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VISITA PASTORAL A TURÍN

SALUDO DEL PAPA JUAN PABLO II
A LAS AUTORIDADES CIVILES, A LOS REPRESENTANTES
DEL MUNDO DE LA INDUSTRIA Y DEL TRABAJO
Y A TODA LA POBLACIÓN


Domingo 13 de abril de 1980

 

Al comienzo de la jornada que registra mi visita peregrinación a Turín, estoy contento de encontrarme, ante todo, con las autoridades aquí presentes, y de dirigirles mi saludo cordial y respetuoso, manifestando, al mismo tiempo, la alegría por esta ocasión que me permite exteriorizar el afecto y la estima que unen al Papa con esta ciudad.

Dirijo mi pensamiento deferente, en particular, al Señor Ministro Adolfo Sarti, que en nombre del Gobierno Italiano ha querido dirigirme un gentil y deferente saludo; expreso también mi grata satisfacción al señor alcalde de la metrópoli piamontesa, que me ha acogido amablemente con su hospitalaria bienvenida, interpretando y anticipando los sentimientos de todos los ciudadanos. Saludo, además, a los distinguidos representantes del mundo de la industria y del trabajo, reunidos aquí.

Cuando, a principios de septiembre de 1978, vine a Turín como peregrino, deseoso de venerar la Sábana Santa, insigne reliquia ligada al misterio de nuestra redención, no podía sin duda prever, inmediatamente después de la elección de mi amado predecesor Juan Pablo I, que habría de volver, a menos de dos años de distancia, con otras  responsabilidades y en otro marco. Al silencio recogido de entonces, que se adaptaba bien a ese preciso momento de plegaria y reflexión, corresponde, al presente, la acogida de una población que sale al encuentro no tanto de mi persona, sino más bien al encuentro de quien está investido, por designio divino, del  mandato apostólico de Pastor universal, con responsabilidad directa respecto a cada uno de los cristianos, más aún, de cada uno de los hombres.

Mi' visita de hoy no puede menos de estar marcada por un predominante carácter pastoral que infunda en los ánimos, además del respeto por los valores fundamentales del espíritu, también la aspiración sincera y eficaz en orden a un renacimiento en los diversos sectores de la vida asociada, en sintonía con las nobles y generosas tradiciones de civilización de los turineses, y con su fe e identidad cristiana, que han ofrecido ejemplos elocuentes de renovación religiosa y social.

Las visitas de mis venerados predecesores Pío VI y Pío VII, realizadas en situaciones históricas muy particulares, fueron consideradas entonces por los turineses, en su significado de fe, como presencia pastoral del Vicario de Cristo que, en atención a los deberes de la propia misión, afronta el camino de la deportación y del exilio.

¿Cuál es, pues, el significado de mi viaje de hoy a Turín? Está claro que es principalmente el de peregrinación de la fe, emprendida y realizada en la perspectiva de la experiencia pascual de toda la Iglesia: experiencia de victoria del bien sobre el mal, del amor sobre el egoísmo, del espíritu de servicio sobre la opresión y la violencia, tal como han dado testimonio elocuente de ello los santos de esta ciudad, que florecieron en el siglo pasado, juntamente con otras personalidades ilustres, en campo de la educación, de la asistencia y de la caridad.

Está victoriosa experiencia pascual nace de la certeza de que Cristo murió y resucitó por nosotros, esto es, para ofrecer al hombre el significado auténtico de la existencia, para ser piedra angular de la historia, luz en las tinieblas de todo extravío intelectual y moral, salvación de toda la humanidad, incansablemente deseosa de paz y de felicidad.

He aquí, pues, que este itinerario mío de fe es también peregrinación hacia el hombre de hoy, que en la tierra italiana, y especialmente en esta ciudad, se halla inserto en concretas situaciones sociales, y está llamado a vivir en determinadas circunstancias históricas sus problemas :existenciales. En este contexto preciso, quiero y debo anunciar el victorioso mensaje pascual; mensaje de confianza y de esperanza. Mi encuentro adquiere así un sentido de evidente, profunda solidaridad, la cual, a la vez que satisface una necesidad del corazón y responde a una viva llamada de la conciencia, está sugerida e impuesta por el hecho de fe en la resurrección de Cristo, único Salvador del hombre.

Animado de este espíritu, me propongo, en primer término, entablar un coloquio de amistad humana con todos los miembros de la palpitante vida ciudadana; deseo animar un momento de fervor espiritual en todos los hijos de la Iglesia, y finalmente quisiera estimular a un perspicaz y generoso resurgimiento frente a las dificultades por las que atraviesa hoy la sociedad.

Ciertamente Turín, aun cuando se advierte con pena la perturbación de estos años, es consciente de los factores de civilización que emergen de su historia, estrechamente vinculada a la fatigosa construcción de la unidad de Italia; como también de los que brotan de su ardor por la ciencia y el trabajo, y que han visto siempre comprometida a esta ciudad en estudios y empresas, en orden al desarrollo de la actual sociedad de la técnica. Son valores que, entretejidos con esos más destacadamente espirituales y evangélicos, han delineado un rostro de la ciudad, que se distingue por los signos de una reconocida y bien probada generosidad hacia los que sufren y hacia los menos favorecidos. Turín magnánimo y abierto a la indigencia humana, presenta, pues, las facciones del amor, que atraen en esta hora mi mirada de profunda complacencia y de confiada satisfacción, y que nutren también mi esperanza respecto a su futuro.

Deseoso de que mi presencia constituya un signo de esperanza y de paz, elevo mi oración a fin de que en la conciencia de todos arraigue la confianza, principalmente en la asistencia divina y como consecuencia en la posibilidad de construir un porvenir próspero y eficiente, con la cooperación de todas las fuerzas de la comunidad.

Con este deseo, que brota de lo profundo del alma, doy comienzo a mi jornada en Turín implorando sobre esta ciudad las bendiciones de Dios.

 



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