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MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II
PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES 1990

 

Queridísimos hermanos y hermanas:

El Domingo mundial de las misiones (Domund) tiene lugar este año en coincidencia con la Asamblea general del Sínodo de los obispos sobre el tema de la formación de los sacerdotes en el mundo actual. Es evidente para todos la importancia de este tema para toda la Iglesia y para su misión evangelizadora.

Evangelizar es la razón de ser de la Iglesia, y si ésta es su misión específica, todos sus miembros deben tener viva conciencia de la propia responsabilidad en cuanto a la difusión del Evangelio.

La misión de anunciar el Evangelio, en comunión con el Sucesor de Pedro y bajo su autoridad, corresponde en primer lugar al Colegio de los obispos, con la colaboración eminente de los sacerdotes, los cuales "ejercitando... el oficio de Cristo, Pastor y Cabeza, congregan la familia de Dios", al mismo tiempo que "en la porción de la grey del Señor a ellos confiada hacen visible la Iglesia universal" (cf. Lumen gentium, 28).

El don espiritual de la sagrada ordenación "les dispone para una misión... amplísima y universal de salvación 'hasta los últimos confines de la tierra', pues todo ministerio sacerdotal participa de la misma dimensión universal de la misión confiada por Cristo a los Apóstoles" (Presbyterorum ordinis, 10). Así, pues, todos los sacerdotes "han de estar profundamente persuadidos de que su vida ha sido consagrada también para el servicio de las misiones" (Ad gentes, 39): todo sacerdote es misionero por su naturaleza y vocación. Como escribí en 1979, en la primera carta con ocasión del Jueves Santo, "la vocación pastoral de los sacerdotes es grande, y el Concilio enseña que es universal: está dirigida a toda la Iglesia y, en consecuencia, es también misionera". Asimismo, en el discurso a los miembros de la Congregación para la evangelización de los pueblos, en abril de 1989, tras recordar que "todo sacerdote es propiamente misionero para el mundo", invité a todos los sacerdotes de la Iglesia a "ofrecerse al Espíritu Santo y al obispo para ir, como enviados a predicar el Evangelio más allá de los confines de su país".

En este mensaje quiero destacar otro aspecto de la misión actual que toca de cerca a las Iglesias jóvenes y a las de larga tradición: la evangelización de los no-cristianos que viven en el área de una diócesis o de una parroquia es un deber primario del respectivo pastor. Por eso, los sacerdotes se han de esforzar personalmente, asociando también a los fieles, por predicar el Evangelio a aquellos que no forman parte todavía de la comunidad eclesial.

Los sacerdotes, en su mayor parte, viven la dimensión misionera en una Iglesia particular, bien ocupándose de las situaciones misioneras en ella existentes, bien educando y estimulando a sus comunidades a participar en la misión universal de la Iglesia.

La educación de los futuros sacerdotes en el espíritu misionero debe ser tal que el sacerdote se sienta y actúe, allí donde se encuentre, como un párroco del mundo, al servicio de toda la Iglesia misionera. El es el animador nato y el primer responsable del despertar de la conciencia misionera de los fieles.

Una vez más el decreto Ad gentes (cf. n. 39) —es grato recordarlo en el vigésimo quinto aniversario de su promulgación— indica claramente a los sacerdotes lo que deben hacer para suscitar en los fieles el amor por las misiones: susciten y mantengan entre los fieles el mayor celo por la evangelización del mundo; inculquen en las familias cristianas la necesidad y el honor de cultivar las vocaciones misioneras entre los propios hijos e hijas; fomenten el fervor misionero en los jóvenes, para que surjan de entre ellos futuros mensajeros del Evangelio; enseñen a todos a rezar por las misiones y pidan también su generosa ayuda económica de dinero y medios, haciéndose casi mendicantes por la salvación de las almas.

Ciertamente, para demostrar tal corazón y llevar a cabo tan amplia actividad pastoral, se necesita una sólida formación misionera que se deberá impartir en primer lugar en el seminario durante los años de preparación de los futuros sacerdotes. Es importante que la misionología ocupe un espacio destacado en el programa de estudios de la teología. Los sacerdotes así preparados podrán formar a su vez a las comunidades cristianas para su auténtico empeño misionero. Y es de desear asimismo que, como miembros de un único presbiterio con su obispo, tengan oportunas reuniones de reflexión misionera, congresos, retiros y jornadas de espiritualidad de enfoque misionero.

Además de las iniciativas que los obispos han de adoptar para la formación permanente de sus sacerdotes, hay que tener bien presente que a todos los cristianos se ofrecen eficaces y experimentados cauces de animación misionera a través de la Unión misional del clero, de los religiosos y religiosas, y a través de las Obras misionales pontificias de la propagación de la fe, de san Pedro Apóstol y de la santa infancia. Cada una de estas Obras tiene un campo de acción propio para la cooperación misionera, y todas ellas trabajan para lograr que los fieles participen activamente en tal cooperación.

