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VIAJE APOSTÓLICO A PARÍS Y LISIEUX

ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA CONFERENCIA EPISCOPAL FRANCESA


Seminario Issy-les-Moulienaux
Domingo 1 de junio de 1980

 

1. ¡Alabado sea Dios que nos ha dado ocasión de podernos encontrar algo más detenidamente, en el marco de esta breve visita! A esta reunión le concedo yo una gran importancia. Por razones de "colegialidad". Sabemos que la colegialidad tiene un doble carácter: es "efectiva", pero también es "afectiva". Lo cual resulta profundamente conforme con su origen, pues comenzó alrededor de Cristo en la comunión de los "Doce".

Vivimos, por tanto, un momento importante de nuestra comunión episcopal: los obispos de Francia, en torno al Obispo de Roma, que esta vez es huésped de ellos, mientras que otras veces les ha recibido en diversas ocasiones, como durante las visitas "ad Limina", especialmente en 1977 cuando Pablo VI examinó con vosotros un gran número de cuestiones, con un enfoque que sigue siendo validísimo hoy. Tenemos que dar gracias a Dios por el hecho de que el Vaticano II haya afrontado, confirmado y renovado la doctrina sobre la colegialidad del Episcopado, como la expresión viviente y auténtica del Colegio que, por institución de Cristo, los Apóstoles constituyeron, con Pedro a la cabeza. Y damos gracias también a Dios por poder, siguiendo esa pauta, cumplir mejor nuestra misión: dar testimonio del Evangelio y servir a la Iglesia y también al mundo contemporáneo, al que hemos sido enviados con toda la Iglesia.

Os agradezco vivamente el haberme invitado, el haber puntualizado, con gran esmero, todos los detalles de esta visita pastoral, el haberla preparado tan activamente, el haber sensibilizado al pueblo cristiano sobre el significado de mi venida, el haber manifestado solicitud y apertura, que son dos cualidades tan importantes para nuestra misión de pastores y de doctores de la fe. Rindo especial homenaje al cardenal Marty, que nos recibe en el seminario de su provincia; al cardenal Etchegaray, Presidente de la Conferencia Episcopal; al cardenal Renard, primado de las Galias; al cardenal Gouyon y al cardenal Guyot; y me gustaría nombrar a cada uno de los obispos, lo que resulta imposible. Con no pocos de vosotros he tenido el honor de encontrarme y colaborar en el pasado; por de pronto, en las sesiones del Concilio, ciertamente, pero también en los diversos Sínodos, en el Consejo de Conferencias Episcopales de Europa, o en otras ocasiones, de las que guardo también un feliz recuerdo. Esto nos permite trabajar juntos con toda llaneza, aunque ahora yo venga ya con una especial responsabilidad.

2. La misión de la Iglesia, que se realiza continuamente en la perspectiva escatológica, es al mismo tiempo plenamente histórica. Esto se enlaza con la obligación de leer los "signos de los tiempos" que fue tan profundamente tenida en cuenta por el Vaticano II. Con gran perspicacia, el Concilio ha definido igualmente lo que es la misión de la Iglesia en la etapa actual de la historia. Nuestra tarea común sigue siendo, por tanto, la aceptación y la realización del Vaticano II, de acuerdo con su contenido auténtico. Al hacer esto, nos guiamos por la fe: ésa es la principal y fundamental razón de nuestra obra. Creemos que Cristo, por el Espíritu Santo, estaba con los padres conciliares; que el Concilio contiene, en su Magisterio, lo que el Espíritu "dijo a la Iglesia", y que se lo dijo al mismo tiempo en plena armonía con la Tradición y según las exigencias propuestas por los "signos de los tiempos". Esta fe está fundada en la promesa de Cristo: "Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo" (Mt 28, 20). Sobre esta fe se funda también nuestra convicción de que debemos "realizar el Concilio" tal y como es, y no como algunos quisieran verlo y entenderlo.

