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JUAN PABLO II

PLEGARIA A NUESTRA SEÑORA

Solemnidad de la Inmaculada Concepción
Plaza de España, Roma
Lunes 8 de diciembre de 1980

 

¡Madre de Cristo!

En el día de la solemnidad de tu Inmaculada Concepción venimos a este lugar, consagrado ya por una larga tradición romana, a este sitio sobre el que se proyecta el recuerdo permanente de los habitantes de la Urbe, para expresar a tus pies, junto a esta columna conmemorativa, nuestra veneración y nuestro amor.

Lo hacemos como Iglesia, la Iglesia que la Providencia ha elegido para la sede de San Pedro, y la ha vinculado a su martirio y al del co-apóstol San Pablo, haciendo de esta Iglesia un centro particular de la unidad y del amor para todas las Iglesias de todo el globo terrestre.

Lo hacemos al mismo tiempo como Ciudad, la ciudad que, a lo largo, de los siglos y también hoy, se siente ligada a esta gran tradición de la misión y servicio apostólicos.

Por ello, hemos venido todos de nuevo a tus pies para rendirte, una vez más, testimonio de nuestra veneración y de nuestro amor, el día en que la Iglesia recuerda el misterio de tu elección excepcional por parte de Dios.

¡Madre nuestra¡

En este lugar deseamos hablarte al mismo tiempo —como se habla a una Madre— de todo lo que constituye el objeto de nuestras esperanzas y también de nuestras preocupaciones; de nuestras alegrías y también de nuestras penas; de los miedos e incluso de las grandes amenazas.

¿Somos acaso capaces de expresar todo esto y llamarlo por su nombre?

Requeriría demasiado tiempo, sería como una larga letanía de las cuestiones y problemas que atormentan al hombre contemporáneo, a las naciones, a la humanidad, comenzando por la queridísima tierra italiana que tanto ha sufrido con el último terremoto. Algunas noticias que nos llegan de las más diversas partes del mundo (guerras, violencias, terrorismo, siniestros y cataclismos, que dejan víctimas y lutos en tantas familias), son motivos de especial preocupación. Entre los acontecimientos conocidos por todos quisiera recordar los graves asesinatos incluso de personas religiosas, como en El Salvador, ensangrentado por luchas fratricidas. Y, como hijo de mi patria, no puedo dejar de hablar también de mi tierra polaca. Se difunden noticias alarmantes y todos esperamos que no sean confirmadas.

Te confío a Ti, ¡oh Inmaculada Madre de Dios!, mi pueblo, mi patria tan fiel a Cristo y a la Iglesia, y tan devota de Ti.

Otros problemas quedan en el secreto de los corazones humanos y de las conciencias. Cada uno de nosotros trae aquí muchas de estas preocupaciones y muchos problemas que atañen a sí mismo, a su familia, al propio ambiente, a la comunidad con la que está vinculado o de la que se siente responsable.

Aunque no lo manifestemos en voz alta, Tú, oh Madre, lo sabes mejor, porque la Madre sabe siempre...

Tú, oh Madre, sabes mejor cuáles son los problemas de la Iglesia y del mundo contemporáneo con los que viene hoy a Ti el Obispo de Roma, y cada uno de los presentes.

Así que ¡acógelos!, dígnate acoger y atender esta oración nuestra sin palabras.

Y, sobre todo, acepta las expresiones de nuestra gratitud ferviente por estar con nosotros, por salir a nuestro encuentro todos los días y, particularmente, el día solemne de hoy.

Y ¡quédate!

Permanece con nosotros cada vez más. Sal a nuestro encuentro cada vez más frecuentemente, porque tenemos mucha necesidad de Ti. Háblanos con tu maternidad, tu sencillez y tu santidad. Háblanos con tu Inmaculada Concepción.

¡Háblanos continuamente!

Y obtennos la gracia —incluso si estamos muy lejos— de no perder la sensibilidad a tu presencia en medio de nosotros.

Amén.

 



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