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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A UNA PEREGRINACIÓN DE LA DIÓCESIS DE MÓDENA
Y DE LA COMUNIDAD PARROQUIAL
DE LOS SANTOS MÁRTIRES DE LEGNANO


Sábado 3 de noviembre de 1979

 

Queridísimos hermanos y hermanas:

Saludo cordialmente a los participantes en dos peregrinaciones distintas; la de la diócesis de Módena, presidida por el arzobispo Bruno Foresti, y la de la comunidad parroquial de los Santos Mártires de Legnano, con el párroco. Me complace que hayáis querido incluir en vuestro programa este encuentro que no sólo me alegra, sino que es motivo de agradecimiento sincero también de mi parte por vuestra devoción filial.

Una peregrinación a Roma como la que habéis emprendido laudablemente se sitúa siempre por su naturaleza en la perspectiva de la fe. Además, ésta se puede precisar y definir si sabemos responder a esta pregunta: ¿Por qué hacer una peregrinación a Roma? La respuesta a esta interrogación es doble.

Ante todo, a Roma se viene porque aquí están las tumbas de los gloriosos Apóstoles Pedro y Pablo, en la Basílica Vaticana y en la de la vía Ostiense, respectivamente. En la vida tuvieron momentos y modos de llamada diferentes, ámbitos distintos de evangelización y también un estilo distinto, sea por temperamento, como por formación cultural; pero los ensambló su fe total en el único Señor Jesucristo y dieron testimonio supremo igualmente glorioso con su muerte violenta aquí en Roma. Ante sus sepulcros no es posible quedarse indiferente; éstos no son mudos, sino que nos hablan de los dos Apóstoles con el lenguaje solemne del recuerdo noble e indeleble. De modo que para vosotros y todos los peregrinos cristianos que vienen a Roma, son válidas a la letra las palabras que escribió Pablo con significado espiritual a los Efesios: "No sois extranjeros o huéspedes, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el fundamento de los Apóstoles" (Ef 2, 19-20). En efecto, aquí cada bautizado retorna al comienzo casi del árbol genealógico de su identidad cristiana y sabe que se encuentra en familia, porque el suelo de Roma ha sido rociado con la sangre de los mártires. antepasados nuestros en la fe y fundadores de nuestra dignidad de hombres redimidos. Este elemento histórico es esencial en nuestro Credo y también en vuestra peregrinación: pues es, en efecto, como el trámite hacia una confrontación adorante con Aquel que "se hizo carne y habitó entre nosotros" (Jn 1, 14) y envió a sus "testigos a Jerusalén, a toda la Judea, a Samaria y hasta los extremos de la tierra" (Act 1, 8), hasta aquí, hasta Roma, y luego hasta vuestras diócesis y parroquias. En este punto mi palabra no puede menos de hacerse exhortación y repetiros un texto de la Carta a los Hebreos: "Acordaos de quienes os precedieron y os predicaron la Palabra de Dios, y considerando el fin de su vida, imitad su fe" (Heb 13, 7).

En segundo lugar, para los cristianos, y sobre todo para los católicos que vienen a Roma, hay una motivación que nace no tanto del pasado cuanto del presente. Porque aquí tiene la sede el Sucesor viviente de Pedro, que no sólo está al frente de la diócesis romana, sino que desempeña también un ministerio de irradiación universal. Su función pastoral, herencia de la del Pescador de Betsaida de Galilea, consiste tanto en "confirmar a los hermanos" en la fe (Lc 22, 32), como más en general, en "apacentar a las ovejas" (Jn 21, 17) de la grey de Cristo, no sólo impidiendo que se descarríen o se disgreguen, sino impulsando asimismo su crecimiento y expansión.

Por tanto, sea nuestro encuentro de hoy ocasión propicia, a través de la confirmación de vuestra pertenencia eclesial, para reforzar la adhesión límpida y exclusiva a quien nos ha amado como ningún otro y se ha entregado a Sí mismo por nosotros (cf. Gál 2, 20), y para sacar de aquí estímulo nuevo y aliento a fin de afrontar con serenidad y vigor cristianos las tareas diarias y las dificultades que nunca faltan.

De estos votos es prenda mi paterna bendición apostólica que imparto de corazón a vosotros y a cuantos amáis.

 



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