Nada tiene de extraño el que, en esta etapa "postconciliar" se hayan desarrollado también, con bastante intensidad, ciertas interpretaciones del Vaticano II que no corresponden a su Magisterio auténtico. Me refiero con ello a las dos tendencias tan conocidas: el "progresismo" y el "integrismo". Unos, están siempre impacientes por adaptar incluso el contenido de la fe, la ética cristiana, la liturgia, la organización eclesial a los cambios de mentalidades, a las exigencias del "mundo", sin tener suficientemente en cuenta, no sólo el sentido común de los fieles que se sienten desorientados, sino lo esencial de la fe ya definida; las raíces de la Iglesia, su experiencia secular, las normas necesarias para su fidelidad, su unidad, su universalidad. Tienen la obsesión de "avanzar", pero, ¿hacia qué "progreso" en definitiva? Otros —haciendo notar determinados abusos que nosotros somos los primeros, evidentemente, en reprobar y corregir—, endurecen su postura deteniéndose en un período determinado de la Iglesia, en un determinado plano de formulación teológica o de expresión litúrgica que consideran como absoluto, sin penetrar suficientemente en su profundo sentido, sin considerar la totalidad de la historia y su desarrollo legítimo, asustándose de las cuestiones nuevas, sin admitir en definitiva que el Espíritu de Dios sigue actuando hoy en la Iglesia, con sus Pastores unidos al Sucesor de Pedro.

Estos hechos no deben extrañar si se piensa en los fenómenos análogos en la historia de la Iglesia. Pero no por ello deja de ser necesario concentrar todas las fuerzas en la interpretación justa, es decir auténtica, del Magisterio conciliar, como fundamento indispensable de la auto-realización ulterior de la Iglesia, para la cual ese Magisterio es la fuente de inspiraciones y orientaciones justas. Las dos tendencias extremas que acabo de señalar traen consigo no sólo una oposición, sino una división descarada y perjudicial, como si se provocaran mutuamente hasta el punto de crear desazón en todos, como un escándalo, y gastar en esta actitud y esta crítica recíproca muchas energías que serían tan útiles para una verdadera renovación. Hay que esperar que los unos y los otros, a quienes no faltan la generosidad ni la fe, aprendan humildemente a superar, juntamente con sus Pastores, esta oposición entre hermanos, para aceptar la interpretación auténtica del Concilio —porque ésta es la cuestión de fondo— y para afrontar juntos la misión de la Iglesia, en la diversidad de su sensibilidad pastoral. Ciertamente, la gran mayoría de los cristianos de vuestro país están dispuestos a manifestar su fidelidad y su disponibilidad para seguir a la Iglesia; no comparten esas posiciones extremas y abusivas, pero no pocos de ellos flotan entre ambas o se sienten turbados, con el consiguiente problema, también, de que corren peligro de hacerse indiferentes y alejarse de la fe. El momento actual os obliga a ser, más que nunca, artífices de la unidad, vigilando a la vez las cuestiones de fondo que están en juego, y las dificultades sicológicas que entorpecen la vida eclesial, en la verdad y en la caridad.

3. Y vengo ahora a otra cuestión fundamental: ¿Por qué, en la etapa actual de la misión de la Iglesia, es necesaria una concentración particular sobre el hombre? Ya he desarrollado esto en la Encíclica Redemptor hominis, tratando de poner de relieve el hecho de que este acento antropológico tiene una raíz cristológica profunda y fuerte.

Las causas de ello son diversas. Hay causas visibles y perceptibles, según las múltiples variaciones de que depende, por ejemplo, del ambiente, del país, de la nación, de la historia, de la cultura. Existe, por tanto, ciertamente, un conjunto específico de causas que son características de la realidad "francesa" de la Iglesia en el mundo contemporáneo. Vosotros sois los que mejor podéis conocerlas y comprenderlas. Si yo me permito abordar este tema lo hago con la convicción de que el problema —habida cuenta del estado actual de la civilización, por una parte y, por otra, de las amenazas que pesan sobre la humanidad— tiene una dimensión a la vez fundamental y universal. En esta dimensión universal y al mismo tiempo local, la Iglesia debe, consiguientemente, afrontar la problemática común del hombre como una parte integrante de su misión evangélica.

