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MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II
PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES 1988

 

Queridísimos hermanos y hermanas:

Al dirigiros este Mensaje para la próxima Jornada Misionera mundial cuando está para terminar el Año Mariano que proclamé como preparación al Jubileo del año 2000, exhorto a todos los miembros del Pueblo de Dios a reflexionar sobre un aspecto particular de la evangelización: la presencia de María en la misión universal de la Iglesia.

Esta misión consiste en proclamar la Buena Nueva de la salvación, que se obtiene mediante la fe en Cristo según el mandato que el mismo Señor resucitado dio a los Apóstoles: "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes" (Mt 28, 19); "el que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará" (Mc 16, 16).

1. María, Estrella de la evangelización y Madre de todos los pueblos

María, la Madre de Jesús, fue la primera que creyó en su Hijo, y, por su fe, fue proclamada bienaventurada (cf. Lc 1, 45). Su vida fue un camino y peregrinación de fe en Cristo, en la que María precedió a los discípulos y precede siempre a la Iglesia (cf. Redemptoris Mater, 6; 26).

Por eso, María está presente dondequiera que la Iglesia lleva a cabo la actividad misionera entre los pueblos: presente como Madre que coopera a la regeneración y formación de los fieles (cf. Lumen gentium, 63); presente como "Estrella de la evangelización", en palabras de mi predecesor Pablo VI (cf. Evangelii nuntiandi, 82), para guiar y consolar a los heraldos del Evangelio y sostener en la fe a las nuevas comunidades cristianas que surgen del anuncio misionero por la potencia de la Palabra y la gracia del Espíritu Santo.

La presencia e influencia de la Madre de Jesús han acompañado siempre la actividad misionera de la Iglesia. Los heraldos del Evangelio, al presentar el misterio de Cristo y las verdades de la fe a los pueblos no cristianos, han ilustrado también la persona y la función de María que, "por su íntima participación en la historia de la salvación, reúne en sí, y refleja en cierto modo, las supremas verdades de la fe", y "cuándo es anunciada y venerada atrae a los creyentes a su Hijo, a su sacrificio y al amor del Padre" (Lumen gentium, 65). Y cada uno de los pueblos, al acoger a María como Madre, enriquece el culto y la devoción a Ella con nuevos títulos y expresiones que responden a las propias necesidades y a la propia alma religiosa. Muchas de estas comunidades cristianas, fruto de la obra evangelizadora de la Iglesia, han encontrado en el amor filial a la Madre de Jesús el auxilio y consuelo para perseverar en la fe durante los períodos de prueba y persecuciones.

2. María, modelo de consagración a la misión

La Iglesia, en su vocación y solicitud evangelizadora, toma ejemplo y estímulo de María, la primera evangelizada (cf. Lc 1, 26-38) y la primera evangelizadora (cf. Lc 1, 39-56). Fue Ella la que acogió con fe la Buena Nueva de la salvación, transformándola en anuncio, canto, profecía. Fue Ella la que dio a todos los hombres la mejor consigna espiritual a ellos confiada: "Haced lo que él (Jesús) os diga" (Jn 2, 5). En la escuela de María, la Iglesia aprende a consagrarse a la misión.

La conciencia de que más de dos tercios de la humanidad ignoran o no comparten todavía la fe en Cristo redentor apremia a la Iglesia a preparar incesantemente nuevas generaciones de apóstoles, a intensificar la oración y el ahínco para que en toda comunidad cristiana surjan cada vez más abundantes vocaciones misioneras.

Si es verdad, como dice el Concilio, que a todo discípulo de Cristo ha sido encomendada la difusión de la fe según las propias posibilidades, a esto se consagran sobre todo aquellos a quienes el Señor, por medio del Espíritu Santo, llama mediante la vocación misionera, suscitando en el seno de la Iglesia las instituciones que asumen, como deber especifico, el cometido del primer anuncio del Evangelio (cf. Ad gentes, 23).

Es motivo de consuelo, esperanza y acción de gracias al Señor el hecho de que se multipliquen los servicios misioneros de las Iglesias particulares mediante el envío de sacerdotes diocesanos —los tan beneméritos Fidei donum—, de laicos y de voluntarios, tanto para ayudar a las Iglesias hermanas más necesitadas, como para llevar el primer anuncio del Evangelio y la solidaridad de la caridad a los pueblos y grupos humanos no cristianos.

Y es sobre todo consolador observar que, junto a las Iglesias de antigua fundación, las Iglesias jóvenes de África, de Asia y de América Latina participan cada vez más en la misión universal. El envío de misioneros ad gentes por parte de estas comunidades eclesiales, en fase de desarrollo todavía, es prueba del auténtico espíritu católico y misionero que debe animar a las nuevas Iglesias, "enviando también ellas misioneros que anuncien el Evangelio por toda la tierra, aunque sufran escasez de clero" (Ad gentes, 20).

Los heraldos del Evangelio, con frecuencia ignorados, olvidados o perseguidos, que gastan la vida en las avanzadas misioneras de la Iglesia, tienen un modelo perfecto de consagración y fidelidad en María, que "se consagró plenamente como esclava del Señor a la persona y a la obra de su Hijo" (Lumen gentium, 56).

Así, pues, con ocasión de la Jornada Misionera mundial, rindo cordial homenaje al empeño generoso y a veces, aun en nuestros días, heroico hasta el martirio, de los misioneros y misioneras esparcidos en todos los continentes, y hago llegar a ellos y a todas las familias religiosas y seculares, de varones y de mujeres, dedicados a la misión, como componente fundamental de su consagración, un afectuoso saludo y un ferviente estímulo en nombre de toda la Iglesia, exhortándoles a no desanimarse ante las dificultades de su apostolado, a confiar en María y a seguir sus huellas.

