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PRIMER MENSAJE DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
A LA IGLESIA Y AL MUNDO


Capilla Sixtina
Martes 17 de octubre de 1978

 

Venerables hermanos nuestros, amados hijos de la Santa Iglesia, y todos vosotros hombres de buena voluntad, que nos escucháis.

Solamente una palabra, entre otras muchas, nos viene inmediatamente a los labios al presentarnos a vosotros, después de nuestra elección para la Cátedra de San Pedro: es una palabra que —por el claro contraste de nuestras limitaciones como persona humana— hace resaltar la inmensa carga y función que se nos ha confiado: «¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! iCuán insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos!» (Rom 11, 33). En verdad, después de la muerte del Papa Pablo VI, cuyo recuerdo siempre nos acompaña, ¿quién podría prever también la inesperada muerte de su amabilísimo sucesor Juan Pablo I? ¿Y cómo podríamos Nos mismo prever que la formidable herencia de ambos iba a recaer sobre nuestros hombros? Por eso hemos de reflexionar sobre el misterioso designio de Dios, providente y bueno, no ya para entenderlo, sino más bien para adorarlo y dirigirle nuestras preces. Sentimos, por eso, el deber de repetir las palabras del Salmista, que, levantando los ojos al cielo, exclamaba: «¿De dónde me vendrá el auxilio? Mi auxilio me viene del Señor» (Sal 120, 1-2).

Los mismos sucesos imprevistos, que unos tras otros han tenido lugar en tan breve espacio de tiempo, y la insuficiencia con que podemos responder a tantas esperanzas, no sólo nos empujan a dirigir nuestro pensamiento al Señor y a confiar totalmente en El, sino que también nos impiden describir un programa del Sumo Pontificado, que nazca de una larga reflexión y cuidada elaboración. Pero para suplir lo que nos falta, tenemos ya a mano una cierta compensación, que ella misma es signo de la confortante presencia de Dios.

Ha pasado poco más de un mes, del día en que todos nosotros, dentro y fuera de esta Capilla Sixtina, insigne por su historia, oímos la palabra del Papa Juan Pablo, al comienzo mismo de su ministerio, en el que tantas esperanzas habíamos puesto: creemos que no podemos prescindir de esta alocución, sea por el recuerdo que todavía conservamos cada uno de nosotros, sea por las sabias advertencias y sugerencias que en ella se contenían. Aquella alocución, así como fue oportuna en las circunstancias en que se pronunció, así parece conservar ahora su fuerza, al comienzo de este nuevo pontificado, que pesa sobre Nos y que, mirando a Dios y a la Iglesia, no podemos eludir.

Queremos, pues, desarrollar algunas líneas directrices que consideramos de capital importancia y que, por eso —como nos proponemos y; con la ayuda del Señor, esperamos— no sólo las tendremos en cuenta y adoptaremos, sino que también las impulsaremos constantemente para que, en la vida real de la Iglesia, se responda a ellas.

Ante todo queremos insistir en la permanente importancia del Concilio Ecuménico Vaticano II, y aceptamos el deber ineludible de llevarlo cuidadosamente a la práctica.

¿No es acaso este Concilio universal como una piedra miliar, o un acontecimiento del máximo peso, en la historia bimilenaria de la Iglesia, y consiguientemente, en la historia religiosa del mundo y del desarrollo humano?

Ahora bien, el Concilio, igual que no termina en sus documentos, tampoco se concluye en las aplicaciones que se han realizado en estos años. Por eso juzgamos que nuestro primer deber es promover, con la mayor diligencia, la ejecución de los decretos y normas directivas del mismo. Y esto lo haremos, desde luego, con una acción a la vez prudente y estimulante, procurando sobre todo que se logre antes que nada una adecuada mentalización: es decir, es necesario, en primer lugar, hacer que los espíritus sintonicen con el Concilio, para poder llevar luego a la práctica cuanto él dijo, y poder explicitar todo lo que en él se esconde, o —como suele decirse— se encuentra implícito en él, teniendo en cuenta las experiencias realizadas y las exigencias de las nuevas circunstancias.

