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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES 1997

 

«El Espíritu del Señor está sobre mí (...); me ha enviado a anunciar a los pobres la buena nueva» (Lc 4, 18). «También a otras ciudades tengo que anunciar la buena nueva del reino de Dios, porque a esto he sido enviado» (Lc 4, 43).

1. Queridísimos hermanos y hermanas, la Jornada mundial de las misiones constituye una celebración importante en la vida de la Iglesia. Se puede decir que su importancia aumenta a medida que nos acercamos al umbral del año 2000. La Iglesia, consciente de que, fuera de Cristo, «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4, 12), hace suyas, hoy más que nunca, las palabras del Apóstol: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Co 9, 16).

En esta perspectiva, considero oportuno, por tanto, llamar la atención sobre algunos puntos fundamentales de la buena nueva, que la Iglesia está llamada a proclamar y a llevar a las gentes en el nuevo milenio.

2. Jesucristo, el enviado del Padre, el primer misionero, es el único Salvador del mundo. Él es el camino, la verdad y la vida: lo es hoy, como lo era ayer, y como lo será mañana, hasta el fin de los tiempos, cuando todas las cosas se recapitularán para siempre en él. La salvación que ha traído Jesús penetra en las profundidades más íntimas de la persona, liberándola del dominio del maligno, del pecado y de la muerte eterna. De forma positiva, la salvación es adviento de la vida nueva en Cristo. Es don gratuito de Dios que solicita la libre adhesión del hombre, pues es preciso conquistarla, día tras día, «con la fatiga y el sufrimiento» (Evangelii nuntiandi, 10). Es necesaria, por tanto, nuestra personal e incansable colaboración, acogiendo con voluntad dócil el proyecto de Dios. Así se llega a la meta segura y definitiva que Cristo nos obtuvo con su cruz. No hay liberación alternativa con que poder alcanzar la verdadera paz y la alegría, que sólo puede brotar del encuentro con el Dios-Verdad: «Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8, 32).

Este es, en resumen, el gozoso anuncio que Cristo vino a traer a los pobres, a los prisioneros de tantas esclavitudes de este mundo, a los afligidos de todo tiempo y latitud, a todos los hombres, pues la salvación está destinada a cada uno de los hombres y cada uno en la tierra tiene derecho a llegar a conocerla: está en juego su destino eterno. San Pablo recuerda: «Todo el que invoque el nombre del Señor se salvará» (Rm 10, 13).

3. Pero ningún hombre podrá invocar nunca a Jesús, creer en él, si antes no ha oído hablar de él, es decir, si antes no se le ha dado a conocer ese nombre (cf. Rm 10, 14-15). De ahí el mandato supremo del Maestro a los suyos antes de volver al Padre: «Id (...), haced discípulos» (Mt 28, 19); «Predicad (...); el que crea y sea bautizado, se salvará» (Mc 16, 16). De ahí la consigna que él dio a la Iglesia, enviada a prolongar en el curso del tiempo su obra, como «sacramento universal» de salvación (Lumen gentium, 48) y «canal del don de la gracia» (Evangelii nuntiandi,  14) para toda la humanidad.

De aquí deriva «el privilegio» y al mismo tiempo «la gravísima obligación» (cf. Mensaje para la Jornada mundial de las misiones de 1996) que, precisamente en virtud de la fe recibida, incumbe a todos los que han sido incorporados a la Iglesia: «privilegio », «gracia» y «obligación» de participar en el esfuerzo global de la evangelización.

Ante los muchos que, aun siendo amados por el Padre (cf. Redemptoris missio, 3), no han recibido todavía la buena nueva de la salvación, el cristiano no puede menos de experimentar en su conciencia el ansia que estremeció al apóstol Pablo, y le hizo exclamar: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Co 9, 16). En efecto, en cierta medida, cada uno es responsable personalmente ante Dios de la «fe malograda» de millones de hombres.

4. La magnitud de la empresa y el constatar la insuficiencia de las propias fuerzas puede, a veces, inducir al desaliento, pero no hemos de tener miedo: no estamos solos. El Señor mismo nos ha asegurado: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20); «No os dejaré huérfanos» (Jn 14, 18); «Os enviaré el Consolador» (Jn 16, 7).

