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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN LA XIII ASAMBLEA PLENARIA
DE LA COMISIÓN PONTIFICIA «IUSTITIA ET PAX»


Sábado 9 de febrero de 1980

 

1. Os saludo con gran alegría aquí esta mañana a todos vosotros, miembros de la Pontificia Comisión "Iustitia et Pax" y miembros de su Secretariado, que habéis tomado parte en la XIII asamblea general de la Comisión, que es asimismo la tercera después de la aprobación definitiva de los Estatutos.

Provenís de continentes distintos y habéis consagrado estos días a las afueras de Roma a una reflexión conjunta más profunda, en la que cada uno ha contribuido al esclarecimiento de los problemas del orden del día aportando la experiencia de la propia vida, la de su patria, la de la Iglesia en su país y la de su propia cultura.

2. Me acuerdo muy bien todavía de nuestro primer encuentro unos meses después de mi elección a la Sede de Pedro. En aquella ocasión os dije: "Cuento con vosotros, cuento con la Pontificia Comisión Iustitia et Pax para que me ayudéis y ayudéis a la Iglesia a decir a los hombres de nuestro tiempo... ¡No tengáis miedo! ...¡Abrid de par en par las puertas a Cristo! (L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 26 de noviembre de 1978, pág. 11). Quiero repetiros hoy de nuevo que cuento con todos vosotros y sé que deseáis prestarme esta ayuda a mí y a toda la Iglesia.

Se trata de una tarea noble que es ante todo un servicio. En efecto, esta Comisión ha sido fundada para esto, para estar al servicio del Papa y de los obispos y, por tanto, de toda la Iglesia. Este servicio que prestáis a la Iglesia en el seno de la Curia Romana, es motivo de orgullo legítimo y gozo interior; es también motivo de gratitud a Dios de quien todos somos servidores, y a Cristo "centro del cosmos y de la historia" (Redemptor hominis, 1) y, por tanto, centro de nuestra vida, esfuerzos y trabajo.

3. En vuestra reunión de Nemi habéis tratado varios temas que revisten interés particular para la Iglesia y el mundo de nuestros días. Habéis examinado de nuevo de modo especial el tema fundamental que constituye una de las razones de ser de vuestra Comisión, el desarrollo. Se trata de una realidad en constante evolución a lo largo de estos diez últimos años y que plantea problemas que se deben  abordar en un contexto muy distinto cada vez, si bien esta realidad no deja de referirse a exigencias fundamentales que son el bien de las personas y de la sociedad. Se que habéis abordado este estudio para acoger la palabra peculiar que pueda ofreceros la Iglesia a fin de contribuir al debate que tienen entablado tantas personas, grupos y sociedades muy diversas.

Por lo que concierne al desarrollo, quiero recordar aquí lo que dije a la XX Conferencia General de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) en el mes de noviembre último:. "Pero el perfeccionamiento de la persona supone ...la realización concreta de las condiciones sociales que constituyen el bien común de toda comunidad política nacional y del conjunto de la comunidad internacional. Tal desarrollo colectivo, orgánico y continuo, es el presupuesto indispensable para asegurar el ejercicio concreto de los derechos del hombre, tanto de  aquellos que tienen contenido económico, como de aquellos que conciernen directamente a los valores espirituales. Sin embargo, para ser expresión de una verdadera unidad humana, este desarrollo ha de obtenerse a través de la invitación a la libre participación, y a la responsabilidad de todos, tanto en el campo público como en el privado, tanto a nivel interno como internacional" (L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 25 de noviembre de 1979, pág. 9).

4. En el momento en que está anunciando el Tercer Decenio del Desarrollo proclamado por las Naciones Unidas; y en el momento asimismo en que tantos pueblos se ven ante problemas abrumadores concernientes a su porvenir económico y social, la Iglesia no puede rehuir su deber de estar presente, de testimoniar con su palabra, de tender la mano para ayudar. Lo hará, pues sabe que es la voz evangélica, proclamadora siempre de que la medida de todo desarrollo real es la integridad y respeto de la persona humana.

Esta palabra de la Iglesia y el afán de todos los cristianos, deben ser siempre expresión de la inspiración evangélica. De este modo la Iglesia animará a las fuerzas vivas de la sociedad a aprovechar los recursos disponibles para 'conseguir solucionar los problemas del desarrollo, problemas que han llegado a una complejidad hasta ahora desconocida. Ofrecerá su contribución en función de su propia misión y de acuerdo con ésta. Mi gran predecesor el Papa Pablo VI iluminaba esta exigencia evangélica cuando decía en la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi: "La evangelización no sería completa si no tuviera en cuenta la interpelación recíproca que en el curso de los tiempos se establece entre el Evangelio y la vida concreta, personal y social del hombre. Precisamente por esto la evangelización lleva consigo un mensaje explícito, adaptado a las diversas situaciones y constantemente actualizado, sobre los derechos y deberes de toda persona humana..., sobre la vida comunitaria de la sociedad, sobre la vida internacional, la paz, la justicia, el desarrollo" (núm. 29).

