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MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II
PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES 19
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XXV aniversario de la Encíclica Fidei donum de Pío XII

 

Venerados hermanos y queridísimos hijos e hijas de la Iglesia:

Próxima ya la Jornada mundial de las Misiones, deseo haceros llegar, como todos los años, un Mensaje personal que os ayude a una común reflexión sobre la dimensión misionera, que pertenece a la esencia misma de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo y Pueblo de Dios, y también sobre la consiguiente activa corresponsabilidad, que a todos atañe, para hacer que el Evangelio de Jesús sea predicado y recibido en todo el mundo.

Mi mensaje toma ocasión, este año, de un evento altamente significativo: el XXV aniversario de la Encíclica Fidei donum de mi venerado predecesor Pío XII (cf. AAS 49, 1957, 225-248). Con dicha Encíclica se inició en la pastoral misionera un nuevo e importante rumbo al que luego el Concilio Vaticano II dio las orientaciones con las que la Iglesia, consciente de su naturaleza y misión intrínseca y atenta siempre a captar los signos de los tiempos, continúa hoy su camino de servicio al hombre para conducirlo a la salvación descubriéndole "las insondables riquezas de Cristo" (Ef 3, 8).

El importante documento, aún centrando su atención específica en África, dio orientaciones claras aplicables a la actividad misionera de la Iglesia en todos los continentes de la tierra, y su original aportación fue asumida; como se sabe, especialmente por el Decreto conciliar Ad gentes, y recientemente también en las "Notae directivae" Postquam Apostoli de la Sagrada Congregación para el Clero (cf. AAS 72, 1980, 343-364).

1. Los obispos, responsables de la evangelización del mundo

La Encíclica Fidei donum recordó en primer lugar solemnemente el principio de la corresponsabilidad de los obispos, en cuanto miembros del Colegio Episcopal, en la evangelización del mundo.

Cristo, en efecto, les confió y confía como a sucesores de los Apóstoles, antes que a ningún otro, el mandato común de proclamar y propagar la Buena Nueva hasta los confines de la tierra. Los obispos, por lo tanto, al mismo tiempo que Pastores de porciones determinadas del rebaño, son y se deben sentir solidariamente responsables, en unión con el Vicario de Cristo, de la marcha y del deber misionero de toda la Iglesia. Se deben mostrar pues activamente solícitos "hacia aquellas regiones del mundo en donde no ha sido anunciada todavía la Palabra de Dios, o en donde, debido principalmente al escaso número de sacar dotes, los fieles se encuentran en peligro de alejarse de la práctica de la vida cristiana y aun de perder la fe misma" (Christus Dominus, 6).

Insisto hoy, una vez más, en este principio basilar, tratado a fondo por el Concilio (cf. Lumen gentium, 23-24; Ad gentes, 38), para poner en evidencia su actualidad y para exhortar a todos mis venerados hermanos en el Episcopado a que tomen cada vez más conciencia de ésta su altísima responsabilidad, recordando que "han sido consagrados no solo para una diócesis determinada, sino para la salvación de todo el mundo" (Ad gentes, 38).

Este principio aparecerá todavía más claro si tenemos presentes las mutuas y estrechas relaciones entre las Iglesias particulares y la Iglesia universal. Efectivamente, si en cada Iglesia particular, que tiene a su obispo como quicio y fundamento, "se encuentra y opera verdaderamente la Iglesia de Cristo, que es una, santa, católica y apostólica (Christus Dominus, 11), se deduce que la Iglesia particular, en su ambiente concreto, debe promover toda la actividad que es común a la Iglesia universal (cf. Postquam Apostoli, 13-14: l. c., págs. (352-354).

Todas las diócesis deben tomar cada vez más plena conciencia de esta dimensión universal, descubrir o renovar su propia naturaleza misionera, "ensanchando los espacios de la caridad hasta los últimos confines de la tierra, demostrando por los que están lejos la misma solicitud que sienten por sus propios miembros" (Ad gentes, 37).

Por eso cada uno de los obispos, cabeza y guía de la Iglesia local, deberá trabajar con todas sus energías en este sentido, es decir, deberá hacer todo lo posible para dar un vigoroso impulso misionero a su diócesis. Al obispo corresponde sobre todo suscitar en los fieles una mentalidad católica, abierta a las necesidades de la Iglesia universal, sensibilizando al Pueblo de Dios acerca del imprescindible deber de la cooperación en sus diversas formas. A él corresponde promover las oportunas iniciativas de apoyo y ayuda espiritual y material a las misiones, potenciando las estructuras existentes y suscitando otras; y asimismo, fomentar muy especialmente las vocaciones sacerdotales y religiosas, ayudando al mismo tiempo a los presbíteros a adquirir conciencia de la dimensión típicamente apostólica del ministerio sacerdotal (cf. Ad gentes, 38).

