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DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
AL CONSEJO PERMANENTE
DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ITALIANA


Martes 23 de enero de 1979

 

Queridos hermanos:

1. Estoy muy agradecido a vuestro Presidente por las amables palabras que ha querido dirigirme y expreso a todos mi alegría por el encuentro de hoy. Pienso que las razones de esta alegría son tan obvias que no necesitan explicación. Este encuentro lo he esperado de modo particular, y le concedo una importancia muy grande.

«Por secreto designio de Dios», en virtud de sus inescrutables decretos, llamado el 16 de octubre de 1978 por medio de los votos del Colegio de los Cardenales, asumí, después de mis grandes y queridos predecesores, la guía de la Sede Romana de San Pedro y, juntamente con ella, el servicio a toda la Iglesia, para quien el Obispo de Roma se convierte, según la definición de San Gregorio, en «siervo de los siervos de Dios».

Lo mismo que es mi vivo deseo cumplir con este ministerio y con todos los deberes que de él se derivan, entregando mis fuerzas y mi amor a todas las Iglesias que existen en la unidad universal de la Iglesia católica y a todos sus Pastores, que son mis hermanos en el ministerio episcopal, así también, pero de manera muy particular, quiero prestar mi servicio a la Iglesia, en esta tierra italiana elegida por la Providencia, y a los obispos que, en unión colegial con el Sucesor de Pedro, son sus Pastores.

2. Verdaderamente ésta es la tierra elegida por la Providencia para ser el centro de la Iglesia. Aquí, donde estuvo la capital del Imperio Romano, vino Pedro (y al mismo tiempo también Pablo) para traer el Evangelio y para dar comienzo no sólo a esta Sede, sino a otras muchas: en todas partes surgieron comunidades cristianas llenas de fe y de sacrificio, prontas a dar la vida y a derramar la sangre por Cristo, durante las persecuciones que se vinieron sucediendo hasta el año 313. En esta península, entre los Alpes y Sicilia, se remontan hasta tiempos tan antiguos y a otros más recientes, pero siempre lejanos, numerosas sedes episcopales, que durante dos milenios han sido centro de evangelización y de vida del nuevo Pueblo de Dios, puntos de apoyo para muchos cristianos y de ayuda humana para tantas comunidades, iniciativas e instituciones.

¡Con qué sentimientos de veneración y emoción se encuentra en medio de toda esta riqueza de vida y tradición cristiana el hijo de una nación que, de modo tan evidente, vinculó su historia milenaria a este centro de la fe y la cultura, desarrollada en torno a la Sede de San Pedro!

¡Y qué indeciblemente está agradecido por todo lo que, durante estos primeros meses del nuevo pontificado, le han demostrado los hijos e hijas de esta noble tierra! Deseo poner hoy en vuestras manos la expresión de esta gratitud, queridos y venerados hermanos, que, como miembros del Consejo permanente, representáis aquí a todo el Episcopado italiano. Si la elección de Juan Pablo II ha sido —como oímos decir con frecuencia— una nueva manifestación y una prueba de la universalidad de la Iglesia, entonces, séame permitido decir que de esto también participa el Pueblo de Dios que está en Roma y en toda Italia. La conciencia de la universalidad de la Iglesia es también, ciertamente, uno de los signos de aquel sensus fidei (sentido de fe) de que habla la Constitución Lumen gentium. «La totalidad de los fieles que han recibido la unción del Espíritu Santo (cf. 1Jn 2, 20 y 27), no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo, cuando "desde los obispos hasta los últimos fieles laicos" (cf. San Agustín, De praed. Sanct., 14, 27; PL 44, 980) presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres. Con este sentido de la fe, que el Espíritu de verdad suscita y mantiene, el Pueblo de Dios se adhiere indefectiblemente a la fe confiada de una vez para siempre a los santos (cf. Jds 3), penetra más profundamente en ella con juicio certero y le da más plena aplicación en la vida, guiado en todo por el sagrado Magisterio, sometiéndose al cual no acepta ya una palabra de hombres, sino la verdadera Palabra de Dios (cf. 1Tes 2, 13)» (Lumen gentium, núm. 12, cf. núm. 35).

