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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS SEMINARISTAS EN EL SEMINARIO MAYOR ROMANO


Sábado 24 de febrero de 1979

 

1. Detengamos hoy nuestra atención sobre el pensamiento de San Pablo que nos propone la sagrada liturgia. La segunda lectura de la Misa, tomada de la Carta a los romanos, parece "escrita" para los que deben meditar de modo especial y profundo en su vocación, e incluso tornar responsablemente decisiones sobre ella.

El pasaje de la Carta de San Pablo habla, ante todo, de nuestra vocación eterna: «Porque a los que de antes conoció, a ésos los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo» (Rom 8, 29). Ciertamente hemos reflexionado más de una vez sobre este penetrante misterio. Nuestra vocación tiene su fuente sólo en Dios que nos conoce a cada uno en el Verbo, su Hijo, y conociendo "predestina", para que también nosotros lleguemos a ser sus hijos. De tal modo el Hijo eterno y unigénito, «engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre», tiene sus hermanos en la tierra, y «El es el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8, 29). Pensar en la vocación quiere decir tener familiaridad con el misterio eterno que es el misterio de la caridad, el misterio de la gracia. Esta es, sin duda, la dimensión fundamental y plena de nuestra preparación al sacerdocio. La gracia constituye, al mismo tiempo, el fundamento esencial de la vocación en cada uno de nosotros. Os deseo que profundicéis vuestra vocación sacerdotal en el seminario, comenzando por este misterio de gracia. La vocación es gracia y don de Dios en Jesucristo. Mediante el sacerdocio nosotros llegarnos a ser particularmente semejantes a Jesús, «el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8, 29). Tal conocimiento del don divino da a nuestra vocación su sentido profundo en la perspectiva de toda nuestra vida. La vida humana tiene pleno valor cuando constituye el reflejo y el cumplimiento de la Verdad eterna y del Amor único.

2. Siguiendo el pensamiento de San Pablo, nos hacemos conscientes de que la vocación, además de un don, es un deber. Más aún, su consolidación y profundización a lo largo de la vida humana, no puede realizarse sin esfuerzo y sin lucha espiritual. De otro modo, ¿cómo comprender y explicar estas palabras: «Si Dios está con nosotros, quién contra nosotros?» (Rom 8, 31). Tales palabras sólo encuentran su verdadero significado, su valor primero, en labios del hombre que no sólo busca, sino que también combate. ¿Por qué combate? ¿A qué conduce la lucha? Combate precisamente por la victoria que consiste en la realización del pensamiento eterno de Dios en sí mismo, en su alma, por la verdad de su vocación, por el más profundo significado de ella. En esta búsqueda, en esta lucha interna debe situarse, en cierto sentido, frente a frente con la plena realidad del amor que Dios ha revelado al hombre en Cristo: «El que no perdonó a su propio Hijo, antes lo entregó por todos nosotros» (Rom 8, 32).

El resultado de tal confrontación con la realidad revelada del amor de Dios y, en particular, con la de nuestra vocación eterna, es esta pregunta de San Pablo: «¿Quién nos separará del amor de Cristo?» (Rom 8, 35).

Precisamente así. En el centro de la reflexión sobre nuestra vocación sacerdotal se coloca este amor: «Me amó y se entregó por mí» (Gál 2, 20); «mirándome, me amó» (cf. Mc 10, 21). Si no hubiera existido esta mirada, no se hubiera dado este amor, yo no estaría aquí. No estaría en este camino. Este camino debe ser mi vocación hasta el fin de mi vida... ¿Sé en qué consiste? ¿Persevero en ella? La respuesta de San Pablo es: «Mas en todas estas cosas vencemos por Aquel que nos amó» (Rom 8, 37). Esta es una tarea increíblemente importante. Esto constituye el principio clave de toda la formación para el sacerdocio y para la vida sacerdotal, de la ascesis sacerdotal y del ministerio sacerdotal.

«Porque persuadido estoy —continúa el Apóstol— que ni la muerte, ni la vida, ...ni lo presente ni lo futuro..., ni la altura, ni la profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios (manifestado) en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rom 8, 38-39).

¿Qué puede significar "altura"? ¿Qué puede significar "otra criatura"? ¿Qué puede significar "profundidad", en la perspectiva de nuestra vocación? Es necesario mirar todo esto con pleno sentido de lo concreto, considerando adecuadamente la realidad que "yo mismo" constituyo. Y es necesario mirar todo esto con espíritu de fe; con espíritu de esperanza y confianza.

3. Esta última palabra nos orienta hacia María, «Madre de la confianza». La solemnidad de hoy es particularmente querida para todos vosotros, porque el seminario romano está dedicado precisamente a la Virgen de la Confianza.

Ante la devota imagen de la Madre de la Confianza, tan venerada y tan amorosamente guardada en este seminario, desde hace más de siglo y medio escuadras de innumerables seminaristas se han arrodillado y han encontrado en la ayuda materna de María la fuerza para superar los momentos de dificultad y la generosidad para el compromiso que requiere la correspondencia fiel a la vocación.

«Mater mea, fiducia mea, Madre mía, confianza mía», es la jaculatoria familiar entre estos muros. María es fuente inagotable de confianza porque es nuestra Madre. Cada uno de nosotros puede decir: Jesús «mirándome, me amó» (cf. Mc 10, 21). El me dirigió su mirada particular y me amó de modo especial cuando, desde lo alto de la cruz, dijo al discípulo señalando a la Madre: «He ahí a tu Madre» (Jn 19, 27).

Por lo tanto, si aceptar la vocación, elegir el sacerdocio, perseverar en el sacerdocio, quiere decir «creer en el amor» (1Jn 4, 16), entonces, en toda nuestra vida (primero de seminarista, después de sacerdote) es necesario insertar profundamente también aquella mirada desde lo alto de la cruz y las últimas palabras de nuestro Maestro: «He ahí a tu Madre». Con la ayuda de una fe y confianza tales se construye nuestro sacerdocio. El asume una semejanza particular con el que, precisamente como Hijo de María, ha venido a ser «el Primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8, 29). Entonces el sacerdocio absorbe en sí, en cierto modo, un rayo particular y personal de esta esperanza y de esta confianza, tan necesaria al hombre llamado, para recorrer los caminos tal vez difíciles de la vida, en los que debe responder al Amor eterno.

 



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