Debe animarnos, especialmente en los momentos de oscuridad y de prueba, pensar que, por muy laudables e indispensables que sean los esfuerzos del hombre, la misión sigue siendo siempre, principalmente, obra de Dios, obra del Espíritu Santo, el Consolador, que es su indiscutible «protagonista» (cf. Redemptoris missio, 21). Se realiza en el Espíritu; es «envío en el Espíritu» (ib., 22). En efecto, gracias a la acción del Espíritu, el Evangelio realiza «esta obra en el espíritu del hombre y en la historia del mundo» (Dominum et vivificantem, 42).

Todo cristiano, precisamente por la unción recibida en el bautismo y en la confirmación, puede, más aún, debe aplicarse a sí mismo las palabras del Señor, creyendo firmemente que también en él está el Espíritu Santo, el cual le envía a proclamar la buena nueva y coopera con su ayuda en toda iniciativa de apostolado.

5. Una respuesta ejemplar a la llamada universal a la responsabilidad en la obra misionera la dio en su tiempo santa Teresa del Niño Jesús, de cuya muerte este año conmemoramos el centenario. La vida y la enseñanza de Teresa corroboran el vínculo estrechísimo que existe entre misión y contemplación. En efecto, no puede haber misión sin una intensa vida de oración y de profunda comunión con el Señor y con su sacrificio en la cruz.

Estar sentados a los pies del Maestro (cf. Lc 10, 39) constituye sin duda el inicio de toda actividad auténticamente apostólica. Este es el punto de partida, pero queda por recorrer luego un largo camino, que tiene sus etapas obligadas en el sacrificio y en la cruz. El encuentro con el Cristo vivo es también encuentro con el Cristo sediento, con ese Cristo que, clavado en la cruz, grita a través de los siglos su sed ardiente de almas que salvar (cf. Jn 19, 28).

Y para saciar la sed del Dios Amor, y al mismo tiempo nuestra sed, no hay otro medio que amar y dejarse amar. Amar, asimilando profundamente el ardiente deseo de Cristo de «que todos los hombres se salven» (1 Tm 2, 4); dejarse amar, permitiéndole servirse de nosotros según «sus caminos, que no son nuestros caminos» (cf. Is 55, 8), para lograr que todos los hombres, bajo todo cielo, puedan a su vez conocerlo y alcanzar la salvación.

6. Ciertamente, no todos están llamados a ir a las misiones: «Se es misionero ante todo por lo que se es (...), antes de serlo por lo que se dice o se hace» (Redemptoris missio, 23). Lo importante no es el dónde sino el cómo. Podemos ser auténticos apóstoles, y del modo más fecundo, también entre las paredes del hogar, en el puesto de trabajo, en un lecho de hospital, en la clausura de un convento... Lo que cuenta es que el corazón arda con esa caridad divina, la única que puede transformar en luz, fuego y nueva vida para todo el Cuerpo místico, hasta los confines de la tierra, no sólo los sufrimientos físicos y morales, sino también la fatiga misma de la vida diaria.

7. Queridísimos hermanos y hermanas, deseo de corazón que, en el umbral del nuevo milenio, la Iglesia entera experimente un nuevo impulso de compromiso misionero. Ojalá que cada bautizado haga suyo y trate de vivir lo mejor posible, de acuerdo con su situación personal, el programa de la santa patrona de las misiones: «En el corazón de la Iglesia, mi madre, seré el amor (...): así seré ¡todo!».

María, Madre y Reina de los apóstoles que, junto con los discípulos, esperó en oración en el cenáculo la efusión del Espíritu y acompañó desde el inicio el camino heroico de los misioneros, impulse hoy a los creyentes a imitarla en la solicitud apremiante y solidaria por el vasto campo de la actividad misionera.

Con estos sentimientos, a la vez que aliento toda iniciativa de cooperación misionera en el mundo, bendigo de corazón a todos.

Vaticano, 18 de mayo de 1997, solemnidad de Pentecostés.

JUAN PABLO PP. II



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