A todos vosotros, misioneros y misioneras, que trabajáis por extender la maternidad de la Iglesia con la fundación y formación de nuevas comunidades cristianas, renuevo de corazón la exhortación que hice a los sacerdotes en mi Carta con ocasión del Jueves Santo de este Año Mariano: "Es preciso, pues, que cada uno de nosotros 'la reciba en su casa', así como la recibió el Apóstol Juan en el Gólgota... como Madre y mediadora de aquel 'gran misterio' (cf. Ef 5, 32), que todos deseamos servir con nuestra vida" (In Cenaculum nos hodie, 4).

3. Cómo preparar el nuevo Adviento misionero con María

Disponiéndose a celebrar el Jubileo del año 2000 e iniciar el tercer milenario de la fe cristiana con la esperanza y el afán de un nuevo Adviento, la Iglesia se propone renovar e incrementar su impulso misionero, para hacer llegar más eficazmente el anuncio del Evangelio, a los pueblos que no lo han recibido o acogido todavía. A María, que preparó la primera venida del, Señor, confío esta esperanza: que; con su mediación maternal obtenga para todo el Pueblo de Dios uno conciencia cada vez más viva y operante de la propia responsabilidad para instaurar el reino de Dios mediante la evangelización misionera.

Me dirijo sobre todo, a los Pastores, de las Iglesias particulares, a los sacerdotes, sus colaboradores, y a todos los agentes de pastoral: educad a los fieles que os han sido confiados —con la palabra, la catequesis y el ejemplo— en un espíritu auténticamente misionero, para que "como miembros de Cristo, sean conscientes de su responsabilidad en favor de todos los hombres" (Ad gentes, 21). Guiad a las comunidades cristianas a que den testimonio de madurez y vitalidad de su fe y comunión eclesial, abriéndose a la misión universal de la Iglesia con la oración, la promoción de vocaciones misioneras, la solidaridad y coparticipación de los bienes, tanto espirituales como materiales, con los más pobres en el mundo. Las familias, sobre todo, tomen conciencia de su deber de dar "una contribución particular a la causa misionera de la Iglesia, cultivando la vocación misionera en sus propios hijos e hijas" (Familiaris consortio, 54).

Hablando de la animación misionera de las comunidades cristianas, hemos de hacer mención necesariamente de las Obras Misionales Pontificias, que se destacan en la Iglesia por su espíritu emprendedor y perseverante en suscitar la cooperación misionera con iniciativas múltiples y apropiadas de animación, información y formación a un espíritu auténticamente universal y misionero. Puesto que cuidan del vastísimo campo de la caridad y de las ayudas materiales, invito a todos a contribuir generosamente al mantenimiento de los seminaristas, a la formación de los laicos, especialmente de los catequistas, a la construcción de iglesias, escuelas, hospitales y obras sociales.

Pero, la función primaria de estas Obras es la animación misionera, comenzando por la primera —la Propagación de la Fe— que tiene como función principal la educación, la información y la sensibilización misionera.

Todas, además, se interesan por promover las vocaciones para la Iglesia misionera. Este cometido, de importancia fundamental para la eficacia de la misión ad gentes, está confiado especialmente a la Obra Pontificia de San Pedro Apóstol para las vocaciones sacerdotales y religiosas en las Iglesias jóvenes, y a la Pontificia Unión Misional de los Sacerdotes, Religiosos y Religiosas, que se ocupa de formar el espíritu misionero de aquellos que ejercen en la Iglesia la función de Pastores, animadores y agentes de pastoral. La Obra Pontificia de la Santa Infancia, por su parte, provee a la educación y animación misionera de los niños, desde la infancia.

Volviendo a la idea inspiradora de este Mensaje, no puedo dejar de subrayar una vez más que todos los que en la iglesia promueven y viven la animación misionera y vocacional tienen en María una Madre y un modelo que inspira y sostiene su esfuerzo. En efecto, como hice notar al principio, podemos llamar justamente a María "la primera misionera", porque fue la Madre de Jesús, el Enviado del Padre, el primero y mayor evangelizador, uniéndose y colaborando a su misión con afecto materno. En la escuela de esta Madre, todos los hijos e hijas de la Iglesia aprenden el espíritu misionero que debe animar su vida cristiana y su celo apostólico.

No puedo terminar este Mensaje sin abrir mi corazón especialmente a vosotros, los jóvenes, que sois el signo de la vitalidad y la gran esperanza de la Iglesia. El futuro de la misión y de las vocaciones misioneras depende de la generosidad de vuestra respuesta a la llamada de Dios, a su invitación a consagrar la vida al anuncio del Evangelio. Aprended también vosotros de María a decir el "sí" de la adhesión plena, gozosa y fiel a la voluntad del Padre y a su designio de amor.

La Santísima Virgen, a la que invocamos Madre de la Iglesia y de toda la humanidad, interceda ante su Hijo para que un nuevo espíritu de Pentecostés anime a todos aquellos que, con el bautismo, han recibido el don inestimable de la fe. María los haga cada vez más conscientes de su responsabilidad misionera, para que, con su perseverancia y generosidad, el Evangelio se anuncie a todos los pueblos, y la fe en Cristo lleve luz y salvación al mundo entero.

Imparto de corazón a todos la bendición apostólica, prenda de copiosos favores celestiales.

Vaticano, 22 de mayo de 1988, solemnidad de Pentecostés, X año de nuestro pontificado.

 

JUAN PABLO PP. II



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