Para decirlo brevemente, urge hacer madurar, con el estilo propio de lo que se mueve y vive, las fecundas semillas que los padres del Concilio Ecuménico, alimentados con la Palabra de Dios, sembraron en tierra buena (cf. Mt 13, 8. 23); es decir, los importantes documentos y las deliberaciones pastorales.

Este propósito general de fidelidad al Concilio Vaticano II y esta expresa voluntad, por parte nuestra, de aplicarlo, puede comprender varios sectores: el campo misional y ecuménico, la disciplina y organización; pero hay un sector en el que habrán de volcarse los mejores cuidados, a saber, el de la eclesiología.

Es necesario, venerables hermanos y amados hijos del orbe católico, que tomemos de nuevo en las manos la "gran carta" del Concilio, es decir, la Constitución Dogmática Lumen gentium para que meditemos con renovado y reforzado afán sobre la naturaleza y misión de la Iglesia. Sobre su modo de existir y actuar; y esto habrá que hacerlo no sólo para lograr aquella comunión de vida en Cristo de todos los que en él creen y esperan, sino también para contribuir a hacer más amplia y estrecha la unidad de toda la familia humana.

El Papa Juan XXIII solía decir estas palabras: «Iglesia de Cristo, luz de los pueblos», porque la Iglesia —el Concilio repite sus palabras— es el sacramento universal de la salvación y de la unidad para todo el género humano (cf. Lumen gentium, 1; 48; Ad gentes, 1).

El ministerio salvífico, que tiene como punto central de referencia la Iglesia, y se realiza a través de la Iglesia, el dinamismo que gracias a ese mismo misterio anima al Pueblo de Dios, esa peculiar conexión o forma colegial por la que, cum Petro et sub Petro, los sagrados Pastores se unen entre sí, son puntos capitales, sobre los que nunca se reflexionará bastante, para que revisemos —teniendo en cuenta las necesidades constantes o transitorias de los hombres— las formas con las que conviene que la Iglesia se presente y actúe. Por lo cual, la adhesión a este documento del Concilio, tal como resulta iluminada por la Tradición y conteniendo las fórmulas dogmáticas dadas hace un siglo por el Concilio Vaticano I, será para nosotros, Pastores y fieles, el camino cierto y el estímulo constante —digámoslo de nuevo— en orden a caminar por las sendas de la vida y de la historia.

Con el fin de hacer a todos más conscientes y eficaces en el cumplimiento de su deber, les exhortamos de manera especial a meditar con mayor profundidad lo que comporta el vínculo colegial; por el cual, los obispos se unen íntimamente con el Sucesor de San Pedro y todos entre sí, para realizar las espléndidas tareas que les han sido confiadas de iluminar con la luz del Evangelio, santificar con los instrumentos de la gracia y regir con el arte pastoral a todo el Pueblo de Dios.

Esta forma colegial comporta ciertamente el conveniente desarrollo de las instituciones, en parte nuevas, en parte acomodadas a las necesidades actuales, con las cuales se logre la mayor unidad de espíritu, de afanes y de iniciativas en la obra de construir el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia (cf. Ef 4, 12; Col 1, 24).

A este respecto queremos citar ante todo el Sínodo de los Obispos creado, antes de que terminara el Concilio, por la gran sabiduría de Pablo VI (cf. Apostolica sollicitudo, "Motu proprio" dado en AAS 57, 1965, pàgs. 775-780).

Pero además de esta referencia al Concilio, hay que poner de relieve el deber de la fidelidad total a la misión que hemos recibido, y a la cual estamos obligados nosotros mismos más que nadie.