2. La falta de apóstoles, apremio prioritario de la misión

Una forma concreta de cooperación, de la que podrán echar mano los obispos para responder a su corresponsabilidad en la obra de evangelización, es el envío de sacerdotes diocesanos a las misiones, pues uno de los apremios más fuertes de muchas Iglesias es actualmente la falta inquietante de apóstoles y de servidores del Evangelio

Esta es la gran novedad a la que la Fidei donum ha legado su nombre. La novedad de haber superado la dimensión territorial del servicio sacerdotal para ponerlo a disposición de toda la Iglesia, como lo hace notar el Concilio: "El don espiritual que los presbíteros recibieron en la ordenación no los prepara a una misión limitada y restringida, sino a la misión amplísima y universal de salvación hasta los últimos confines de la tierra (Act 1, 8), pues todo ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los Apóstoles " (Presbyterorum ordinis, 10).

Por ser la falta de "operarios de la viña del Señor" uno de los mayores obstáculos para la difusión del mensaje de Cristo, aprovecho esta ocasión para exhortar a todos los obispos, en su trabajo de ayuda y promoción de las obras de evangelización, a que envíen generosamente sacerdotes de sus diócesis a las regiones que más urgentemente los necesitan, aun en el caso de que dichas diócesis no abunden en clero. "No se trata —recordaba Pío XII citando a San Pablo— de reduciros a la penuria para socorrer a los demás, sino de aplicar el principio de igualdad (2 Cor 8, 13). Estas diócesis tan probadas no sean sordas, sin embargo, al llamamiento de las misiones lejanas. El óbolo de la viuda fue citado como ejemplo por Nuestro Señor, y la generosidad de una diócesis pobre para con otras más pobres no podría empobrecerla. Dios no se deja ganar en generosidad" (Fidei donum, l. c., pág. 244; cf. también Postquan Apostoli, n. 10: l. c., pág. 350).

Pero la Fidei donum, además de a los sacerdotes, se dirigía también a los laicos, y la prestación de éstos junto a los sacerdotes y religiosos en las misiones es hoy más preciosa e indispensable que nunca (cf. Ad gentes, 41). Esto ha conducido a la experiencia del fenómeno típico de nuestro tiempo llamado Voluntariado cristiano internacional, que quiero recomendar vivamente (cf. Discurso a la Federación de los Organismos cristianos de servicio internacional voluntario, 23 de enero de 1981).

3. Desarrollo de la conciencia misionera en las Iglesias locales

Estas nuevas formas de cooperación y la vibrante llamada al principio de la corresponsabilidad del Colegio Episcopal en la evangelización del mundo contribuyeron indiscutiblemente a impulsar la renovación misionera de la Iglesia, a la que sirvió de base también esta afirmación de largo alcance y visión de Pío XII: "Si en otros tiempos la vida de la Iglesia, en su aspecto visible, desplegaba su fuerza preferentemente en Europa, desde donde se extendía... hacia lo que podía llamarse la periferia del mundo, hoy se presenta como un intercambio de vida y de energía entre todos los miembros del Cuerpo místico de Cristo" (Fidei donum, l. c., pág. 235).

Se ha ido arraigando cada vez más profundamente la idea fundamental, ampliamente adoptada y reafirmada por el Concilio, del deber imprescindible de toda Iglesia local de colaborar directamente, según las propias posibilidades, en la obra de la evangelización. Esto ha conducido a una seria toma de conciencia misionera por parte de las Iglesias particulares, a las que se solicitó insistentemente a superar la mentalidad y la práctica de "delegación" que había caracterizado antes en gran parte su actitud respecto del deber misionero.

Estas Iglesias se han transformado progresivamente en sujetos primarios de misionariedad (cf. Ad gentes, 20), responsables por sí mismas de la misión (cf. ib., 36-37), como lo he constatado personalmente durante mis viajes a África, América Latina y Asia.

Además, al acentuar su función de "sujeto de misionariedad", las Iglesias particulares se han sentido movidas a relacionarse con las Iglesias hermanas esparcidas por el mundo mediante la comunión-cooperación, "hoy tan necesarias para proseguir la obra de la evangelización" (ib., 38) y al mismo tiempo una de las realidades más actuales de la misión, a través de un intercambio de valores y experiencias con el que cada una de las Iglesias podrá beneficiarse de los dones que el Espíritu del Señor distribuye por doquier (cf. ib., 20).

No debe haber, pues, en las Iglesias particulares ningún hermetismo, aislamiento o repliegue egoísta en el ámbito exclusivo y limitado de los propios problemas; de lo contrario el impulso vital perdería su fuerza y conduciría inevitablemente a un pernicioso empobrecimiento de toda la vida espiritual (cf. Evangelii nuntiandi, 64; Postquam Apostoli, l4: l. c., pág. 353).

