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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN UNA ASAMBLEA DE ESTUDIO
ORGANIZADA POR LAS OBRAS MISIONALES PONTIFICIAS
EN EL 60 ANIVERSARIO DE LA «MAXIMUM ILLUD»


Jueves 28 de junio de 1979

 

Queridos hermanos en el Episcopado,
hermanos y hermanas carísimos:

Con especial efusión de sentimientos os recibo hoy, agradeciéndoos el haber expresado vuestro deseo de tener este encuentro. Dirijo a todos mi saludo más cordial, viendo en vosotros y en los muchos miembros de las Obras Misionales Pontificias a quienes representáis, a personas particularmente activas de la Iglesia italiana, que han madurado el propio sentido de la responsabilidad en relación con las exigencias misioneras del Pueblo de Dios.

En el sexagésimo aniversario de la Encíclica Maximum illud, publicada por mi predecesor Benedicto XV, de venerable memoria, vuestra asamblea ha elegido oportunamente como propio tema de estudio "La misión en el corazón de la Iglesia".

La Iglesia, en efecto, nació misionera. En el mismo día del primer Pentecostés, según se cuenta en los Hechos de los Apóstoles (cap. 2), pueblos de diversa procedencia fueron espectadores y al mismo tiempo destinatarios y primeros beneficiarios de lo que el Espíritu de Dios realizó poderosamente en los discípulos recogidos en el Cenáculo de Jerusalén. Irresistiblemente investidos por aquel Espíritu, no podían dejar de proclamar en, diversas lenguas "las grandezas de Dios" (Act 2, 11). Con estos primeros heraldos sintoniza el Apóstol de las Gentes cuando afirma: "Si evangelizo... es que se me impone como necesidad. ¡Ay de mí si no evangelizara! (1 Cor 6, 16)

Todo esto vale, en primer lugar y personalmente, para cada uno de los misioneros por su específica vocación. Pero vale también, por extensión, para toda la comunidad cristiana, cuyos miembros ya por la mera llamada bautismal deben "aparecer como antorchas en el mundo, llevando en alto la palabra de vida" (Flp 2, 15-16) ; es decir, deben irradiar e impartir aquel tesoro de fe y comunión que todo cristiano tiene.

Justamente, por tanto, se expresa el Concilio Vaticano II cuando dice: "La actividad misionera fluye de la misma naturaleza íntima de la Iglesia, cuya fe salvífica propaga, cuya unidad católica perfecciona dilatándola, con cuya apostolicidad se sustenta, cuyo sentido colegial de la jerarquía pone en práctica, cuya santidad testifica, difunde y promueve" (Ad gentes, 6). En este sentido de común participación debe leerse también la Encíclica del Papa Benedicto XV en la que, anticipándose a su tiempo, invitaba a los obispos a conceder algunas vocaciones sacerdotales diocesanas para las necesidades más amplias y urgentes de la Iglesia universal (cf. AAS, 11, 1919, pág. 452).

Así, pues, la misión no es un compromiso marginal ni, mucho menos, superfluo. Decir que está en el corazón de la Iglesia significa subrayar que se trata de una cuestión vital para la comunidad cristiana. No en balde San Pablo compara el anuncio del Evangelio con la acción de plantar (cf. 1 Cor 3, 6), de echar los cimientos (ib., 3, 10), y de engendrar (ib., 4, 15). Imágenes, todas ellas, que describen otras tantas actividades de primordial importancia y que coinciden en evidenciar el valor básico de la misión evangelizadora. Y no son actividades que se realicen de una vez para siempre, ya que hay que cultivar la semilla sembrada, edificar la construcción iniciada, educar lo que ha nacido, "hasta ver a Cristo formado en vosotros" (Gál 4, 19). Esto requiere una constante y cuidadosa atención; en efecto, según la parábola de Jesús, no es por desgracia, imposible dormirse y favorecer así la intervención del "enemigo", sembrador de cizaña (Mt 13, 25 y ss.).

Vosotros, miembros de las Obras Misionales Pontificias, sois ciertamente de aquellos que vigilan con diligencia y solicitud, para que la acción misionera de la Iglesia sea verdaderamente fecunda y continua y para que nunca disminuya en la Iglesia la conciencia viva de su responsabilidad a este respecto. Recibid, por tanto, mi aplauso y mi estímulo más cordiales, con el deseo sincero y confiado en las manos del Señor, de una eficacia cada vez mayor en vuestra celosa actividad.

En prenda de tales deseos, me complace impartir la más amplia bendición apostólica a todos vosotros, extendiéndola de modo especial a los beneméritos misioneros que trabajan en todo el mundo.

 



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