No sólo el mensaje evangélico es dirigido al hombre, sino que es un gran mensaje mesiánico sobre el hombre: es la revelación al hombre de la verdad total sobre él mismo y sobre su vocación en Cristo (cf. Gaudium et spes).

Anunciando este mensaje, estamos en el centro de la realización del Vaticano II. Y, por otra parte, la actuación de este mensaje nos es impuesta por el conjunto de la situación del hombre en el mundo contemporáneo. No quisiera repetir lo que ya está dicho en la Gaudium et spes y en la Redemptor hominis, documentos a los que conviene siempre acudir. Sin embargo, quizá no sea exagerado decir, en este lugar y en este marco, que vivimos una etapa de tentación particular para el hombre.

Conocemos diferentes etapas de esta tentación, comenzando por la primera, en el capítulo tercero del Génesis, hasta las tentaciones tan significativas a que fue sometido el mismo Cristo; son como una síntesis de todas las tentaciones nacidas de la triple concupiscencia. La tentación actual, sin embargo, va más lejos (casi se podría decir que es una "meta-tentación"); va "más allá" de todo cuanto, en el trascurso de la historia, ha constituido el tema de la tentación del hombre, y manifiesta al mismo tiempo, se podría decir, el fondo mismo de toda tentación. El hombre contemporáneo está sometido a la tentación del rechazo de Dios en nombre de su propia humanidad.

Es una tentación especialmente profunda y especialmente amenazadora desde el punto de vista antropológico, si se considera que el mismo hombre no tiene otro sentido que el de imagen y semejanza de Dios.

4. Como Pastores de la Iglesia enviados al hombre de nuestro tiempo, debemos ser muy conscientes de esta tentación, bajo sus múltiples aspectos, no ya para "juzgar al hombre", sino para amar más todavía a ese hombre: "amar" quiere siempre decir, ante todo, "comprender".

Junto a esta actitud, que podríamos denominar pasiva, debemos tener, de manera mucho más profunda, una actitud positiva; quiero decir, ser conscientes de que el hombre histórico está profundamente inscrito en el misterio de Cristo; ser conscientes de la capacidad antropológica de este misterio, de su "anchura, longitud, altura y profundidad", según la expresión de San Pablo (Ef 3, 18).

Debemos, en consecuencia, estar particularmente dispuestos al diálogo. Pero conviene ante todo definir su significación principal y sus condiciones fundamentales.

Según el pensamiento de Pablo VI, y puede decirse también que del Concilio, el "diálogo" significa ciertamente apertura, capacidad de comprender al otro hasta sus mismas raíces: su historia, el camino que ha recorrido, las inspiraciones que le animan. No significa ni indiferentismo ni, en modo alguno, "el arte de confundir los conceptos esenciales"; ahora bien, por desgracia, este arte es muy frecuentemente reconocido como equivalente a la actitud de "diálogo". Y no significa tampoco "ocultar" la verdad de sus condiciones, de su "credo".

Ciertamente el Concilio exige de la Iglesia de nuestro tiempo que tenga una fe abierta al diálogo, en los diversos círculos de interlocutores de los que hablaba Pablo VI; exige, igualmente, que su fe sea capaz de reconocer todos los gérmenes de verdad dondequiera que se encuentre. Pero, por esa misma razón, exige de la Iglesia una fe muy madura, una fe muy consciente de su propia verdad y, al mismo tiempo, profundamente animada por el amor.

Todo esto es importante para nuestra misión de Pastores de la Iglesia y de predicadores del Evangelio.

Hay que tener en cuenta el hecho de que estas formas modernas de la tentación del hombre que toma al hombre como absoluto, afectan también a la comunidad de la Iglesia, convirtiéndose también para ella en formas de tentación, y buscan así separarla de la autorrealización a que está llamada por el Espíritu de Verdad, precisamente a través del Concilio de nuestro siglo.