Vuelvo a recomendar vivamente, siguiendo a mis predecesores, la Pontificia unión misional, fundada por el venerable Pablo Manna, como medio de testimoniar y amar a las misiones. Confirmo pues —y el próximo Sínodo de los obispos me ofrece la oportunidad— lo que el Papa Pablo VI, de venerada memoria, escribió en la carta apostólica Graves et increscentes en septiembre de 1976: "Hay que considerar a la Unión misional como 'el alma' de las Obras misionales pontificias... ayudándolas para que sean a su vez escuela de formación misionera, se las reconozca y ayude en sus iniciativas y finalidad".

El Domingo mundial de las misiones debe ser para todos una importante cita anual, en primer lugar para las Obras misionales, instrumento predilecto del Sucesor de Pedro y del Cuerpo episcopal para la difusión del Evangelio.

Y hago notar asimismo que este "Domund" surgió de una petición hecha por la Obra pontificia de la propagación de la fe acogida por el Papa Pío XI en 1926. En esta Obra convergen las ofrendas de los fieles que se recaudan ese día en el mundo, y del fondo de estas ofrendas las Iglesias jóvenes reciben la ayuda fundamental para sus actividades: desde la formación de los seminaristas hasta los catequistas, desde la construcción de las iglesias y seminarios hasta el pan cotidiano para los misioneros.

Son inmensas, en realidad, las necesidades que los misioneros tienen que atender; por eso se pide a los que pueden ayudarles una aportación generosa y constante. ¿Cómo no responder con prontitud y entusiasmo su llamada, que refleja la fuerza juvenil de la Iglesia? Entre las formas de solidaridad humana, la caridad misionera se caracteriza por una estimulante carga de esperanza: la misión es el futuro de la Iglesia.

Envío este mensaje en la solemne festividad de Pentecostés, cuando con la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles la Iglesia comenzó a realizar su misión. Esta actividad evangelizadora continúa desde hace ya dos mil años entre alternas vicisitudes de éxitos y dificultades, de acogida y de rechazo; pero el anuncio misionero se realiza siempre con el poder del Espíritu Santo, que es el protagonista de la evangelización (cf. Evangelii nuntiandi, 75).

En las visitas pastorales a las Iglesias jóvenes, que estoy haciendo desde que comencé mi servicio de Pastor universal, he podido constatar las maravillas que la fe en Cristo y la potencia del Espíritu operan en las comunidades que han surgido con la evangelización de los misioneros, confirmada también a veces con el testimonio del martirio. También en los países africanos que visité en enero de este año me impresionó esta vitalidad de la fe cristiana, al mismo tiempo que las situaciones de su extrema pobreza. Me siento por eso en el deber de renovar una llamada a los países de la abundancia y a los organismos internacionales para que, con su generosa solidaridad, socorran a estos países y a tantas poblaciones del continente africano en sus crecientes necesidades.

La marcha misionera de la Iglesia, en los umbrales de su tercer milenio, aun en medio de las aludidas pruebas y tribulaciones, se presenta llena de esperanza. Ante el "nuevo Adviento misionero" que la Iglesia espera, es necesario confirmar y precisar las líneas fundamentales de la acción misionera e incrementar en todos un espíritu apostólico más consciente e intenso.

Exhorto a todos a pedir con insistencia al Dueño de la mies que envíe operarios a anunciar la Buena Nueva de la salvación en Cristo. Dirijo especialmente esta invitación a los jóvenes, para que se muestren abiertos a la vocación misionera y se hagan mensajeros del Evangelio.

Mi reflexión conclusiva se hace contemplación y plegaria a María Santísima. A Ella, Reina de las misiones, me dirijo con este anhelo suplicante: María, que en las bodas de Cana solicitó y obtuvo el primer milagro de su Hijo; María, que estuvo a su lado cuando se ofrecía en la cruz por nuestra salvación; María, que, en compañía de los discípulos en el Cenáculo, esperó en concorde oración la efusión del Espíritu; María, que acompañó desde el principio a los misioneros en su heroica andadura, impulse ahora y siempre a todos sus hijos e hijas a imitarla en la solicitud y solidaridad con los misioneros de nuestro tiempo.

En nombre de esta Madre amantísima, os envío a todos, hermanos y hermanas, la confortadora bendición apostólica.

Vaticano, 3 de junio, solemnidad de Pentecostés, del año 1990, duodécimo de Pontificado.

JUAN PABLO PP. II



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