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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN EL VII CURSO
DE LA PONTIFICIA UNIVERSIDAD GREGORIANA
PARA JUECES Y OFICIALES DE TRIBUNALES ECLESIÁSTICOS


Jueves 13 de diciembre de 1979

 

Queridísimos hijos:

1. Con gran alegría os recibo hoy a todos, jueces y demás oficiales de los tribunales, junto con los profesores y otros maestros de este VII curso de renovación, a quienes saludo paternalmente, correspondiendo con agrado a vuestro deseo de "ver a Pedro", para conversar familiarmente con vosotros.

2. Siempre he tenido en gran estima la función de la justicia en la Iglesia de Dios, cuya importancia e influjo crece de día en día. Por lo cual, siguiendo el ejemplo de mi venerable predecesor Pablo VI, que tantas veces dirigió la palabra a este curso de renovación, quiero confirmar esto, en primer lugar, con sus últimas palabras. Con él "confesamos al mismo tiempo nuestra alegría cuando os vemos dedicados al estudio del derecho canónico, vosotros que procedentes de diversas partes de la tierra, habéis participado con tanto interés y seria preocupación en este curso. Queremos manifestar abiertamente la confianza que depositamos en vuestro instituto, que acertadamente se fundó en nuestra Universidad Gregoriana, y al que vemos, con paternal consuelo, crecer en eficacia" (Pablo VI, Alocución a los participantes en el III curso de renovación canónica para jueces y otros oficiales de los tribunales, 14 de diciembre de 1973: AAS 66, 1974. 10; .L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 23 de diciembre 1973).

3. Además, con este motivo, me complazco en aprobar y alabar la nueva institución de esta facultad de derecho canónico que ha establecido recientemente un título especial de jurisprudencia para favorecer mejor la praxis de la justicia. Es justo alabar este esfuerzo y desear de corazón que llegue a feliz éxito esta escuela especial y palestra de jurisprudencia.

4. Finalmente, séame permitido inculcar en vuestro espíritu este santo principio: que vuestra función y ministerio de justicia es realmente sacerdotal y pastoral, como afirmó también el Papa Pablo VI, de venerada memoria. Vosotros sois "sacerdotes de la justicia", pues en vuestro noble ministerio brilla la luz de Dios, que es la justicia absoluta, y vuestra función como jueces eclesiásticos sirve y ayuda a los miembros del Pueblo de Dios que están necesitados (Alocución a la S. R. Rota, 17 de febrero de 1979: AAS 71, 1979, 422-427: cf. pág. 423 citando a Pablo VI y AAS 57, 1967, 234; Alocución a la S. R. Rota, 8 de febrero de 1975 en AAS 65, 1975, 101).

5. Esto no tendrá verdadera eficacia, a no ser que el derecho canónico se contemple situado en el misterio de la Iglesia (cf. Con. Vat. II Decret. Optatam totius, 16), de manera que se cultive como elemento de la vida eclesial, se aplique en servicio del hombre redimido, se proponga para aumentar el sentido de. la dignidad humana y se admita de acuerdo con su propia naturaleza. Porque el derecho eclesiástico no es sólo cierto signo de la justicia, sino también señal de una comunión de vida más profunda en Cristo, de modo que toda la justicia canónica brille por la caridad, así como la misma equidad canónica es fruto de benignidad y caridad.

6. Esta caridad divina, regeneradora del hombre, revela e ilumina la verdadera imagen del hombre. Pues el hombre, creado por Dios, se eleva a Dios para reconocerse a sí mismo en Dios y expresar su imagen en el amor de la Trinidad. Es necesario que todas estas cosas, ilustradas por la fe viva, brillen en la vida de la Iglesia y también en vuestro ministerio. ¿Qué sería el derecho eclesial sin caridad, qué sería la justicia sin la tutela de los derechos, y acaso no sería vana una tutela de los derechos que no fuese la aplicación sincera y eficaz de los mismos? ¿Qué se puede desear hoy más, después de las solemnes, declaraciones de los derechos fundamentales, sino su pleno reconocimiento? ¿Qué se puede desear hoy más que su real y sincera aplicación?

7. Hay que estimar mucho esta tutela de los derechos y especialmente en nuestro tiempo, cuando parece que la Iglesia es la única defensora del hombre redimido. "Cristo Redentor revela plenamente el hombre al mismo hombre. Tal es —si se puede expresar así— la dimensión humana del misterio de la redención" (Enc. Redemptor hominis, 10: AAS 71, 1979, 274).

8. Esta verdad del hombre redimido hay que cuidarla y protegerla especialmente en el matrimonio cristiano y en la familia cristiana. Vosotros sois ante todo los defensores de este matrimonio sagrado, ya que no permitís se rompa el vínculo de amor indisoluble, tratáis de que se conserve el consentimiento del amor, defendéis los matrimonios válidos, honráis los matrimonios fecundos, sostenéis a los cónyuges en la fidelidad para no ver a sus hijos dispersos y abandonados.

9. Sea éste vuestro servicio a la justicia, que es espejo de la caridad divina. Pues en el matrimonio Dios ha depositado estas relaciones de amor, por medio, de las cuales el amor mutuo vea y exprese la naturaleza trinitaria en el fruto mismo de su amor. Dios creó al hombre a su imagen, varón y mujer (cf. Gén 27), a quienes dijo "creced y multiplicaos" (Gén 1, 28). Nadie destruya esta unidad de amor, porque lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre (cf. Mt 19, 6), y nadie deje privados de sus padres a quienes engendró el amor mutuo. Grande es este sacramento que es revelación de la vida divina. por el que el hombre se hace a imagen de Dios (cf. Gén 1, 26).

10. Esta dignidad del matrimonio se os confía a vosotros, ministros de la justicia divina, en virtud de vuestro peculiar ministerio, para que se conserve incontaminada, para que en este sacramento tan grande vea siempre la Iglesia una figura de su misma vida, por cuanto Cristo desposó a la Iglesia (cf. Ef 5, 25-33). •

Hijos queridísimos, he querido deciros todo esto con efusión de amor y con brevedad para daros aliento, para que se robustezca vuestro servicio eclesial, para honor mayor de vuestro ministerio. Lo confirmo todo con mi bendición apostólica y lo pongo confiadamente en las manos de Dios omnipotente.

 



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