Por una parte, nos encontramos frente a la amenaza de la ateización "sistemática" y, en cierto modo, "forzada" en nombre del progreso del hombre; pero, por otra parte, hay aquí también una amenaza, en el interior de la Iglesia: consiste en querer, de múltiples maneras, "conformarse al mundo" en su aspecto actual "de evolución".

Bien sabido es que este deseo se distingue radicalmente de lo que enseñó Cristo; baste recordar la comparación evangélica de la levadura y de la sal de la tierra, para poner en guardia a los Apóstoles contra la asimilación al mundo.

No faltan, sin embargo, precursores ni "profetas" de esta orientación de "progreso" en la Iglesia.

5. Hay que insistir en la amplitud de la tarea de los Pastores en materia de "discernimiento" entre lo que constituye una verdadera "renovación" y lo que, subterráneamente, protege la tendencia a la "secularización" contemporánea y a la "laicización", o también la tendencia al "compromiso" con un sistema del que no se conocen quizá todas las premisas.

Hay que insistir también en lo grande que es la tarea de los Pastores en orden a "conservar el depósito", a ser fieles al misterio de Cristo, inserto en el conjunto de la historia del hombre, y ser fieles también a ese maravilloso "sentido sobrenatural de la fe" de todo el Pueblo de Dios, que generalmente no es objeto de publicidad en los mass-media y que se expresa, no obstante, en lo profundo de los corazones y de las conciencias con la lengua auténtica del Espíritu. Nuestro ministerio doctrinal y pastoral debe estar sobre todo al servicio de ese "sensus fidelium", como ha recordado la Constitución Lumen gentium (núm. 12).

En una época en que tanto se habla de "carisma profético" —sin utilizar siempre ese concepto en su sentido exacto—, conviene que renovemos profundamente y reconstruyamos la conciencia del carisma profético vinculado al ministerio episcopal de maestros de la fe y de "guías del rebaño", que encarnan en la vida, según una adecuada analogía, las palabras de Cristo sobre el "Buen Pastor".

El Buen Pastor se preocupa del pasto, del alimento de las ovejas. Y a este respecto pienso muy especialmente en las publicaciones teológicas, extendidas rápidamente hasta los lugares más lejanos a través de diversos medios y cuyos puntos más esenciales son vulgarizados en las revistas; hay algunas que, por su cualidades, su profundidad, su sentido de Iglesia, educan y hacen más profunda la fe; otras que, por el contrario, la debilitan o la disipan por su parcialidad o sus métodos. Las publicaciones francesas han tenido frecuentemente y siguen teniendo alcance internacional, incluso entre las Iglesias jóvenes. Vuestro carisma profético os obliga a velar especialmente por su fidelidad doctrinal y su cualidad eclesial.

6. La cuestión fundamental que debemos plantearnos los obispos, sobre quienes pesa una especial responsabilidad por lo que respecta a la verdad del Evangelio y a la misión de la Iglesia, es la de credibilidad de esa misión y ele nuestro servicio. En este terreno, a veces somos interrogados y juzgados severamente. ¿No escribía uno de vosotros: "Nuestra época habrá de ser dura respecto a los obispos"? Y, por otra parte, estamos dispuestos a juzgarnos severamente nosotros mismos y a juzgar severamente la situación religiosa del país y los resultados de nuestra pastoral. La Iglesia en Francia no ha estado exenta de estos juicios; baste recordar el célebre libro del abad Godin: "Francia, ¿país de misión?", o también la afirmación bien conocida: "La Iglesia ha perdido la clase obrera".

Esos juicios exigen, sin embargo, que '"se observe una moderación perspicaz. Conviene también pensar a largo plazo, porque eso es algo esencial en nuestra misión. Y no se puede negar que la Iglesia en Francia ha realizado y sigue realizando grandes esfuerzos para "llegar hasta los que están lejos", sobre todo en los ambientes obreros y rurales descristianizados.

