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DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
AL TRIBUNAL DE LA SACRA ROTA ROMANA


Sábado 17 de febrero de 1979

 

Os agradezco esta visita, y en particular doy las gracias a vuestro venerado mons. Decano que se ha hecho intérprete de vuestros sentimientos.

Os saludo a todos de corazón y me alegro de esta ocasión que me permite encontrar, por primera vez, a quienes encarnan por excelencia la función judicial de la Iglesia al servicio de la verdad y de la caridad para la edificación del Cuerpo de Cristo, y reconocer en ellos, como también en todos los administradores de la justicia y en los estudiosos del Derecho Canónico, a los profesionales de una tarea vital en la Iglesia, testigos infatigables de una justicia superior en un mundo marcado por la injusticia y la violencia y, por lo tanto, valiosos colaboradores de la actividad pastoral de la misma Iglesia.

1. Como bien sabéis, en la vocación de la Iglesia entran también el empeño y el esfuerzo de ser intérprete de la sed de justicia y de dignidad que los hombres y mujeres sienten vivamente en la época actual. Y en esta función de anunciar y sostener los derechos fundamentales del hombre en todos los estadios de su existencia, la Iglesia es confortada por la comunidad internacional que ha celebrado recientemente, con iniciativas especiales, el treinta aniversario de la Declaración universal de los Derechos del Hombre y que ha proclamado el 1979 "Año Internacional del Niño".

Quizá el siglo XX calificará a la Iglesia como el principal baluarte y sostén de la persona humana en todo el arco de su vida terrena, desde su concepción. En la evolución de la auto-conciencia eclesial, la persona humano-cristiana encuentra no sólo un reconocimiento, sino también y sobre todo una tutela abierta, activa, armónica de sus derechos fundamentales en sintonía con los de la comunidad eclesial. También éste es un deber irrenunciable de la Iglesia, que en el terreno de las relaciones persona-comunidad ofrece un modelo de integración entre el desarrollo ordenado de la sociedad y la realización de la personalidad del cristiano en una comunidad de fe, esperanza y caridad (cf. Lumen gentium, 8).

El Derecho Canónico cumple una función sumamente educativa, individual y social, en el intento de crear una convivencia ordenada y fecunda en la que germine y madure el desarrollo integral de la persona humano-cristiana. Esta, en efecto, sólo puede realizarse en la medida en que se niega como individualidad exclusiva, siendo su vocación juntamente personal y comunitaria. El Derecho Canónico consiente y favorece este perfeccionamiento característico en cuanto conduce a la superación del individualismo: de la negación de sí como individualidad exclusiva, lleva a la afirmación de sí como socialidad genuina, mediante el reconocimiento y el respeto del otro como "persona" dotada de derechos universales, inviolables e inalienables, y revestida de una dignidad trascendente.

Pero el deber de la Iglesia y su mérito histórico de proclamar y defender en todo lugar y en todo tiempo los derechos fundamentales del hombre, no la eximen, antes la obligan a ser ante el mundo "speculum iustitiae, espejo de iusticia". La Iglesia tiene al respecto una responsabilidad propia y específica.

Esta opción fundamental que representa una toma de conciencia por parte de todo el "Pueblo de Dios", no cesa de interpelar y estimular a todos los hombres de la Iglesia —y en particular a quienes, como vosotros, tienen una función especial al respecto— «para amar la justicia y el derecho» (Sal 33, 5). Más aún, esto corresponde sobre todo a los que actúan en los tribunales eclesiásticos, es decir, a aquellos que deben «juzgar con justicia» (Sal 7, 9; 9, 8; 67, 5; 96, 10. 13; 98, 9, etc.). Como afirmaba mi venerado predecesor Pablo VI, vosotros que os dedicáis al servicio de la noble virtud de la justicia, podéis ser llamados según el bellísimo apelativo que ya usaba Ulpiano, «Sacerdotes iustitiae, sacerdotes de la justicia», porque se trata, en efecto, de «un noble y alto ministerio sobre cuya dignidad se refleja la luz misma de Dios, Justicia primordial y absoluta, fuente purísima de toda justicia terrena. Bajo esta luz divina hay que considerar vuestro "ministerium iustitiae, ministerio de justicia", que debe ser siempre fiel e irreprensible; bajo esta luz se comprende cómo él deba huir de la más pequeña mancha de injusticia para conservar tal ministerio en su carácter de pureza cristalina" (Insegnamenti di Paolo VI, III, 1965, 29-30).

