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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA UNIÓN DE JURISTAS CATÓLICOS ITALIANOS


Sábado 25 de noviembre de 1978

 

Ilustres señores y queridos hijos:

Es una profunda alegría para mí recibiros hoy, Juristas Católicos Italianos, reunidos en Roma para el XXIX Congreso nacional de vuestra Unión que, desde su origen ha anticipado, podíamos decir, las orientaciones del Concilio Vaticano II en lo que respecta a la misión del laicado cristiano. Personalidades insignes por su viva fe, por su profundo pensamiento filosófico e indiscutible competencia técnico-jurídica. han querido comprometerse, por medio de vuestra benemérita Asociación, para «contribuir a la aplicación de los principios de la ética cristiana en la ciencia jurídica, en la actividad legislativa, judiciaria y administrativa. en toda la vida pública y profesional», como rezan vuestros estatutos en el artículo dos.

Y es un gran consuelo para mí no sólo vuestra ilustre presencia en esta audiencia, sino el saber que en estos treinta años la Unión se ha preocupado de llevar una inspiración cristiana a múltiples campos de la vida social. De esto son signo y demostración las actas de los congresos de estudio y las publicaciones a las que la Unión ha dado vida; todo ello caracterizado por el espíritu de servicio en relación con la persona humana, a fin de afirmar y promocionar sus derechos y sus valores inalienables de libertad, de inviolabilidad, de desarrollo.

Pero, sobre todo, es un consuelo la constante fidelidad demostrada a la Iglesia, al Papa, a los obispos, cuyas enseñanzas y orientaciones siempre ha acogido vuestra Unión con respeto, amor y devoción, sin ceder a las lisonjas y tentaciones de una mal entendida autonomía, al proponer y defender los principios de la ética natural y cristiana, que rigen la institución matrimonial, y al afirmar asimismo, en la práctica y en la ley, la inviolabilidad y la sacralidad de la vida humana desde la concepción.

Vuestra Unión ha considerado un honor, antes que un deber, acoger y recibir la palabra del Vicario de Cristo. Y en el pasado no os ha faltado esta autorizada palabra: Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI, con ocasión de los Congresos de la Unión, han pronunciado discursos de alto contenido doctrinal, ofreciendo principios e indicaciones iluminadoras, de validez universal, acerca de los graves problemas que plantea al jurista cristiano la vida de la sociedad. Me agrada recordar el discurso —siempre tan actual— que os dirigió Pablo VI, de feliz memoria, el 9 de diciembre de 1972, con motivo de vuestro Congreso sobre «Defensa del derecho a nacer».

Y no quiere faltar hoy la palabra del Papa, con ocasión del Congreso que tiene como tema «La libertad de asistencia».

Este tema —tan delicado y tan vivo— ha de ser afrontado por el jurista, sin duda, en toda su com­pleja problemática jurídica (constitucionalista, técnico-legislativa, filosófico-jurídica), pero no puede ser estudiado adecuadamente sin tener presente el proyecto de sociedad que se quiere realizar y, antes todavía, la visión de la persona humana —de sus derechos fundamentales y de sus libertades— que califica al mismo proyecto de sociedad.

Solidaridad y justicia

La sociedad está hecha para el hombre. Hominis causa omite ius constitutum est. La sociedad con sus leyes está puesta al servicio del hombre; la Iglesia está fundada por Cristo para la salvación del hombre (cf. Lumen gentium, 48: Gaudium et spes. 45). Por esto, también la Iglesia tiene que decir su palabra respecto a esta materia.

Y, ante todo, debe decir que el problema de la «libertad de asistencia» en un Estado moderno, que quiera ser democrático, entre de lle­no en el más amplio planteamiento de los derechos del hombre, de las libertades civiles y de la misma libertad religiosa.

El hombre es un ser inteligente y libre, ordenado por destino natural a realizar las potencialidades de su persona en la sociedad. Son expresiones de esta su connatural sociabilidad la sociedad fundada sobre el matrimonio uno e indisoluble, que es la familia, las libres instituciones intermedias; la comunidad política, cuya forma jurídica es el Estado en sus diversas articulaciones institucio­nales. Este debe asegurar a todos sus miembros la posibilidad de un pleno desarrollo de su persona. Esto exige que, a quienes se encuentran en condiciones de necesidad y de carencia por enfermedad, pobreza, insuficiencias de diverso género, les sean ofrecidos los servicios y ayudas que reclama su situación peculiar. Esto es una obligación de solidaridad por parte de cada ciudadano, antes que una obligación de justicia por parte del Estado.