Estos esfuerzos deben conservar plenamente un carácter evangélico, apostólico y pastoral. No es posible sucumbir a los "desafíos de la política". No podemos en modo alguno dejar de aceptar numerosas resoluciones que pretenden ser solamente "justas". No podemos dejarnos encerrar en perspectivas de conjunto que son solamente unilaterales. Es cierto que los mecanismos sociales y también su característica política y económica parecen confirmar esos panoramas de conjunto y ciertos hechos dolorosos: "país de misión", "pérdida de la clase obrera". Parece, sin embargo, que debemos estar dispuestos no sólo a la "autocrítica", sino también a la "crítica" de esos mecanismos. La Iglesia debe estar dispuesta a defender los derechos de los hombres del trabajo, en todo sistema económico y político.

Sobre todo, no se puede olvidar la magnífica contribución de la Iglesia y del catolicismo francés en el ámbito misionero de la Iglesia, por ejemplo, o en el ámbito de la cultura cristiana. No se puede aceptar que esos capítulos hayan quedado cerrados. Más aún, no se puede aceptar que, en esos terrenos, la Iglesia en Francia cambie la calidad de su contribución y la orientación que había emprendido y que merece una credibilidad total.

Convendría evidentemente considerar aquí toda una serie de tareas elementales dentro de la Iglesia, en la misma Francia; por ejemplo, la catequesis, la pastoral de la familia, la obra de las vocaciones, los seminarios, la educación católica, la teología. Todo esto en una gran síntesis de esa "credibilidad" que es tan necesaria para la Iglesia en Francia —como en cualquier sitio, por otra parte—, y para el bien común de Iglesia universal.

7. Vuestra responsabilidad se extiende efectivamente —como en los otros Episcopados, pero de manera diversa— más allá de "vuestra" Iglesia, más allá de Francia. Debéis aceptar esto y no podéis ya liberaros de ello. Y en ese aspecto todavía, es necesaria una visión verdaderamente universal de la Iglesia y del mundo, especialmente precisa, yo diría "sin error". No podéis actuar solamente en función de circunstancias que se os presentaron hace tiempo y que todavía se os siguen ofreciendo. Debéis tener un "plan de solidaridad" preciso y exacto, con respecto a quienes tienen un derecho especial a contar con vuestra solidaridad y a esperarla de vosotros. Debéis tener los ojos ampliamente abiertos hacia el Occidente y hacia el Oriente, hacia el Norte y hacia el Sur. Debéis dar testimonio de vuestra solidaridad, a los que sufren de hambre y de injusticia, a causa de la herencia del colonialismo o del reparto defectuoso de bienes materiales. Pero debéis también ser sensibles a todos los daños que se han hecho al espíritu humano: a la conciencia, a las convicciones religiosas, etc. No olvidéis que el porvenir del Evangelio y de la Iglesia se elabora quizá de modo especial allí donde los hombres sufrieron a veces, por su fe y por las consecuencias de la fe, sacrificios dignos de los primeros cristianos. No podéis, después de eso, guardar silencio de cara a vuestra sociedad y a vuestra Iglesia. En este aspecto, es necesaria una especial solidaridad de testimonio y de oración común.

Hay un modo seguro para reforzar la credibilidad de la Iglesia en vuestro país y no debe ser pasado por alto. Estáis insertos efectivamente en un sistema de vasos comunicantes, aunque en tal sistema vosotros sois sin duda una pieza especialmente venerable, especialmente importante e influyente. ¡Esto os impone muchos deberes! El camino hacia el futuro de la Iglesia en Francia —el camino hacia esa gran conversión, quizá, cuya necesidad sienten los obispos sacerdotes y los fieles— pasa por la aceptación de esos deberes.

Pero, frente a las negaciones que algunos hacen, frente a las desesperanzas que, como consecuencia de numerosas vicisitudes históricas, parecen formar la fisonomía espiritual de la sociedad contemporánea, ¿no os queda siempre la misma potente osamenta del Evangelio y de la santidad, que constituye un patrimonio especial de la Iglesia en Francia?

¿No pertenece el cristianismo de modo inmanente, al "genio de vuestra nación"?

¿No sigue siendo Francia "la hija primogénita de la Iglesia"?

 



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