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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A UN GRUPO DE OBISPOS DE VIETNAM
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM» 


Jueves 11 de diciembre de 1980

 

Queridísimos hermanos en Cristo:

1. Al Papa Pablo VI, que tanto sufrió con vuestros sufrimientos y tanto deseó poder reunirse con los obispos de Vietnam, le fue concedida únicamente la gran alegría de recibir en el Colegio de los Cardenales al anciano arzobispo de Hanoi, el venerabilísimo mons. Joseph Marie Trin-nhu-Khuê. Este decisivo acontecimiento dejaba presagiar que los Pastores de las diócesis vietnamitas podrían por fin venir a Roma y visitar a su hermano mayor, el humilde Sucesor de Pedro. El año de 1980 será histórico en los anales de vuestras Iglesias locales.

¿Cómo no recordar la visita de vuestros hermanos que vinieron, sobre todo del Norte de Vietnam, en junio último? La emocionante alocución del cardenal Joseph-Marie Trinh van-Can en la audiencia colectiva del 17 de junio, la reunión pastoral que se me concedió celebrar con ellos y en la que pasamos revista a los principales problemas religiosos de vuestro país, así como la agradable velada de charla y esparcimiento pasada en la hospitalidad de vuestra procura romana, son recuerdos muy vivos aún y queridísimos para mí. Y vosotros, con quienes había tenido yo la dicha enorme de reunirme privadamente a mediados de octubre, estáis aquí reunidos de nuevo para el abrazo de la despedida. Hasta la vista, pues espero poder recibiros todavía más veces. Fraternalmente presididos por el señor arzobispo de Hochiminhville, tendréis el gozo de llevar con vosotros, pero también pata vuestros hermanos que ya vinieron, el testimonio renovado del profundo afecto del Papa y sus reiteradas exhortaciones a vivir en la unidad, en la esperanza y en el servicio generoso a vuestra patria.

2. ¡La "gracia " de Roma no es una palabra vacía! Vosotros habéis podido, por fin, visitar, ver y escuchar a aquel que la Providencia, misteriosamente, ha hecho venir de lejos para asumir la tremenda responsabilidad de confirmar a sus hermanos en la fe y en la caridad. Permitidme que os insista una vez más: me siento especialmente próximo a los obispos de Vietnam a causa de mi misión particular, pero también porque conozco, por haberlos vivido yo mismo, los retos y las esperanzas de una Iglesia local, en el marco, es cierto, de una Conferencia Episcopal que me ha ayudado de manera singular, sin hablar de la rica experiencia colegial del Concilio y de los Sínodos romanos. ¡Permaneced también vosotros unidos al Papa, pase lo que pase! La experiencia secular de la Iglesia enseña que las iniciativas de un Episcopado afectan a la preocupación por la unidad católica, y encuentran en su referencia al Obispo de Roma la garantía y el estímulo que necesitan.

La comunión "efectiva y afectiva" con el Sucesor de Pedro, es la condición sine qua non de la unidad entre vosotros, unidad vitalmente necesaria para el pueblo. La exhortación de San Cipriano, obispo de Cartago en el siglo III, en un momento en que estaba amenazada la unidad de los obispos de su país, es siempre muy actual: "Debemos mantener esta unidad sobre todo nosotros, los obispos, que tenemos en la Iglesia la misión de presidir, para dar testimonio de que el Episcopado es uno e indivisible. Que nadie engañe a los fieles ni altere la verdad. El Episcopado es uno..." (De unitate Ecclesiae, 6-8). Gracias a Dios, esta unidad existe entre vosotros, pero debe crecer más aún. A propósito de esto, os repito mis deseos ardientes de que la Conferencia Episcopal con sus diferentes estructuras, que es uno de los instrumentos privilegiados de esta unidad de planteamientos y de acción apostólica, se desarrolle concreta y armoniosamente. Los primeros pasos de vuestra Conferencia, así como la primera Carta colegial publicada por los 37 obispos de Vietnam en mayo último, han sido para mí causa de gran alegría y de acción de gracias. Esta unión de los espíritus y de los corazones constituye en sí misma un camino de evangelización. "Que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros y el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17, 21). La unidad de los obispos entre ellos ha sido y será siempre la clave de la unidad del presbiterio, de los religiosos y religiosas, tan estrechamente asociados al ministerio del Evangelio, y de los laicos cristianos, llamados cada vez más a asumir su responsabilidad en la edificación de comunidades de fe, que busquen con equilibrio la adaptación a las nuevas necesidades.