2. El gran respeto debido a los derechos de la persona humana que deben ser tutelados con todo empeño y solicitud, debe inducir al juez a la observancia exacta de las normas de procedimiento que constituyen precisamente las garantías de los derechos de la persona.

El juez eclesiástico, además, no sólo deberá tener presente que la «exigencia primaria de la justicia es respetar a las personas» (L. Bouyer, L'Eglise de Dieu, Corps du Christ et temple de l'Esprit, París 1970, 599), sino más allá de la justicia él deberá tender a la equidad, y más allá de ésta, a la caridad (cf. P. Andrieu-Guitrancourt, Introduction sommaire à l'etude du droit en général et du droit canonique en particulier, París 1963, 22).

En esta línea, históricamente consolidada y experimentalmente vivida, el Concilio Vaticano II declara: «hay que obrar con todos conforme a la justicia y al respeto debido al hombre» (Dignitatis humanae, 7), y habla incluso, para la sociedad civil, de un «orden jurídico positivo que establezca la adecuada división de las funciones institucionales de la autoridad política, así como también la protección eficaz e independiente de los derechos» (Gaudium et spes, 75). Bajo tales presupuestos, con ocasión de la reforma de la Curia, la Constitución Regimini Ecclesiae universae estableció que fuese instituida una sección segunda en el Supremo Tribunal de la Signatura Apostólica, con la competencia de dirimir lo «contencioso... derivado de un acto de la potestad administrativa eclesiástica, llevado a la misma Signatura por una apelación interpuesta o un recurso contra una decisión del dicasterio competente, siempre que se considere que un acto determinado haya violado alguna ley» (AAS 59, 1967, 921-22).

En fin, para recordar el perfil insuperable que sobre esto trazó el Papa Pablo VI, «el juez eclesiástico es, por esencia, esa quaedam iustitia animata de la que habla Santo Tomás, citando a Aristóteles. Debe, por tanto, sentir y cumplir su misión con espíritu sacerdotal, adquiriendo juntamente con la ciencia (jurídica, teológica, sicológica, social, etc.), un grande y habitual dominio de sí mismo unido al afán esforzado y consciente de ir creciendo en virtud para no ofuscar eventualmente, al abrigo de una personalidad defectuosa y desviada, los supremos rayos de justicia que el Señor le ha concedido para el recto ejercicio de su ministerio. Así, incluso en el momento de proclamar la sentencia, continuará siendo sacerdote y pastor de almas, solum Deum prae oculis habens» (Insegnamenti di Paolo VI, IX, 1971, 65-66; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 7 de febrero de 1971, pág. 11).

3. Deseo aludir a un problema que se presenta inmediatamente al observador de la fenomenología de la sociedad civil y de la Iglesia: esto es, al problema de la relación que media entre tutela de los derechos y comunión eclesial. No hay duda de que la consolidación y la salvaguarda de la comunión eclesial es una tarea fundamental que da consistencia a todo el ordenamiento canónico y guía las actividades de todos sus componentes. La misma vida jurídica de la Iglesia, y por esto también la actividad judicial, es en sí misma —por su naturaleza— pastoral: «la vida jurídica se encuentra entre los medios pastorales de los que se vale la Iglesia para llevar a los hombres a la salvación» (Insegnamenti di Paolo VI, XV, 1977, pág. 124; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 13 de febrero de 1977, pág. 9). Por lo tanto, ella en su ejercicio debe estar siempre profundamente animada por el Espíritu Santo, a cuya voz deben abrirse las mentes y los corazones.

Por otra parte, la tutela de los derechos y el control relativo de los actos de la administración pública constituyen para los mismos poderes públicos una garantía de valor indiscutible. En el contexto de la posible ruptura de la comunión eclesial y de la exigencia inderogable de su restauración, junto con varias instituciones preliminares (como la aequitas, la tolerantia, el arbitraje, la transacción, etc.), el derecho procesal es un hecho de Iglesia como instrumento de superación y resolución de conflictos. Más aún, en la visión de una Iglesia que tutela los derechos de cada fiel, pero promueve y protege además el bien común como condición indispensable para el desarrollo integral de la persona humana y cristiana, se inserta positivamente también la disciplina penal: incluso la pena conminada por la autoridad eclesiástica (pero que en realidad es reconocer una situación en la que el mismo sujeto se ha colocado) se ve, en efecto, como instrumento de comunión, es decir, como medio de recuperar las deficiencias de bien individual y de bien común que se manifestaron en el comportamiento antieclesial, delictivo y escandaloso de los miembros del Pueblo de Dios.