5. Es éste el camino para definir en cada etapa y en el contexto de cada situación nueva, el papel y la contribución de la Iglesia en el campo del desarrollo. Guiados por esta palabra podemos todos, vosotros y yo, tratar de expresar en términos claros el mensaje del Evangelio para los hombres que viven hoy en condiciones que han evolucionado profundamente.

En el nuevo contexto del desarrollo, uno de los factores determinantes es la interacción entre los problemas del desarrollo y las amenazas a la paz, que en la hora actual revisten formas nuevas y muy reales. Ante la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas el 2 de octubre último, tuve ocasión de recordar una regla constante de la historia del hombre que indica la relación estrecha entre los derechos del hombre, el desarrollo y la paz: "Esta regla está basada en la relación existente entre los valores espirituales y materiales o económicos. En esta relación, la primacía corresponde a los valores espirituales, en consideración de la naturaleza misma de estos valores, así como por motivos relacionados con el bien del hombre. La primacía de los valores del espíritu define el significado propio y el modo de servirsé de los bienes terrenos y materiales, y se sitúa por esto mismo en la base de la paz justa. Tal primacía de los valores espirituales influye por otra parte en lograr que el desarrollo material, técnico y cultural, estén al servicio de lo que constituye al hombre, es decir, que le permitan el pleno acceso a la verdad, al desarrollo moral, a la total posibilidad de gozar los bienes de la cultura que hemos heredado y a multiplicar tales bienes mediante nuestra creatividad" (núm. 14).

6. En mi Mensaje para la Jornada mundial de la Paz hablé de las amenazas que tienen su origen en todas las formas de "no-verdad". La paz está amenazada cuando "imperan la incertidumbre, la duda y la sospecha" (núm. 4). La incertidumbre y la mentira crean un clima que influye en los esfuerzos por promover en paz y fraternidad el desarrollo pleno de los pueblos, de las personas y de las sociedades. En nuestros días este clima existe en muchos sectores de la vida colectiva, y hay riesgo de que influya en el pensamiento y la acción de los que se esfuerzan por garantizar a cada hombre y cada mujer un porvenir mejor. Por tanto, las naciones tienen el deber de revisar incesantemente sus posiciones a fin de encuadrarse en un movimiento que vaya "de una situación menos humana a una situación más humana, tanto en la vida nacional como internacional" (ib., 8). Esto exige capacidad de renunciar a los eslóganes y expresiones estereotipadas para buscar y proclamar la verdad que es la fuerza de la paz. Ello significa también estar dispuesto a colocar en la base y corazón de todo afán político, social o económico, el ideal de la dignidad de la persona humana: "Todo ser humano posee una dignidad que, no obstante la persona exista siempre dentro de un contexto social e histórico concreto, no podrá jamás ser disminuida, violada o destruida, sino que por el contrario, deberá ser respetada y protegida si se quiere realmente construir la paz" (Discurso en la XXXIV Asamblea General de la ONU, 2 de octubre de 1979, nútn. 12; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 14 de octubre de 1979, pág. 14).

7. En la actualidad los estragos de la "no-verdad" se manifiestan fuertemente en las amenazas de guerra que persisten o aparecen de nuevo; pero también son visibles en otros campos tales como la justicia, el desarrollo, y los derechos del hombre. Como ya dije en mi Encíclica Redemptor hominis (cf. núm. 15), el hombre contemporáneo parece estar amenazado por lo que él mismo produce, y corre peligro de perder el significado auténtico de la realidad y la significación verdadera de las cosas, alienándose en lo que él mismo produce, porque no encauza constantemente todas las cosas a una visual centrada en la dignidad, inviolabilidad y carácter sagrado de la vida humana y de todo ser humano.

Aquí es donde se revela la importancia de vuestra tarea y vuestro trabajo de miembros de la Pontificia Comisión "Iustitia et Pax". A vosotros corresponde presentar en las relaciones sociales a los hombres de nuestro tiempo, el ideal del amor. Este amor social debe constituir el contrapeso del egoísmo, de la explotación, de la violencia; debe ser la luz de un mundo cuya mirada corre el riesgo de oscurecerse constantemente por las amenazas de la guerra, la explotación económica o social, la violación de derechos humanos; debe conducir a la solidaridad efectiva con todos los que quieren promover la justicia y la paz en el mundo. Este amor social debe reforzar el respeto a la persona y salvaguardar los valores auténticos de los pueblos y naciones, y de sus culturas. Para nosotros el principio de este amor social, de la solicitud de la Iglesia por el hombre, se encuentra en Jesucristo mismo, como lo testimonian los Evangelios.

A todos, a usted señor cardenal, que es testimonio infatigable del amor de Cristo a todos los pueblos, a vosotros, queridos hermanos en el Episcopado, y a todos vosotros miembros de la Pontificia Comisión "Iustitia et Pax" y del Secretariado, os doy de todo corazón mi bendición, asegurándoos que encomiendo vuestra tarea al Señor, y le pido que bendiga El vuestros esfuerzos generosos y los haga fructificar.

 



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