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VIAJE APOSTÓLICO A LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS SEMINARISTAS DE LA ARCHIDIÓCESIS DE FILADELFIA


Seminario de San Carlos
Miércoles 3 de octubre de 1979

 

Amadísimos hermanos e hijos en Cristo:

Una de las cosas que más deseaba durante mi visita a los Estados Unidos ha llegado por fin. Quería visitar un seminario y encontrarme con los seminaristas. Y a través de vosotros querría comunicar a todos los seminaristas lo que significáis para mí, lo que significáis para el futuro de la Iglesia, para el futuro de la misión que Cristo nos encomendó.

Vosotros ocupáis un lugar especial en mis pensamientos y en mis plegarias. En vuestras vidas está la gran promesa para el futuro de la evangelización. Y vosotros nos dais la gran esperanza de que la auténtica renovación de la Iglesia, comenzada por el Concilio Vaticano II, dará sus frutos. Pero para que esto suceda, debéis recibir en el seminario una sólida y acabada preparación. Esta convicción personal de la importancia de los seminarios, me indujo a escribir en mi Carta a los obispos de la Iglesia el Jueves Santo, estas palabras:

"La plena revitalización de la vida de los seminarios en toda la Iglesia será la mejor prueba de la efectiva renovación hacia la cual el Concilio ha orientado a la Iglesia".

1. Para que los seminarios cumplan su misión en la Iglesia, son de crucial importancia dos actividades en todo programa del seminario: la enseñanza de la Palabra de Dios, y la disciplina.

La formación intelectual del sacerdote, que es tan vital en los tiempos en que vivimos, abarca algunas ciencias humanas, así como las diferentes ciencias sagradas. Todas ellas ocupan un lugar importante en vuestra preparación para el sacerdocio. Pero la faceta prioritaria en los seminarios de hoy ha de ser la enseñanza de la Palabra de Dios en toda su pureza y su integridad, con todo lo que ella exige y en todo su poder. Todo esto fue afirmado claramente por mi amadísimo predecesor Pablo VI, cuando escribió que la Sagrada Escritura es "una fuente perpetua de vida espiritual, el instrumento principal para establecer la doctrina cristiana, y el centro de todo el estudio teológico" (Constitución Apostólica Missale Romanum, 3 de abril de 1969). Por tanto, si vosotros, los seminaristas de esta generación, tenéis que estar preparados adecuadamente para recoger la herencia y el desafío del Concilio Vaticano II, habéis de estar bien preparados en la Palabra de Dios.

En segundo lugar, el seminario debe proporcionar una sana disciplina para prepararse a una vida de servicio consagrado, según la imagen de Cristo. Su finalidad fue definida muy bien por el Concilio Vaticano II: "Hay que apreciar la disciplina de la vida del seminario no sólo como eficaz defensa de la vida común y de la caridad, sino como parte necesaria de toda la formación, para adquirir el dominio de sí mismo, fomentar la sólida madurez de la persona y lograr las demás disposiciones de ánimo que sirven sobremanera para la ordenada y fructuosa actividad de la Iglesia" (Optatam totius, 11).

Cuando la disciplina es ejercitada adecuadamente, puede crear una atmósfera de recogimiento, que capacita al seminarista para desarrollar interiormente aquellas actitudes que son tan deseables en un sacerdote, tales como la obediencia alegre, la generosidad y el sacrificio de sí mismos. En las diferentes formas de vida comunitaria que son apropiadas para el seminario, aprenderéis el arte del diálogo: la capacidad de escuchar a los demás y de descubrir la riqueza de su personalidad, la capacidad de daros a vosotros mismos. La disciplina del seminario, antes que disminuir vuestra libertad, la reforzará, porque ayudará a desarrollar en vosotros aquellos rasgos y actitudes mentales y afectivas que Dios os ha dado, y que enriquecen vuestra humanidad y os ayudan a servir de un modo más efectivo a su pueblo. La disciplina os ayudará también a ratificar día a día la obediencia que debéis a Cristo y a su Iglesia.

2. Quiero recordaros la importancia de la fidelidad. Antes de que seáis ordenados, sois llamados por Cristo a hacer una opción libre e irrevocable en favor de la fidelidad a El y a su Iglesia. La dignidad humana requiere que mantengáis esta opción, que guardéis vuestra promesa a Cristo, no importa con qué dificultades podáis encontraros, ni a qué tentaciones os podáis ver expuestos. La seriedad de esta opción irrevocable confiere una especial obligación al rector y a los encargados del seminario —de un modo particular al director espiritual— en orden a ayudaros a evaluar vuestra idoneidad para la ordenación. Después es responsabilidad del obispo el juzgar si debéis ser llamados al presbiterado.

