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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN LOS CONGRESOS INTERNACIONALES
XI MARIOLÓGICO Y XVIII MARIANO

 

Señor Obispo de Huelva y Obispo coadjutor,
venerables Hermanos en el Episcopado,
queridos Sacerdotes, Religiosos, Religiosas,
amadísimos hijos en Cristo:

Es para mí motivo de viva satisfacción unirme espiritualmente en la alabanza a Dios con cuantos –estudiosos, peregrinos y fieles en general– os habéis congregado estos días en Huelva, en torno a María, Estrella de la Evangelización, para participar en los Congresos Internacionales XI Mariológico y XVIII Mariano. Un saludo entrañable quiero dirigir asimismo a todos los hijos de la noble Nación española, y en particular de Andalucía, donde el amor y la devoción a la Madre de Cristo arraigaron tan hondamente que con razón se gloría en llamarse la tierra de María Santísima.

1. Se han celebrado estos Congresos en feliz coincidencia con la conmemoración del V Centenario del descubrimiento y la evangelización de América, gesta en la que tan destacada participación tuvieron los hombres de esa tierra onubense. No podemos olvidar el papel que desempeñaron los frailes franciscanos del cenobio de La Rábida quienes, acogiendo a Colón, dieron un considerable apoyo a la realización de su proyecto descubridor. Por otra parte, los marinos intrépidos de Palos de la Frontera, de Huelva, de Moguer, de Lepe que “en el nombre de Dios y de Santa María” partieron del puerto de Palos, fueron protagonistas de aquella gran epopeya que llegaría a cambiar la configuración del mundo conocido y que, a la vez, abrió espacios insospechados a la expansión del mensaje cristiano.

Uno de los rasgos más peculiares de la evangelización de América fue, sin duda, su acusado carácter mariano. En efecto, el Evangelio fue anunciado a los hombres y mujeres del continente americano “presentando a la Virgen María como su realización más alta” (Puebla, 282). Y la fe mariana de los misioneros españoles cristalizó bien pronto en aquellas tierras, hasta el punto de que, como se ha dicho con toda razón, la identidad histórica y cultural de los pueblos hispanoamericanos “se simboliza muy luminosamente en el rostro mestizo de María de Guadalupe que se yergue al inicio de la Evangelización” (ib. 446).

2. Pero la conmemoración de esta empresa evangelizadora sin par no puede limitarse a ensalzar solamente un pasado glorioso. Ha de ser también forja del presente y proyección hacia el futuro. En efecto, la Evangelización es “la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda” (Evangelii nuntiandi, 14).

Nacida de la misión del Hijo y de la venida del Espíritu, la Iglesia es misionera por naturaleza. Existe y ha sido enviada para prolongar en el tiempo y en el espacio la obra evangelizadora de Cristo, Sol de justicia y Luz verdadera de todos los pueblos. Por eso, haciendo suyas las palabras del Apóstol, proclama a través de los siglos la urgencia de hacer llegar la Buena Nueva a toda criatura: “Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria, es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!” (1Co 9, 16). La Iglesia ve, por consiguiente, esta conmemoración jubilar como “llamamiento a un nuevo esfuerzo creador en su evangelización” (Misa para la evangelización de los pueblos, n. 6, Santo Domingo, 11 de octubre de 1984), como impulso para “una evangelización nueva: nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión” (Alocución en Santo Domingo, I, n.1, 12 de octubre de 1984).

Este llamamiento a una Nueva Evangelización no obedece, sin embargo, a algo meramente circunstancial. Su motivación más profunda radica en el ser mismo de la Iglesia, que “existe para evangelizar”, por ser depositaria de una Buena Nueva de salvación destinada a ser oída por todos los hombres, por cada uno en su propia lengua (cf Hch 2, 11). Desde sus comienzos y hasta el fin de su peregrinación terrestre, la Iglesia siempre ha tenido y tiene su razón de existir en la evangelización. Pero las características de la nueva era histórica que se abre ante nosotros demandan de la Iglesia un renovado esfuerzo evangelizador para responder a los desafíos que el mundo de hoy presenta a la difusión del mensaje cristiano.

