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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL PRESIDENTE DE LA PRESIDENCIA
DE LA REPÚBLICA SOCIALISTA FEDERAL DE YUGOSLAVIA*


Viernes 19 de diciembre de 1980

 

Señor Presidente:

1. Quisiera decir antes de nada a Su Excelencia lo mucho que aprecio su visita. Ella me permite presentarle mis saludos después de su elección al elevado cargo que actualmente desempeña como Presidente de la Presidencia de la República Socialista Federativa de Yugoslavia. Recuerdo también nuestro primer encuentro, cuando representó a Yugoslavia en la ceremonia de inauguración de mí pontificado.

Durante estos últimos años, han sido numerosas las ocasiones de contactos y de conversaciones entre altos dignatarios de su país y de la Santa Sede. Evoco la más reciente: mi encuentro con el Señor Secretario Federal de Asuntos Exteriores, que acompaña hoy a Su Excelencia: tuvo lugar en julio último, al día siguiente de mi regreso de Brasil. Es natural además que su venida. Señor Presidente, reavive el recuerdo de una circunstancia análoga a la de hoy, la de la recepción del Presidente Tito por el Papa Pablo VI hace una decena de años.

Aquella visita marcó una etapa importante en la consolidación de relaciones más fructíferas entre la Santa Sede y Yugoslavia, que habían sido normalizadas a nivel diplomático algunos años antes, y al mismo tiempo en la búsqueda de relaciones leales entre la Iglesia y el Estado. Estas, cuando se fundan en el respeto de la independencia recíproca y de los derechos de cada uno, no pueden menos de suponer una ventaja tanto para la sociedad civil como para la Iglesia.

Se pudo confirmar entonces públicamente que se había ya superado todo un período ciertamente no exento de dificultades en las relaciones entre la Santa Sede y la Iglesia católica en Yugoslavia, por una parte, y las autoridades civiles, por otra. La voluntad mutua de emplearse a fondo en desarrollar positivamente el acercamiento ya realizado debía servir, entre otras cosas, para profundizar en un diálogo oportuno sobre problemas concernientes a la paz y la colaboración internacionales —a las que la Santa Sede y Yugoslavia daban, y siguen dando, una importancia particular—, y también sobre cuestiones concernientes a la presencia activa de la comunidad católica en Yugoslavia. Sobres este último punto, se trataba de asegurar cada vez mejor el espacio de legítima libertad —sin privilegios— que necesita la Iglesia para cumplir con su propio ministerio espiritual.'

Pienso que el modo en que han sido vividas las relaciones durante estos últimos años ha confirmado suficientemente las previsiones y los deseos de los protagonistas de aquel encuentro. Su visita de hoy es un signo de la determinación de proseguir en la ruta de este compromiso.

Aprovechando esta ocasión, querría reafirmar la disponibilidad de la Sede Apostólica de progresar en la misma dirección, siendo bien consciente de los resultados positivos que ulteriormente pueden derivarse de ella, gracias al esfuerzo conjunto de hombres que, animados de buena voluntad, examinan en común los diversos problemas en orden a buscar soluciones adecuadas.

2. Precisamente en esta perspectiva de una acción particular en favor de la paz y, al mismo tiempo, de un servicio inherente a mi ministerio apostólico, es necesario considerar la iniciativa que, como deber mío, he tomado el 1 de septiembre último de enviar el documento sobre la libertad de conciencia y de religión, acompañado de una carta personal, a Su Excelencia y a los otros Jefes de Estado de los países firmantes del Acta Final de Helsinki, con vistas a la reunión sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa que se celebra actualmente en Madrid.

Conociendo, en efecto, la importancia creciente que comporta para una paz real y efectiva, en el plano nacional e internacional, el disfrute concreto de los bienes espirituales y de los derechos inalienables de la persona humana propios de este ámbito, me ha parecido útil invitar a tan altos destinatarios a una reflexión profunda sobre el tema, en orden a favorecer en cada país una aplicación más completa y más orgánica, en la vida real, de la libertad religiosa.

La respuesta suya, que acabo de recibir, manifiesta que usted mismo y el Gobierno yugoslavo han comprendido la finalidad positiva de este documento. Según él, hay que obrar en tal modo que, en los países dispuestos a desarrollar el proceso multilateral puesto en marcha por la firma del Acta Final de Helsinki, todo ser humano vea convenientemente satisfechas sus aspiraciones naturales más íntimas de orden espiritual, en el plano individual y comunitario. De este modo se sentirá más animado, ante unas condiciones más favorables, para acortar serenamente su contribución a la realización de un mayor bienestar social para todos.

Pienso que este documento, examinado a la luz de esa perspectiva, podrá también aportar los beneficiosos efectos deseables para la vida y la actividad de la Iglesia católica en Yugoslavia, a fin de realizar cada vez más adecuadamente su misión religiosa y moral. Tales progresos no dejarían de facilitar a los católicos de Yugoslavia su aportación a la mejora y a la consolidación de la vida social.

3. Si mi iniciativa corresponde a la misión particular de la Sede Apostólica, no es menor verdad que ésta sigue estimando vivamente cualquier otra iniciativa y cualquier otro esfuerzo dirigidos a superar las tensiones y las discordias que perturban cada vez más la vida entre los hombres y entre las naciones y, consecuentemente, a reafirmar la paz y a hacer posibles mejores relaciones internacionales, en Europa y fuera de este continente. A este respecto, conozco bien los esfuerzos que Yugoslavia sigue haciendo. en el seno de diversas instancias internacionales, por preparar los caminos que permitan superar las graves dificultades que, todavía hoy, hacen tan frágil la paz mundial.

No es, pues, de extrañar que, a la vez que le aseguro que la Santa Sede no dejará de pronunciarse y de actuar en favor de un diálogo sabio, abierto y leal —considerándolo como la vía humana y justa que permitirá dar con la solución deseada de los complejos problemas que preocupan a la opinión pública mundial—, le renueve, Excelencia, mis fervientes votos para que su país continúe la acción emprendida en este sentido y que a la vez constituye el fruto de la actitud de legítima independencia que le caracteriza desde hace años.

4. Al finalizar este año de 1980, permítame, Señor Presidente, desear a toda la población de Yugoslavia, y sobre todo a usted mismo y a las autoridades federativas y locales, mis mejores votos para que el próximo año depare a todos, entre otros dones, el gozo de un constante progreso que sea capaz de satisfacer sus aspiraciones humanas materiales y espirituales. Pido al Señor que así sea, y me siento igualmente en el deber de desear una feliz fiesta de Navidad a cuantos, en Yugoslavia, comparten en la fe la alegría de su inminente celebración.


*L'Osservatore Romano. Edición Semanal en lengua española, 1981 n.3, p.9.

 



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