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ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE EL ENCUENTRO CON LOS JÓVENES
EN LA BASÍLICA DE SAN PEDRO


Miércoles 6 de diciembre de 1978

 

Queridísimos niños y niñas, y queridísimos jóvenes:

Os encuentro numerosos y exuberantes como siempre. Estoy contento de poder encontrarme hoy con vosotros para sentir vuestra comunión calurosa con el Papa, que es Sucesor de Pedro, y para deciros que os tengo un afecto particular porque veo en todos vosotros la esperanza prometedora de la Iglesia y del mundo del mañana. Recordad siempre que sólo si os apoyáis, corno dice San Pablo, sobre el único fundamento que es Jesucristo (cf. 1Co 3, 11), podréis construir algo verdaderamente grande y duradero.

Preparaos a la vida con seriedad y diligencia. En este momento de la juventud, tan importante para la maduración plena de vuestra personalidad, sabed dar siempre el puesto adecuado al elemento religioso de vuestra formación, el que lleva al hombre a alcanzar su dignidad plena, que es la de ser hijo de Dios.

Como ya sabéis, en estos días los cristianos están viviendo el período litúrgico del Adviento, que es la preparación inmediata a la Navidad. El miércoles pasado hablé ya a muchos otros muchachos corno vosotros, explicándoles que Adviento quiere decir "venida", es decir, venida de Dios entre los hombres para condividir sus sufrimientos y llenar de gozo su vida. Hoy quisiera deciros en general quién es el hombre, que está llamado al encuentro y amistad con el Señor.

Las primeras páginas de la Biblia, que pienso habréis leído ya, nos dicen que "Dios creó al hombre a su imagen" (Gén 1, 27). Esto quie­re decir que el hombre, todo ser humano y, por consiguiente, cada uno de vosotros, tiene un parentesco especial con Dios. Aun perteneciendo a lo creado y visible, a la naturaleza y al mundo animal, sin embargo cada uno de nosotros se diferencia de todas las otras criaturas de algún modo.

Sabéis que algunos científicos afirman que el hombre depende de la evolución de la naturaleza, y lo incluyen en el devenir mudable de las diversas especies. En la medida en que han sido probadas verdaderamente, estas afirmaciones son muy importantes porque nos dicen que debemos respetar el mundo natural del que formamos parte. Pero si nos adentramos en lo íntimo del hombre, vemos que se diferencia de la naturaleza más de lo que se asemeja a ésta. El hombre tiene espíritu, inteligencia, libertad, conciencia; por ello se asemeja más a Dios que al mundo creado. De nuevo es el primer libro de la Biblia, el Génesis, el que nos dice que Adán puso un nombre a todos los animales del cielo y de la tierra, mostrando así su superioridad sobre ellos; pero en todos estos seres "no había para el hom­bre ayuda semejante a él" (Gén 2, 20). Se apercibió de que era distinto de todas las criaturas vivientes, aunque también estaban dotadas de vida vegetativa y sensitiva como él.

Se podría decir que este primer hombre hace lo que realiza normalmente el hombre de todos los tiempos; es decir, reflexiona sobre la propia identidad y se pregunta quién es él. El resultado de tal actividad es la constatación de una diferencia fundamental: soy distinto de todo lo demás, soy más diferente que semejante.

Todo esto nos ayuda a comprender mejor el misterio del Adviento que estamos viviendo. Si Dios "viene" al hombre, como hemos dicho, lo hace porque en el ser humano hay una capacidad de espera y una capacidad de acogida tal como no la hay en ninguna otra criatura. Dios viene para el hombre o, mejor, al hombre, y establece una comunión particularísima con él.

Por tanto, de cara a la Santa Navidad os invito también a vosotros, queridos muchachos, a hacerle espacio, a prepararos al encuentro con El, con el fin de que El halle en cada uno de vosotros su imagen auténtica, limpia y fiel.

Con estos deseos os bendigo de corazón, y con vosotros bendigo a vuestros padres y profesores, y a cuantos os han acompañado hasta aquí.

 



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