Si dirigimos nuestra mirada a Hispanoamérica, tan vinculada a la acción apostólica de los misioneros españoles, se advierte en nuestros días la necesidad de revitalizar su sustrato católico con un anuncio renovado del Evangelio que “continúe y complete la obra de los primeros evangelizadores” (Alocución en Santo Domingo, n.2, 12 de octubre de 1984). En América Latina –como en muchas otras zonas del mundo– “se conservan muy vivas las tradiciones de piedad y de religiosidad popular cristiana; pero este patrimonio moral y espiritual corre hoy el riesgo de ser desperdigado bajo el impacto de múltiples procesos, entre los que destacan la secularización y la difusión de las sectas. Sólo una nueva evangelización puede asegurar el crecimiento de una fe límpida y profunda, ca paz de hacer de estas tradiciones una fuerza de auténtica libertad” (Christifideles laici, 34). La misma urgencia de una nueva evangelización se deja sentir –y con más fuerza si cabe– en el llamado Primer Mundo, espacio en el que “enteros países y naciones en los que un tiempo la religión y la vida cristiana fueron florecientes y capaces de dar origen a comunidades de fe viva y operativa, están ahora sometidos a dura prueba e incluso alguna que otra vez son radicalmente transformados por el continuo difundirse del indiferentismo, del secularismo y del ateísmo” (ib.). El ámbito de la nueva evangelización tiene, pues, dimensiones planetarias: “Urge en todas partes rehacer el entramado cristiano de la sociedad humana”(ib.).

Como en el caso de la evangelización americana, María ha de ser también la estrella de esa Nueva Evangelización a la que la Iglesia se siente llamada en los umbrales del tercer milenio cristiano. Ello es así porque toda evangelización continúa y prolonga aquel camino de fe que tiene en Pentecostés su punto de arranque. Ahora bien, “al comienzo de ese camino está presente María, a la que vemos en medio de los apóstoles en el cenáculo implorando con sus ruegos el don del Espíritu” (Redemptoris Mater, 2; cf. Lumen gentium, 63.

3. En el XI Congreso Mariológico habéis estudiado “la doctrina, la devoción y el culto marianos desde el Concilio Vaticano II a nuestros días”. El capítulo VIII de la constitución dogmática “Lumen Gentium” es el documento más completo y sistemático que el magisterio conciliar de la Iglesia ha dedicado a la Madre de Cristo. Su “recepción” en el cuerpo eclesial ha traído consigo una profundización y un enriquecimiento de la doctrina sobre la Virgen, que constituyen uno de los frutos más logrados de la renovación teológica postconciliar. Junto con dicho texto deben recordarse asimismo, por su valor teológico y pastoral, otros documentos, como la “Professio Fidei” y las exhortaciones apostólicas “Signum Magnum” y “Marialis Cultus” del Papa Pablo VI. También con la Carta Encíclica “Redemptoris Mater” he querido rendir homenaje a quien, desde el comienzo de mi ministerio episcopal, quise consagrarme bajo el lema “Totus tuus”.

Los cualificados especialistas de todo el mundo reunidos en ese Congreso habrán expuesto, con competencia y rigor científico, el contenido de estos documentos así como las dimensiones de la renovación mariológica postconciliar. A este propósito, conviene insistir en la necesidad de que la tarea teológica no pierda de vista su condición de instrumento al servicio de la transmisión de la fe en el marco de la misión evangelizadora de la Iglesia. Se trata, pues, no sólo de exponer correctamente la doctrina sobre María sino, además, de acercar su figura y mensaje a los hombres y mujeres de hoy. En efecto, María es la primera evangelizada (cf. Lc 1, 26-38) y la primera evangelizadora (cf. ib., 1, 39-45), que proclama en todas las épocas y a todas las generaciones el mensaje de Caná: “haced lo que Él os diga” (Jn 2, 5). El potencial evangelizador de su figura – ininterrumpidamente confirmado en la historia de la Iglesia – radica en el hecho de que María es evangelio vivido y realizado, hasta el punto de que, como acertadamente se ha dicho, “sin María, el Evangelio se desencarna, se desfigura y se transforma en ideología, en racionalismo espiritualista” (Puebla, 301). Así, pues, el proyecto de la nueva evangelización ha de llevarse a cabo – como en el caso del continente americano – presentando a María como la más alta y cumplida realización del mensaje cristiano, como su modelo operativo más estimulante.