Es importante que el propio compromiso sea hecho con pleno conocimiento y libertad personal. Por eso, a lo largo de estos años de seminario, tomaos tiempo para reflexionar sobre las serias obligaciones y las dificultades que forman parte de la vida del sacerdote. Considerad si Cristo os llama a la vida de celibato. Sólo después de haber alcanzado la firme convicción de que Cristo os ofrece realmente este don, que se orienta al bien de la Iglesia y al servicio a los demás (cf. Carta a los sacerdotes, 9), podéis hacer una opción responsable en favor del celibato.

Para entender lo que significa ser fieles, debemos mirar a Cristo, el "Testigo veraz" (Ap 1, 5), el Hijo que "aprendió por sus padecimientos la obediencia" (Heb 5, 8); a Jesús que dijo: "No busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió" (Jn 5, 30). Miramos a Jesús, no sólo para ver y contemplar su fidelidad al Padre a pesar de todas las dificultades (cf. Heb 12, 3), sino también para aprender de El los medios que empleó para ser fiel: especialmente la oración y el abandono a la voluntad de Dios (cf. Lc 22, 39 ss.).

Recordad que en el análisis final la perseverancia en la fidelidad es una prueba no de valor y fortaleza humanos, sino de eficacia de la gracia de Cristo. Por tanto, si hemos de perseverar, hemos de ser hombres de oración que, a través de la Eucaristía, la Liturgia de las Horas y los encuentros personales con Cristo, encuentren el coraje y la gracia para ser fieles. Confiemos, por tanto, recordando las palabras de San Pablo: "Todo lo puedo en Aquel que me conforta" (FIp 4, 13).

3. Hermanos míos e hijos en Cristo: Tened siempre presentes las prioridades del presbiterado al cual aspiráis: en concreto la oración y el ministerio de la Palabra (cf. Act 6, 4).

"Es la oración la que señala el estilo esencial del sacerdocio; sin ella, el estilo se desfigura. La oración nos ayuda a encontrar siempre la luz que nos ha conducido desde el comienzo de nuestra vocación sacerdotal, y que sin cesar nos dirige... La oración nos permite convertirnos continuamente, permanecer en el estado de constante tensión hacia Dios, cosa que es indispensable si queremos conducir a los demás a El. La oración nos ayuda a creer, a esperar y amar..." (Carta a los sacerdotes, 10).

Tengo la esperanza de que, a lo largo de vuestros años de seminario, estaréis cada vez más hambrientos de la Palabra de Dios (cf. Am 8, 11). Meditad esta Palabra diariamente y estudiadla continuamente, de modo que vuestra vida entera se convierta en una proclamación de Cristo, la Palabra hecha carne (cf. Jn 1, 14). En esta Palabra de Dios se halla el comienzo y el final del ministerio, la orientación de toda actividad pastoral, la fuente rejuvenecedora de la perseverancia fiel, y aquello que puede dar significado y unidad a las distintas actividades de un sacerdote.

4. "Que la Palabra de Dios habite en vosotros abundantemente" (Col 3, 16). En el conocimiento de Cristo encontraréis la clave del Evangelio. En el conocimiento de Cristo podréis comprender las necesidades del mundo. Desde el momento que El se ha hecho como nosotros en todo, menos en el pecado, vuestra unión con Jesús de Nazaret no podrá ser nunca, y no lo será, un obstáculo para comprender y responder a las necesidades del mundo. Y, finalmente, en el conocimiento de Cristo, no sólo descubriréis y entenderéis las limitaciones de la sabiduría y las soluciones humanas a las necesidades de la humanidad, sino que experimentaréis también el poder de Jesús y el valor de la razón y el esfuerzo humanos cuando se comprenden desde la fuerza de Jesús, cuando se hallan redimidas en Cristo.

Que nuestra Madre bendita os proteja hoy y siempre.

5. Aprovecho esta ocasión también para saludar a los laicos que se encuentran hoy presentes en el seminario de San Carlos. Vuestra presencia aquí es una prueba de vuestra estima del sacerdocio ministerial, así como un recuerdo de esa estrecha colaboración entre laicos y sacerdotes, tan necesaria para el cumplimiento de la misión de Cristo en nuestro tiempo. Me alegro de que estéis presentes y os agradezco todo lo que hacéis por la Iglesia de Filadelfia. De un modo particular os pido que oréis por estos jóvenes y por todos los seminaristas, para que se mantengan era su llamada. Os pido que roguéis por todos los sacerdotes y por el éxito de su ministerio en medio del Pueblo de Dios. Y os pido que roguéis al Señor de la mies que envíe más trabajadores a su viña, la Iglesia.

 



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