Para el creyente, en fin, es una exigencia ineludible de su fe en Dios Padre, que llama a todos los hombres a formar una comunión de hermanos en Cristo (cf. Mt 23. 8-9); es una gozosa obediencia al mandato bíblico: «Deus mandavit illis unicuique de proximo suo: Dios les dio mandatos acerca de su prójimo» (Sir 17, 12); es la realización plena del deseo de descubrir, de encontrar a Cristo en el prójimo que sufre: «Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis» (cf. Mt 25, 34-40).

Sobre todo esto se funda el deber de la asistencia, pero también su insuprimible libertad. El ciudadano, en particular o asociado, debe ser libre para ofrecer servicios de asistencia en conformidad con sus pro­pias posibilidades y con su propia inspiración ideal.

Debe ser libre la Iglesia, que, como ya «desde sus comienzos, uniendo el ágape con la Cena Eucarística, se manifestaba toda entera unida en torno a Cristo por el vínculo de la caridad: así en todo tiempo, se hace reconocer por este distintivo del amor, y, mientras se alegra de las iniciativas de los demás, reivindica para sí las obras de caridad como deber y derecho propio que no puede enajenar» (Apostolicam actuositatem, 8).

No serían respetadas estas libertades, ni en la letra ni en el espíritu, si prevaleciese la tendencia a atribuir al Estado y a las otras expresiones territoriales del poder público una función centralizadora y exclusivista de organización y gestión directa de los servicios, o de rígidos controles que acabaría con desnaturalizar su legítima función propia de promoción, de impulso, de integración y también —si es necesario— de suplencia de las iniciativas de las libres instituciones sociales, según el principio de subsidiaridad.

El Episcopado italiano —como es sabido— también ha manifestado recientemente sus preocupaciones ante el peligro real de que sean restringidos los espacios efectivos de libertad, de que sea reducida y cada vez más limitada la acción libre de las personas, de las familias, de las instituciones intermedias, de las mismas asociaciones civiles y religiosas, en favor del poder público con el resultado de «irresponsabilizar y crear peligrosos presupuestos de una colectividad, que anula al hombre, suprimiendo sus derechos fundamentales y sus libres capacidades de expresión» (Comunicado de la Conferencia Episcopal Italiana, enero de 1978).

Como también el mismo Episcopado italiano ha expresado su preocupación de que sean suprimidas o, de cualquier modo no suficiente y eficazmente garantizadas, obras beneméritas que, durante siglos, bajo el impulso de la caridad cristiana, han cuidado de los huérfanos, de los ciegos, de los sordomudos, de los ancianos, de toda clase de necesitados, gracias a la generosidad de bienhechores y al sacrificio personal, a veces heroico, de religiosas y religiosos, y que, en virtud de disposiciones legislativas habían tenido que aceptar, muy a pesar suyo, la figura jurídica de instituciones públicas de asistencia y beneficencia, con una cierta garantía, por lo demás, para sus fines institucionales.

El Papa no puede permanecer extraño a estas preocupaciones que afectan a la posibilidad misma de la Iglesia para desarrollar su misión de caridad, y que afectan, asimismo, a la libertad de los católicos y de todos los ciudadanos. individualmente o asociados, para dar vida a obras conformes con sus  ideales, dentro del respeto a las leyes justas y al servicio del prójimo necesitado.

Por lo tanto, deseo que vuestro Congreso tenga feliz éxito en el estudio de un tema que implica la naturaleza misma de la Iglesia en su originario interés de donación a los demás: que vuestra benemérita Unión continúe dando a la sociedad italiana una fecunda aportación de ideas, de propuestas, pero, sobre todo, un testimonio de inspiración y de vida cristiana, especialmente en el campo profesional.

Con tales deseos, muy gustoso y de todo corazón os imparto la bendición apostólica, que quiero extender a todos los juristas Católicos y a las personas que os son queridas.

 



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