4. La cooperación misionera, recíproco intercambio de energías y experiencias

Aparece así el concepto nuevo de cooperación, entendida, no ya en "sentido único" como ayuda dada por las Iglesias de antigua fundación a las Iglesias más jóvenes, sino como intercambio recíproco y fecundo de energías y de bienes, en el ámbito de una comunión fraternal de Iglesias hermanas, superando el dualismo "Iglesias ricas" - "Iglesias pobres", como su hubiera dos categorías distintas: Iglesias que "dan" e Iglesias que "reciben" solamente. Existe en realidad una verdadera reciprocidad, pues la pobreza de una Iglesia que recibe ayuda, hace más rica a la Iglesia que se desprende donando.

La misión pasa a ser, pues, no sólo ayuda generosa de Iglesias "ricas" a Iglesias "pobres", sino gracia para cada Iglesia, condición de renovación, ley fundamental de vida (cf. Ad gentes, 37; Postquam Apostoli, 14-15: l. c., pág. 353 s.).

Hay que precisar en todo caso que la llamada hecha a las Iglesias particulares para que enviaran sacerdotes y laicos no quería significar la superación de las formas y fuerzas tradicionales de cooperación misionera, que continúan sobrellevando el peso mayor de la evangelización. Era una novedad introducida no a título de sustitución o de alternativa, sino de complementariedad como riqueza nueva, suscitada por el Espíritu, agregada a las fuerzas tradicionales.

Después de una trayectoria de 25 años de estas experiencias, que han alcanzado notable consistencia y solidez, se comienzan a advertir sin embargo algunos signos de fatiga, debido en parte a la disminución de las vocaciones, y en parte también a la urgencia de hacer frente a la crisis en que se debaten muchas comunidades cristianas de antigua tradición. Ante el fenómeno de la descristianización, puede surgir la tentación de replegarse en sí mismos, de cerrarse en los propios problemas, de reducir el impulso misionero a la propia esfera interior.

Es, pues, necesario un nuevo y vigoroso impulso misionero, enraizado en la más profunda motivación que la Iglesia ha recibido directamente del divino Maestro (cf. Evangelii nuntiandi, 50), animado de firme esperanza y sostenido por la activa solidaridad de las Iglesias particulares y de todos los cristianos.

5. Función prioritaria de las Obras Misionales Pontificias

Para realizar este nuevo y vigoroso impulso misionero, factor indispensable para la misma vida y crecimiento de las Iglesias locales y de toda la Iglesia, recomiendo finalmente el recurso a las Obras Misionales Pontificias como instrumento insustituible de la cooperación misionera tan ardientemente recomendado por mis predecesores, a las cuales "se debe reservar el primer puesto" siempre y por doquier, como declara el Decreto Ad gentes (n. 18), potenciándolas y desarrollándolas oportunamente en todas las diócesis.

La Jornada mundial de las Misiones nos hace pensar especialmente en la Obra Pontificia de la Propagación de la Fe, a la que corresponde el mérito de haber propuesto a Su Santidad el Papa Pío XI, en 1926, la feliz iniciativa de proclamar la Jornada anual de ayuda a la actividad misionera de la Iglesia, y se encarga de promover y organizar dicha Jornada con la colaboración de las otras Obras Pontificias y bajo la dirección de los respectivos obispos.

Dese también el debido impulso a la Unión Misional del Clero, a la que compete principalmente animar y sensibilizar a todos los sectores del Pueblo de Dios acerca del apremio del problema misionero, mediante la red capilar de los sacerdotes, religiosos y religiosas.

Del adecuado desarrollo de esta Asociación dependerá en gran parte el grado de "misionariedad" de la entera Iglesia local, y especialmente la sensibilidad misionera de los sacerdotes, a quienes la Unión se dirige primeramente, de modo que éstos, mediante una toma de conciencia cada vez más vital y profunda de la apostolicidad intrínseca de su sacerdocio, se sientan movidos justamente a superar, espiritual y materialmente, los confines de la propia diócesis, y presten su servicio también a las Iglesias más lejanas de la tierra en las que sean más apremiantes las invocaciones de ayuda.

Antes de terminar este mensaje, quiero manifestar mi profunda gratitud a todos aquellos —obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos— que, muchas veces a costa de indecibles fatigas y sacrificios, gastan sus mejores energías, su vida misma, "en primera línea", y también "en retaguardia", para propagar el anuncio de la salvación hasta los confines del mundo, a fin de que todos conozcan y glorifiquen a Cristo Redentor.

A todos, venerables hermanos y queridísimos hijos e hijas de la Iglesia, imparto de corazón mi paternal bendición apostólica, prenda de copiosos favores celestiales y signo de mi constante benevolencia.

Vaticano, 30 de mayo, solemnidad de Pentecostés del año 1982, IV de mi pontificado.

 

JUAN PABLO PP. II

 



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