Aclara aún el Papa Pablo VI: «Pero los derechos fundamentales de los bautizados no son eficaces ni se pueden ejercer si no se aceptan las obligaciones que juntamente con ellos implica el mismo bautismo, sobre todo si no se está convencido de que hay que ejercer esos derechos en comunión con la Iglesia; más aún, estos derechos están ordenados a la edificación del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia y por lo tanto, su ejercicio debe estar en consonancia con el orden y la paz, y no es lícito que produzcan daño» (Insegnamenti di Paolo VI, XV, 1977, pág. 125: L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 13 de febrero de 1977, pág. 9).

Si después el fiel reconoce, bajo el impulso del Espíritu, la necesidad de una profunda conversión eclesiológica, transformará la afirmación y el ejercicio de sus derechos en asunción de deberes de unidad y de solidaridad para la actuación de los valores superiores del bien común. Lo recordé explícitamente en el Mensaje al Secretario general de la ONU con motivo del 30 aniversario de la Declaración de los Derechos del Hombre: «Al insistir —muy justamente— en la defensa de los derechos humanos, nadie puede perder de vista las obligaciones y deberes que van implícitos en esos derechos. Todos tienen la obligación de ejercer sus derechos fundamentales de modo responsable y éticamente justificado. Todos los hombres y mujeres tienen el deber de respetar en los demás los derechos que reclaman para sí. Asimismo todos debemos aportar la parte que nos corresponde en la construcción de una sociedad que haga posible y factible el disfrute de los derechos y el cumplimiento de los deberes inherentes a tales derechos» (Mensaje a la Organización de las Naciones Unidas, L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 24 de diciembre de 1978, pág. 14).

4. En la experiencia existencial de la Iglesia, las palabras "derecho", "juicio" y "justicia", a pesar de las imperfecciones y dificultades de todo ordenamiento humano, evocan el modelo de una justicia superior, la justicia de Dios que se propone como meta y como término de confrontación indiscutible. Esto comporta un compromiso formidable en todos los que "administran la justicia".

En la tensión histórica para una integración equilibrada de los valores, se ha querido a veces acentuar mayormente el "orden social" con perjuicio de la autonomía de la persona humana; pero la Iglesia nunca ha cesado de proclamar «la dignidad de la persona humana tal como se la conoce por la Palabra revelada de Dios y por la misma razón» (Dignitatis humanae, 2); ella siempre ha rescatado de toda forma de opresión a las miserabiles personas, denunciando las situaciones de injusticia en cuanto lo reclamaban los derechos fundamentales del hombre y su misma salvación, y pidiendo —con respeto, pero con claridad— que se pusiera remedio a semejantes situaciones lesivas de la justicia.

En conformidad con su misión trascendente, el «ministerio de la justicia» confiado a vosotros os sitúa en una responsabilidad especial para volver cada vez más transparente el rostro de la Iglesia, speculum iustitiae, encarnación permanente del Príncipe de la justicia, para arrastrar al mundo a una era bendita de justicia y de paz.

Estoy cierto de que cuantos colaboran en la actividad judicial en la Iglesia, y especialmente los prelados auditores, los oficiales y todo el personal del Tribunal Apostólico, así como los señores abogados y procuradores, son plenamente conscientes de la importancia de la misión pastoral en la que participan, y están satisfechos de desarrollarla con diligencia y dedicación, siguiendo el ejemplo de tantos insignes juristas y celosos sacerdotes que en este Tribunal han entregado sus dotes de inteligencia y corazón con admirable solicitud.

Quiero recordar en este momento al cardenal Boleslaw Filipiak, llamado a la patria celestial el año pasado; y deseo también rendir honor al ejemplo de diligencia y abnegación del venerado mons. Charles Lefebvre, de cuya preciosa experiencia continúa beneficiándose la Santa Sede, después del servicio que prestó hasta hace pocos meses en la Sacra Rota Romana.

Mi reconocimiento va también a los prelados auditores, que por motivos de salud no han podido continuar más en su servicio.

A todos vosotros mi viva gratitud y mi sincera estima, con la seguridad de mi oración: el Señor os acompañe con su ayuda y os sirvan de apoyo mi estímulo y mi. bendición.

 



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