3. Así, pues, al encontrarme hoy ante vosotros, deseo replantear con vosotros esa causa que nos es común a todos, es decir, construir la Iglesia de Dios, anunciar el Evangelio, trabajar por la elevación del hombre a la dignidad de hijo de Dios, difundir los valores del espíritu humano estrechamente ligados con esa elevación. Quiero ejercitar esta misión juntamente con vosotros, queridos hermanos, inspirándome en los principios de la unidad colegial que elaboró el Concilio Vaticano II con profundidad, sencillez y precisión, el cual subraya que el Señor Jesús instituyó a los Apóstoles «a modo de Colegio o grupo estable, a la cabeza del cual puso a Pedro, elegido de entre ellos» (Lumen gentium, 19). Y como San Pedro y los demás Apóstoles constituían, por voluntad del Señor, un Colegio único, así los obispos y el Sucesor de Pedro están unidos entre sí en un solo Colegio o cuerpo episcopal con y bajo el Sucesor de Pedro (cf. Lumen gentium, 19-22; Christus Dominus, 22).

Por lo cual el Romano Pontífice —como afirma también el Concilio— «es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, así de los obispos como de los fieles. En cambio, los obispos son, individualmente, el principio y fundamento visible de unidad en sus Iglesias particulares, formadas a imagen de la Iglesia universal, en las cuales y a base de las cuales se constituye la Iglesia católica, una y única» (Lumen gentium, 23).

De aquí nace la exigencia de una plena comunión de los obispos entre sí y con el Sucesor de Pedro, en la fe, el amor, los proyectos y la acción pastoral.

Esta comunión se amplía en la comunión de cada obispo con sus propios sacerdotes, con los religiosos y religiosas, es decir, con las almas que han entregado totalmente la propia vida al servicio del Reino. Aquí, la comunión se manifiesta, por una parte, en la solicitud de los Pastores por las necesidades espirituales y materiales de estos hijos, más cercanos a ellos y frecuentemente más expuestos a las dificultades procedentes de un ambiente secularizado, y, por otra, en el interés que ponen los sacerdotes, religiosos y religiosas en unirse en torno a sus obispos, para escuchar dócilmente su voz y seguir fielmente sus directrices.

La comunión entre obispos, clero y religiosos construye la comunión con el laicado, que con toda la riqueza de dones y aspiraciones, capacidades e iniciativas, tiene un papel decisivo en la obra de evangelización del mundo contemporáneo. En la Iglesia pueden existir legítimamente diversos grados de conexión con el apostolado jerárquico, y múltiples formas de compromiso en el campo pastoral. De la aceptación cordial de todas las fuerzas de inspiración claramente católica y de su valoración en los planos de acción pastoral, sólo pueden derivarse ventajas seguras para la presencia cada vez más incisiva de la Iglesia en el mundo.

Además, urge comprometerse en el esfuerzo para recuperar la plena comunión eclesial de los movimientos, organismos, grupos, que, nacidos del deseo de una coherente adhesión generosa al Evangelio, todavía no están en la óptica comunitaria requerida para un actuar cada vez más consciente de la responsabilidad común de todos los miembros del Pueblo de Dios. Será necesario crear nuevas oportunidades de encuentro y de confrontación, en clima de apertura y cordialidad, alimentado en la mesa de la Palabra de Dios y del Pan eucarístico; será preciso reanudar el diálogo con paciencia y confianza, cuando se haya interrumpido, sin dejarnos desalentar por los obstáculos y asperezas del camino hacia la comprensión y el entendimiento. Pero esto no puede lograrse sin el obsequio que todos los fieles deben al magisterio auténtico de la Iglesia y también respecto de las cuestiones relacionadas con la doctrina sobre fe y costumbres. La armonía entre unidad institucional y pluralismo pastoral es una meta difícil y jamás lograda definitivamente: depende del esfuerzo concorde y constante de todas las fuerzas eclesiales, y hay que buscarla a la luz del axioma siempre actual: «En lo necesario, unidad, en lo dudoso, libertad, en todo, caridad».