Elevado a la suprema función en la Iglesia, además de tener que dar ejemplo con los propósitos y la acción, hemos de mostrar esta fidelidad con todas nuestras fuerzas: lo hemos de lograr manteniendo integro el depósito de la fe, cumpliendo aquellos especiales mandatos de Cristo, que entregó a Simón, constituido piedra de la Iglesia, las llaves del remo de los cielos (cf. Mt 16, 18-19), que le mandó confirmar a los hermanos (cf. Lc 22, 32), y apacentar las ovejas y corderos de su grey, como testimonio de amor (cf Jn 21, 15-17).

Estamos profundamente convencidos de que, en ninguna investigación que se haga hoy sobre el llamado "ministerio de Pedro" para captar mejor lo que le es propio y peculiar, se podrían olvidar estos tres puntos cardinales del Santo Evangelio.

Se trata. en efecto, de funciones típicas de este ministerio, que están relacionadas con la misma naturaleza de la Iglesia para conservar su unidad interior y asegurar su misión espiritual. Funciones que han sido encomendadas no sólo a San Pedro, sino también a sus legítimos Sucesores.

También estamos convencidos de que tan eximio ministerio ha de ser siempre relacionado con el amor, como con la fuente en que se alimenta, y con el clima en que se desarrolla: un amor que sea como la necesaria respuesta a la pregunta de Jesús «¿me amas?». Por eso nos place repetir las palabras de San Pablo: «La caridad de Cristo nos constriñe» (2 Cor 5, 14), porque queremos que nuestro ministerio sea, desde el comienzo, en todas las formas en que se manifieste y exprese, un ministerio de amor.

En esto procuraremos seguir los ejemplos de nuestros inmediatos predecesores, que han creado preclara escuela. ¿Quién no se acuerda de las palabras de Pablo VI que predicó la «civilización del amor», y que, casi un mes antes de su muerte, afirmaba con el corazón lleno de presagios: «He mantenido la fe» (cf. homilía en la solemnidad de los Santos Pedro y Pablo: AAS 70, 1978, pagina 395; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 9 de julio de 1978, pág.. 1), no como una autoalabanza, sino como un riguroso examen, al que sometía su conciencia religiosísima, después de 15 años de ministerio apostólico?

¿Y qué diremos de Juan Pablo I? Apenas ayer salió de nuestras filas para vestir el no pequeño peso del manto papal; pero ¡qué llama de caridad, qué "oleada de amor" —como él deseó para el mundo en su última alocución dominical, antes del Ángelus— salieron de él en los pocos días de su ministerio! Lo confirman también sus sabías lecciones catequéticas, dirigidas a los fieles en las audiencias públicas, sobre la fe, la esperanza y la caridad.

Venerables hermanos en el Episcopado e hijos queridísimos: La fidelidad, como es obvio, abraza también la completa adhesión al Magisterio de Pedro, especialmente por lo que respecta a la doctrina. Es necesario tener en cuenta siempre la importancia "objetiva" de este Magisterio y también defenderlo de las insidias que en estos tiempos, aquí y allí, se tienden contra algunas verdades firmes de nuestra fe católica.

La fidelidad, además, comprende la observancia de las normas litúrgicas promulgadas por la autoridad eclesiástica y, consiguientemente, rechaza lo mismo la costumbre de introducir novedades arbitrarias sin la debida autorización, que la de recusar con obstinación cuanto se ha establecido legítimamente respecto a los sagrados ritos e incluido en ellos.

La fidelidad se refiere también a la gran disciplina de la Iglesia, de que habló nuestro predecesor. La cual no es de tal índole que deprima o —como algunos dicen— mortifique, sino que tiene como misión defender la recta ordenación del Cuerpo místico de Cristo, logrando que la unión de todos los miembros de que El consta realice sus funciones de un modo eficaz y natural.

Por lo demás, la fidelidad equivale también al cumplimiento de las exigencias de la vocación sacerdotal y religiosa, de forma que se observe siempre lo que libremente se prometió ante Dios, y se procure mas y mas que la vida esté marcada con un constante sentido sobrenatural.

