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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DE CANADÁ ANTE LA SANTA SEDE
*


Sábado 7 de abril de 1979

 

Señor Embajador:

La actitud de Vuestra Excelencia al presentar las Cartas Credenciales me ha impresionado hondamente, y antes de nada deseo darle las gracias por sus propósitos que he apreciado mucho.

Deseo que encontréis grandes satisfacciones en el marco de la alta misión que iniciáis ante la Santa Sede; esas satisfacciones serán prolongación de las que habéis experimentado ya en el servicio a vuestro país ante instancias internacionales tales corno la UNESCO y la Comisión de Derechos Humanos; brotarán asimismo de que seréis testigo y protagonista de valores espirituales que garantizan un fundamento sólido a tales derechos.

Saludo respetuosamente a vuestra persona, y además al Excmo. Sr. Gobernador General y a todo el pueblo de Canadá. Guardo un recuerdo excelente de la gran hospitalidad de las gentes que me acogieron con ocasión de mis visitas a los emigrados polacos, y conozco también los méritos y recursos humanos y espirituales de vuestros compatriotas.

Habéis subrayado, Sr. Embajador, el vivo interés de vuestro Gobierno en promover en la teoría y lograr en la realidad práctica el respeto de las personas, la justicia social la paz y el desarme, la ayuda mutua en el desarrollo, tanto en el interior del país como en el escenario internacional. Tales objetivos hacen honor a vuestro país, y la Santa Sede no puede dejar de alegrarse de ello.

Ciertamente los católicos canadienses comparten con amplitud estas preocupaciones, corno lo atestiguan numerosos documentos del Episcopado referentes a la paz, la educación, la participación de bienes, la suerte de los niños, los pobres, los sin trabajo, los refugiados y los extranjeros; y la cooperación con los países más necesitados. Porque el hombre es el camino primario y fundamental de la Iglesia.

¿Qué podernos desear sino que este interés por la dignidad de todo hombre aumente, se consolide, se extienda a todos los ambientes y a todos los sistemas hasta los confines de la tierra, y se encarne en la vida diaria a través de medidas concretas y eficaces? El respeto de los derechos inviolables del hombre reclama garantías humanas y jurídicas en el seno de cada nación y en las relaciones entre naciones, y también revisión de comportamientos, a fin de que el respeto se haga realidad en la letra y en el espíritu. Requiere todavía más, convicciones sólidas y motivaciones de orden ético y espiritual que las ciencias son incapaces de proporcionar por sí mismas; es éste precisamente el drama de nuestra época tan orgullosa de sus conquistas técnicas —y con razón—, tan fuerte en riquezas materiales aquí y allá. tan imbuida casi siempre de miras humanistas, pero tan débil muchas veces al llevar a la práctica el espíritu de los derechos humanos y al educar al hombre en la perspectiva de sus deberes al mismo tiempo que de sus derechos.

Precisamente la fe cristiana —que tan bien ha arraigado en vuestro país marcando su civilización y orientando las costumbres e instituciones— saca el respeto de la dignidad de todo hombre y el dinamismo en servirle del amor que Dios Creador y Cristo Redentor han mostrado y muestran sin cesar a todo hombre por su salvación plena. Así, pues, la primera tarea de la Iglesia consiste en consolidar, difundir e irradiar esa fe con todos los medios espirituales y educativos que le son propios. Al hacerlo tiene la certeza también de asentar el fundamento mejor de la acción de los hombres en pro del bien de sus hermanos y de las comunidades humanas.

Estas perspectivas caracterizan los votos que hago hoy de todo corazón en la oración por el pueblo canadiense y sus gobernantes, con una intención especial por la Iglesia que está en Canadá.

Sé hasta qué, punto Vuestra Excelencia está familiarizado personalmente con estas consideraciones. Le deseo, por tanto, el cumplimiento feliz de su misión para que las relaciones entre Canadá y la Santa Sede sean cada vez más cordiales y fructíferas.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n.17, p.10.

 



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