3. Quiero confiaros aún otro deseo. Con la ayuda del Señor, vivid cada vez más en la esperanza: la esperanza evangélica fundada en la verdad de nuestra fe, en la solidez de nuestra concepción cristiana de la existencia humana. Vosotros, ciertamente, conocéis desde dentro mejor que nadie el número y la gravedad de las dificultades que pesan sobre vuestro país y vuestro ministerio pastoral. Pero también conocéis el dinamismo espiritual que anima actualmente a vuestros fieles y del que se alimenta su profundización del misterio pascual del Señor Jesús. Abandonándose en las manos de su Padre, Cristo hizo estallar, por decirlo así, desde dentro el destino que parecía aplastarlo. Transformó la necesidad en esperanza. Cristo muerto y resucitado invita hoy a los Pastores y fieles vietnamitas a leer de nuevo las Escrituras y la larga historia de la Iglesia, que es su Cuerpo místico, para renacer a la esperanza. Cristo parece decir a todos y a cada uno: por larga que sea la noche, la aurora llega siempre a su tiempo. ¿Será necesario explicar que esta esperanza, nacida en la cruz y resurrección del Señor Jesús, no tiene nada que ver con una piadosa resignación, ni con un quietismo que contradiría a la llamada evangélica al esfuerzo? Una esperanza así permite mirar con ojos nuevos a las personas y a los acontecimientos, anima a buscar soluciones nuevas, da fuerzas para comenzar de nuevo las mismas tentativas corrigiendo siempre lo defectuoso que pudieran tener. Ved vosotros mismos, queridos hermanos, la pedagogía de Cristo. ¿No es acaso una verdadera pastoral de la esperanza? Daos cuenta de vuestra responsabilidad. La esperanza, en efecto, es contagiosa.

4. Finalmente, mi tercer deseo es éste: demostrad cada vez más lo mucho que amáis a vuestra patria. También en este sector, tan importante y tan delicado, es significativo el comportamiento de Cristo. Se puede afirmar, sin miedo de equivocarse, que amó verdadera y profundamente a su país. Compartió con dignidad y fidelidad sus sufrimientos y sus esperanzas. Recordáis cómo puso de relieve el Concilio la obligación que tienen todos los ciudadanos de participar en la vida de la nación, en la consecución progresiva del bien común (cf. Gaudium et spes, 75, 5). He de felicitaros por haber sabido traducir esta enseñanza del Vaticano II en la Carta colectiva del Episcopado vietnamita, a la que me refería hace un momento. ¡Ojalá lleguen todos vuestros fieles a comprender que su estilo de participación en el desarrollo de la comunidad nacional es una manera de anunciar el Evangelio! ¡Ojalá que, recíprocamente, sean ellos reconocidos como esforzados y leales servidores de su país! No querría dejar de subrayar que, en sus esfuerzos por colaborar en la reconstrucción y en el desarrollo de Vietnam, cuentan con la caridad de las Iglesias particulares y con la ayuda de las Organizaciones católicas, tan frecuente y generosamente manifestadas.

5. He compartido con vosotros algunas convicciones profundas. Vosotros mismos haréis a vuestros hermanos que ya vinieron en visita "ad Limina" partícipes de ellas. Os he hablado así teniendo siempre presente la cruz de Cristo, sin Ja cual la existencia humana no tiene ni raíces ni futuro, pensando en la Madre de Cristo, tan venerada en vuestras Iglesias y en los hogares de vuestros fieles, esperando que los Beatos mártires de Vietnam, lo mismo que San Francisco Javier y Santa Teresa del Niño Jesús, a quienes tenéis tanta devoción, continuarán asistiéndoos en este misterio de la pasión y resurrección de las comunidades católicas vietnamitas.

A vosotros, queridos hermanos aquí presentes, a todos los obispos de Vietnam y a sus respectivos diocesanos, concedo de todo corazón mi bendición apostólica.

 



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