Por último, en cuanto se refiere a los fieles —según la misma palabra indica—, conviene que la fidelidad sea un deber que dimane de su condición de cristianos por su propia naturaleza. Pónganla en práctica y den testimonio de ella con animo dócil y sincero, tanto obedeciendo a los sagrados Pastores que el Espíritu Santo eligió para regir la Iglesia de Dios (cf. Act 20, 28), como asociándose a las actividades y obras que se les confíen.

En este momento no podemos olvidar a los hermanos de las otras Iglesias y Confesiones cristianas. Demasiado grande y delicada es, en efecto, la causa ecuménica, para que podamos dejarla ahora sin una palabra nuestra.

¿Cuántas veces hemos meditado juntos el testamento de Cristo, que pidió al Padre, para sus discípulos, el don de la unidad (cf. Jn 17,21-23)? ¿Y quién no recuerda la insistencia de San Pablo acerca de la «comunión del espíritu» con la cual los discípulos de Cristo tienen «una misma caridad, una sola alma, un solo y mismo pensamiento» (cf. Flp 2, 2. 5-8).

Es increíble que se dé todavía el drama de la división entre los cristianos, que es para todos causa de perplejidad y acaso también de escándalo. Intentamos, por tanto, proseguir en el camino, ya felizmente comenzado, y favorecer aquellos pasos que valgan para remover los obstáculos, deseando que, gracias a un esfuerzo concorde, se llegue finalmente a la comunión perfecta.

Nos dirigimos también a todos los hombres —que, como hijos del único Dios Omnipotente, son nuestros hermanos a los que debemos amar y servir— para expresarles no con presunción, sino con humildad sincera, nuestra voluntad de dar una eficaz aportación a las causas permanentes y prevalentes de la paz, del desarrollo, de la justicia internacional.

No nos mueve ninguna intención de interferencia política, o de participación en la gestión de los asuntos temporales: así como la Iglesia excluye un encuadramiento en categorías de orden terreno, así también nuestro afán, al tratar estos apremiantes problemas de los hombres y de los pueblos, estará dirigido únicamente por motivaciones religiosas y morales.

Seguidor de Aquel que presentó a los suyos el ideal de ser «sal de la tierra» y  «luz del mundo» (Mt 5, 13-14), Nos pretendemos dedicarnos a la consolidación de las bases espirituales, sobre las que debe apoyarse la sociedad humana. Este deber nos resulta tanto más fuerte cuanto mas perduran las desigualdades e incomprensiones que son, a su vez, causa de tensiones y conflictos en no pocas partes del mundo, con la ulterior amenaza de catástrofes más terribles.

Será, por eso, constante nuestra preocupación en orden a estos problemas, para una acción oportuna, desinteresada y evangélicamente inspirada.

En esta ocasión queremos considerar con afecto el gravísimo problema que el Colegio de los padres cardenales señaló durante la Sede Vacante, en relación con la querida tierra del Líbano y su pueblo, al que todos deseamos ardientemente la paz en la libertad.

Al mismo tiempo, querríamos tender las manos en este momento a todos los pueblos y a todos los hombres; y abrir incluso el corazón a todos aquellos que se ven oprimidos por cualquier injusticia o discriminación, sea en el campo económico o social, sea en la vida política, o también por la falta de libertad de conciencia y debida libertad religiosa.

Debemos tender con todos los medios a esto: que todas las formas de injusticia que se manifiestan en este nuestro tiempo, se sometan a la consideración común, se les busque de verdad remedio y que todos puedan llevar una vida digna del hombre. Esto pertenece a la misión de la Iglesia que ha sido puesta de relieve en el Concilio Vaticano ll, y no sólo en la Constitución Dogmática Lumen gentium, sino también en la Constitución Pastoral Gaudium et spes.

Hermanos e hijos queridísimos, los recientes acontecimientos de la Iglesia y del mundo son para todos nosotros una advertencia saludable: ¿Cómo será nuestro pontificado?, ¿cuál será la suerte que el Señor reserva a su Iglesia en los próximos años?, ¿y qué camino recorrerá la humanidad en este final de siglo que ya se acerca al año 2000? Son preguntas valientes, a las que no se puede responder más que esto: «Dios lo sabe» (cf. 2 Cor 12, 2. 3.).

