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ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE EL ENCUENTRO CON LOS JÓVENES
EN LA BASÍLICA DE SAN PEDRO


Miércoles 22 de noviembre de 1978

 

Queridísimos hijos:

Este encuentro semanal del Papa con los jóvenes y adolescentes —tan entusiasta y vivaz— es de verdad un signo de gozo y de esperanza.

.Signo de gozo, porque donde hay jóvenes, adolescentes y niños está asegurada la alegría por el hecho de que allí se manifiesta la vida en su florecimiento más espontáneo y vigoroso.

Poseéis en abundancia esta "alegría de vivir", y la dais con generosidad a un mundo que a veces está cansado, desanimado, desconfiado y desilusionado.

Signo de esperanza es también este encuentro, porque los adultos, no sólo vuestros padres, sino también vuestros maestros y profesores y todos los que colaboran en vuestro crecimiento y maduración física e intelectual, ven en vosotros a las personas que llevarán a efecto cuanto ellos quizá —por circunstancias varias— no han podido realizar.

Por tanto, un joven sin alegría y sin esperanza no es un joven auténtico, sino un hombre marchito y envejecido antes de tiempo. Por esto os dice el Papa: ¡Sed portadores de alegría y esperanza. comunicadla, irradiadla!

El tema de la audiencia de hoy está íntimamente relacionado con cuanto he recordado hasta ahora. Siguiendo el esquema que me dejó casi como testamento mi llorado predecesor Juan Pablo I, en los miércoles anteriores he hablado de las virtudes cardinales: prudencia, justicia y fortaleza. Hoy quiero hablaros brevemente de la cuarta virtud cardinal: la templanza, la sobriedad.

San Pablo escribía a su discípulo Tito, a quien había dejado como obispo en la isla de Creta: "A los jóvenes exhórtalos a ser prudentes" (Tit 2, 6). Siguiendo también yo la invitación del Apóstol de las Gentes. quisiera decir, en primer lugar, que las actitudes del hombre, procedentes de cada una de las virtudes cardinales, son mutuamente interdependientes y están unidas entre sí. No se puede ser hombre verdaderamente prudente, ni auténticamente justo, ni realmente fuerte, si no se posee asimismo la virtud de la templanza. Esta virtud condiciona indirectamente a todas las demás; si bien todas ellas son indispensables para que el hombre pueda ser "moderado" o "sobrio". Temperantia est commune omnium virtutum cognomen —escribía en el siglo IV San Juan Clímaco (Scala del Paradiso, 15)—, que se traduciría así: "La templanza es el denominador común de todas las demás virtudes".

Podría parecer extraño hablar de templanza y sobriedad a los jóvenes y adolescentes. Y sin embargo, hijos queridísimos, esta virtud cardinal os es necesaria de modo particular a vosotros, que os encontráis en ese período maravilloso y delicado en que vuestra realidad bio-síquica crece hasta la madurez perfecta, para llegar a ser física y espiritualmente capaces de afrontar las alternas vici­situdes de la vida. con sus más variadas exigencias.

Moderado es quien no abusa de la comida, la bebida o el placer; el que no toma bebidas alcohólicas inmoderadamente, no enajena la propia conciencia mediante el uso de estupefacientes, etc. En nosotros podemos imaginar un "yo inferior" y un "yo superior". En nuestro "yo inferior" viene expresado nuestro cuerpo con sus necesidades, deseos y pasiones de naturaleza sensible. La virtud de la templanza garantiza al hombre el dominio del "yo superior" sobre el 'yo inferior". ¿Acaso se trata en este caso de una humillación, de un menoscabo para nuestro cuerpo? ¡Al contrario! Este dominio le da mayor valor, lo sublima.

El hombre moderado es el que es dueño de sí; aquel en el que las pasiones no predominan sobre la razón, sobre la voluntad e incluso sobre el "corazón". Comprendemos, por tanto, que la virtud de la templanza es indispensable para que el hombre sea plenamente hombre, para que el joven sea auténticamente joven. El espectáculo triste y bochornoso de un alcoholizado o un drogado, nos hace comprender claramente cómo "ser hombre quiere decir en primer lugar respetar la propia dignidad, o sea, dejarse guiar por la virtud de la templanza.

Dominarse a sí mismo y dominar las pasiones propias, no significa en absoluto hacerse insensibles o indiferentes; la templanza de que hablarnos es una virtud cristiana, que aprendernos en las enseñanzas y en los ejemplos de Jesús, y no en la llamada moral "estoica".

La templanza exige de cada uno de nosotros una humildad específica en relación con los dones que Dios ha puesto en nuestra naturaleza hu­mana. Hay la "humildad del cuerpo" y la "del corazón". Esta humildad es condición necesaria para la armonía interior del hombre, para su belleza interior. Reflexionad bien sobre esto vosotros, jóvenes que os encontráis precisamente en la edad en la cual se tiene tanto afán de ser hermosos o hermosas para agradar a los otros. Un joven, una joven, deben ser hermosos ante todo y sobre todo interiormente. Sin esta belleza interior, todos los demás esfuerzos dedicados sólo al cuerpo no harán —ni de él ni de ella— una persona verdaderamente hermosa.

Yo os deseo, hijos queridísimos, que irradiéis siempre la belleza interior.

 



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