los más desposeídos– la conciencia clara de que la voluntad del Creador es poner los bienes de la creación al servicio de todos, debe inspirar el trabajo por una auténtica promoción integral de todo el hombre y de todos los hombres.

En actitud orante y comprometida hemos de escuchar atentamente aquellas palabras: «Mira que estoy a la puerta y llamo» (Ap 3, 20). Sí, es el mismo Señor quien llama dulcemente al corazón de cada uno, sin forzarnos, esperando pacientemente que le abramos la puerta para que Él pueda entrar y sentarse a la mesa con nosotros. Pero, además, nunca debemos olvidar que –según el mensaje central del Evangelio– Jesús llama desde cada hermano, y nuestra respuesta personal servirá de criterio para ponernos a Su derecha con los bienaventurados, o a Su izquierda con los desdichados: « Tuve hambre... tuve sed... era forastero... estaba desnudo... enfermo... en la cárcel» (cf. Mt 25, 34 ss.).

Pidiendo fervientemente al Señor que ilumine los esfuerzos de todos en favor de los más pobres y necesitados, os bendigo de todo corazón, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Vaticano, 29 de junio de 1991

JUAN PABLO II



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