4. Por último, querría subrayar que la comunión tiene sus defensas que, por lo que atañe a los obispos, se resumen sobre todo en la vigilancia prudente y valerosa respecto a las insidias que amenazan desde fuera y desde dentro la cohesión de los fieles en torno al patrimonio común de las verdades dogmáticas, los valores morales, y normas disciplinares.

La comunión tiene sus instrumentos, entre los que destaca el representado por vuestra Conferencia nacional, de la que es justo esperar siempre la mayor eficiencia y la unión cada vez más vertebrada con las demás estructuras eclesiales a nivel regional y diocesano.

No se debe infravalorar el instrumento que constituye la prensa, y en particular el diario católico, por las posibilidades que ofrece de diálogo constructivo entre los fieles de cada punto de la nación, en orden a la maduración personal y comunitaria de opciones responsables y, cuando sea necesario, valientemente proféticas, en el contexto de una opinión pública muy frecuentemente acuciada por voces que nada tienen de cristiano. Por esto, me permito hacer una llamada a vuestra buena voluntad, a vuestras energías, a las capacidades organizativas de cada diócesis, en favor de un apoyo cada vez más válido a una causa tan importante y digna.

5. Porque la Iglesia está puesta como «sacramento universal de salvación», a ella «incumbe la necesidad a la vez que el derecho sagrado de evangelizar» (Ad gentes, 7).

En el precepto del Señor: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16, 15) se funda el «derecho sagrado» de enseñar su doctrina y los principios morales que regulan la actividad humana en orden a la salvación.

Sólo cuando este «derecho sagrado» es respetado en sí mismo y en su ejercicio, se respeta el principio que el Concilio proclama como cosa más importante entre las que miran al bien de la Iglesia, más aún, al bien de la misma ciudad terrestre, y que hay que conservar y defender en todas partes y siempre, a saber, que «la Iglesia en su actuación goce de tanta libertad cuanta le sea necesaria para proveer a la salvación de los hombres».

En efecto, ésta es la libertad sagrada con la que el Unigénito Hijo de Dios enriqueció a la Iglesia, adquirida con su sangre.

A este principio fundamental, la libertad, se remite la Iglesia en sus relaciones con la comunidad política y, en particular, cuando —de común acuerdo— persigue la puesta al día de los instrumentos jurídicos, ordenados a la sana cooperación entre Iglesia y Estado, con respeto leal a la soberanía de ambos, para bien de las mismas personas humanas.

6. Os habría de decir aún muchas cosas. Pero, en este primer coloquio, debernos limitarnos a las más importantes y más actuales.

Deseo que este encuentro sea el comienzo de nuestra cooperación colegial, esto es, de cada uno de vosotros, queridos y venerados hermanos, y de todos los obispos y pastores de la Iglesia en Italia.

Deseo con todo el corazón compartir vuestro ministerio, vuestra solicitud, vuestras dificultades, vuestras esperanzas, vuestros sufrimientos y vuestras alegrías.

En conformidad con mí ministerio y, al mismo tiempo, conservando pleno respeto a la misión individual y colegial de cada uno de vosotros, hijos de esta tierra italiana, querría que se realizase, de modo singular, este deseo: «El Señor lo hizo crecer en medio de su pueblo».

Nos vivifica la fe común y el mismo amor a Cristo, el único que sabe lo que hay dentro del hombre (cf. Jn 2, 25).

Salgamos al encuentro de este hombre de nuestros tiempos —a veces extraviado (también en esta tierra tan rica en el patrimonio cristiano más hermoso)—, mediante nuestro servicio ejercido en unión con los sacerdotes, religiosos y religiosas, y en cooperación solidaria con todos los laicos.

Deseo de corazón que, bajo la protección de la Madre de la Iglesia y de los Santos Patronos de Italia, podamos cumplir bien la misión que nos encomendó el Señor, y que nuestros hermanos y hermanas experimenten la alegría de nuestra comunión, y juntamente con vosotros vivan la gran dignidad de la vocación cristiana.

 



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