4. En íntima conexión con el Mariológico, el XVIII Congreso Mariano, en sus conferencias públicas, ha tratado de presentar significativamente la figura de María como modelo para el cristiano de nuestros días y estímulo para la tarea evangelizadora a la que está llamado. Acogiendo con fe la palabra de Dios, uniendo indisolublemente su vida a la de su Hijo, María fue “la primera y la más perfecta discípula de Cristo” (Marialis cultus, 35), así como la eximia colaboradora del Redentor. En palabras de mi predecesor el Papa Pablo VI, María fue “algo del todo distinto de una mujer pasivamente remisiva o de religiosidad alienante, antes bien fue mujer que no dudó en proclamar que Dios es vindicador de los humildes y de los oprimidos y derriba de sus tronos a los poderosos del mundo (cf. Lc 1, 51-53), ...una mujer fuerte que conoció la pobreza y el sufrimiento, la huida y el exilio (cf Mt 2, 13-23),... no una madre celosamente replegada sobre su propio Hijo divino, sino... mujer que con su acción favoreció la fe de la comunidad apostólica en Cristo (cf. Jn 2, 1-12) y cuya función maternal se dilató asumiendo sobre el Calvario dimensiones universales” (Marialis cultus, 35).

En unas circunstancias como las actuales, cuando el acoso secularizante tiende a sofocar la fe de los cristianos, pretendiendo arrinconarla en la esfera de lo privado, la figura de María se yergue como ejemplo y estímulo para el creyente de hoy, al que viene a recordar de modo apremiante la necesidad de que su aceptación del Evangelio se traduzca en acciones concretas y eficaces en las más diversas realidades temporales y terrenas, en el mundo profesional, social, económico, cultural y político (Christifideles laici, 2).

5. En el marco de estos Congresos y como preparación a los mismos, han tenido lugar también importantes actos de culto en honor de la Madre de Dios. Concretamente, se ha llevado a cabo la coronación canónica de las diversas advocaciones de la Virgen relacionadas con la gesta colombina: Nuestra Señora de Montemayor, patrona de Moguer; Nuestra Señora de la Bella, patrona de Lepe; Nuestra Señora de las Angustias, patrona de Ayamonte, Nuestra Señora de la Cinta, patrona de la ciudad de Huelva y abogada singular de sus marineros. Y yo mismo confío en que, con la ayuda de Dios, podré visitar esa tierra onubense para postrarme en La Rábida ante la venerada imagen de la Virgen de los Milagros, Santa María de la Rábida, y proceder a su coronación canónica. Todos estos actos han llevado consigo una importante labor de predicación y catequesis, que contribuirá, sin duda, a que la piedad mariana, de tan hondas raíces en los hombres y mujeres de la tierra de María Santísima, se fortalezca y purifique a la luz de la palabra de Dios y, de esta manera, se haga más viva y operante.

6. Para clausurar estos Congresos os habéis reunido en torno a la Madre de Dios, Nuestra Señora del Rocío, en el santuario de su nombre, centro y vértice de la devoción mariana en Andalucía. Muchedumbres de hombres y mujeres acuden ahí cada año con ocasión de la romería de Pentecostés. En esta solemne ocasión, deseo hacerme presente de un modo particular en la persona de mi Legado, el Señor Cardenal Eduardo Martínez Somalo. Unido espiritualmente a la multitud de cofrades venidos de toda España, me postro ante la Blanca Paloma para encomendar a su maternal intercesión a los amados hijos de la Nación española, en especial, a los enfermos, a los ancianos, a los marginados, a todos los que sufren.

Con gran afecto, imparto mi Bendición en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Así sea.

Vaticano, 8 de septiembre de 1992.

JOANNES PAULUS PP. II



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