Nuestra aventura personal, que nos ha traído inesperadamente a la máxima responsabilidad del servicio apostólico, interesa muy poco. Queremos decir que nuestra persona debe desaparecer frente a la onerosa función que hemos de cumplir. Y entonces nuestras palabras se convierten en una llamada: después de nuestra plegaria al Señor, sentimos la necesidad de solicitar también vuestra oración, para obtener esa fuerza superior indispensable que nos consienta continuar el trabajo de los amados predecesores en el punto en que lo han dejado.

Después de este recuerdo conmovido nos place continuar con un saludo de agradecimiento y reconocimiento para cada uno de vosotros, venerables hermanos nuestros; y después un saludo confiado y animador a todos los otros hermanos en el Episcopado, que en las diversas partes del mundo cuidan de cada una de las Iglesias, porciones elegidas del Pueblo de Dios (cf. Christus Dominus, 11) y son también solidarios con la obra de la salvación universal. Con ellos contemplamos a los sacerdotes, a los misioneros, a los religiosos y religiosas; y enseguida expresamos de todo corazón el deseo de que aumente su número evocando aquellas palabras de nuestro Salvador: «La mies es mucha, pero los obreros pocos» (Mt 9, 37; Lc 10, 2).

Vemos después también a las familias y a las comunidades cristianas, a las multiformes asociaciones de apostolado, a los fieles que, aunque no nos son conocidos uno por uno, no por eso serán, en el conjunto magnifico de la Iglesia de Cristo, ¡jamás!, ni anónimos, ni extraños, ni marginados.

Entre ellos contemplamos, con mirada preferente, a los más débiles, a los pobres, a los enfermos, a los afligidos. A ellos especialmente les queremos abrir nuestro corazón en el comienzo de nuestro ministerio pastoral. ¿No sois, en efecto, vosotros, hermanos y hermanas, los que con vuestros dolores participáis y en cierto modo completáis la pasión de nuestro mismo Redentor? (cf. Col 1, 24). El indigno Sucesor de San Pedro, que se propone escrutar las insondables riquezas de Cristo (cf, Ef 3, 8), tiene una gran necesidad de vuestra ayuda, de vuestra oración, de vuestro sacrificio, y por esto os lo pide humildísimamente.

Permitid que añada, hermanos e hijos que nos escucháis, por el amor imborrable que tenemos a la tierra de origen, un distinguido y especialísimo saludo, tanto a todos los ciudadanos de nuestra Polonia "siempre fiel", como a los obispos, sacerdotes y pueblo de la Iglesia de Cracovia.

Es éste un saludo en el que se mezclan indisolublemente los recuerdos y los afectos, la nostalgia y la esperanza.

En esta gran hora que hace temblar, no podemos menos de dirigir, con filial devoción, nuestra mente a la Virgen María, que siempre vive y actúa como Madre en el misterio de Cristo y de la Iglesia, repitiendo las dulces palabras totus tuus —"todo tuyo"—, que hace veinte años escribimos en nuestro corazón y en nuestro escudo, con motivo de nuestra ordenación episcopal

Ni podemos menos de invocar a los Santos Apóstoles Pedro y Pablo y a todos los Santos y Beatos de la Iglesia universal.

Y así, en esta misma hora, saludamos a todos: a los ancianos, a los adultos, a los jóvenes, a los niños, a los recién nacidos, movido por este vivo sentimiento de paternidad que está surgiendo de nuestro corazón.

A todos deseamos sinceramente que «crezcan en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» que el Príncipe de los Apóstoles deseaba (2 Pe 3, 18).

A todos impartimos nuestra primera bendición apostólica que, no sólo sobre ellos, sino sobre la humanidad entera, atraiga una abundante efusión de los dones del Padre que está en los cielos. Así sea.

 



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