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VIAJE APOSTÓLICO A PARÍS Y LISIEUX

ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LAS RELIGIOSAS CONTEMPLATIVAS EN EL CARMELO DE LISIEUX


Lunes 2 de junio de 1980'

 

Mis queridas hermanas:

1. ¡Paz y gozo en Cristo Jesús! ¡A vosotras, que rodeáis al humilde Sucesor del Apóstol Pedro! ¡Y, a través de vosotras, a todas las monjas que viven en la tierra de Francia!

Ante todo, he de manifestar mi profunda emoción al poder rezar junto a la urna que contiene los restos de Santa Teresa. Ya he expresado largamente mi agradecimiento y mi estima por el "camino espiritual" que ella adoptó y ofreció a toda la Iglesia. Experimento ahora una gran alegría al visitar este Carmelo que fue el marco de su vida y de su muerte, de su santificación entre sus hermanas, y que debe seguir siendo un santuario de oración y de santificación para las carmelitas y para todos los peregrinos. Desde él querría yo confirmaros a todas, cualquiera que sea vuestra familia espiritual, en vuestra vida contemplativa, absolutamente vital para la Iglesia y para la humanidad.

2. Aun amando profundamente nuestra época, hay que reconocer que el pensamiento moderno fácilmente encierra en el subjetivismo todo lo que se refiere a las religiones, a la fe de los creyentes, a los sentimientos religiosos. Y esta visión no hace excepción con la vida monástica. Hasta tal punto, que la opinión pública e incluso a veces desgraciadamente algunos cristianos más sensibles al compromiso concreto, se ven tentados de considerar vuestra vida contemplativa como una evasión de lo real, una actividad anacrónica e incluso inútil. Esta incomprensión puede haceros sufrir y hasta humillaros. Os diré como Cristo: "¡No temáis, pequeño rebaño!" (cf. Lc 12, 22). Un cierto florecimiento monástico, que se manifiesta en vuestro país, debe manteneros además en la esperanza.

Pero añado también: Aceptad el desafío del mundo contemporáneo y del mundo de siempre, viviendo más radicalmente que nunca el misterio mismo de vuestra condición absolutamente original, que es locura a los ojos del mundo y sabiduría en el Espíritu Santo: el amor exclusivo al Señor y en El a todos vuestros hermanos los hombres. ¡Ni siquiera intentéis justificaros! Todo amor, desde el momento en que es auténtico, puro y desinteresado, lleva en sí mismo su justificación. Amar gratuitamente es un derecho inalienable de la persona, incluso —habría que decir sobre todo— cuando el Amado es Dios mismo. Tras las huellas de los contemplativos y místicos de todos los tiempos, seguid testimoniando con fuerza y humildad la dimensión transcendente de la persona humana, creada a semejanza de Dios y llamada a una vida de intimidad con El. San Agustín, al término de unas meditaciones hechas tanto con su corazón como con su inteligencia penetrante, nos asegura que la felicidad del hombre reside en esto: ¡en la contemplación amorosa de Dios! Por eso es tan importante la calidad de vuestra amorosa pertenencia al Señor, tanto en el plano personal como en el comunitario. La densidad y la irradiación de vuestra vida "escondida en Dios" deben suscitar interrogantes a los hombres y mujeres de hoy, deben suscitar interrogantes a los jóvenes que tanto buscan el sentido de la vida. Al trataros o al conoceros, todo visitante, huésped o todo el que se retira a vuestros monasterios, tendría que poder decir, o por lo menos sentir, que ha encontrado a Dios, que ha conocido una epifanía del misterio de Dios, que es luz y amor. Los tiempos que vivimos necesitan de los testigos tanto como de los apologetas. ¡Sed, por vuestra parte, esos testigos muy humildes y siempre transparentes!

3. Dejadme aún que os asegure —en nombre de la Tradición constante de la Iglesia— que vuestra vida no sólo puede anunciar el Absoluto de Dios, sino que posee, además, un maravilloso y misterioso poder de fecundidad espiritual (cf. Perfectae caritatis, 7). ¿Por qué? Porque el mismo Cristo integra vuestra oblación de amor en su obra de redención universal, un poco como las olas que se funden en las profundidades del océano. Y al veros, pienso en la Madre de Cristo, pienso en las santas mujeres del Evangelio, de pie junto a la cruz del Señor, comulgando en su muerte salvadora, pero siendo también mensajeras de su resurrección. Habéis elegido vivir o, más bien, Cristo os ha elegido para que viváis con El su misterio pascual a través del tiempo y del espacio. Todo lo que sois, todo lo que hacéis cada día, sea el Oficio salmodiado o cantado, la celebración de la Eucaristía, los trabajos en la celda o en equipos fraternales, el respeto a la clausura y al silencio, las mortificaciones voluntarias o impuestas por la regla, todo es asumido, santificado, utilizado por Cristo para la redención del mundo. Para que no tengáis ninguna duda a este respecto, la Iglesia —en el nombre mismo de Cristo— tomó posesión un día de toda vuestra capacidad de vivir y de amar. Era vuestra profesión monástica. ¡Renovadla a menudo! Y, a ejemplo de los santos, consagraos, inmolaos cada vez más, sin pretender siquiera saber cómo utiliza Dios vuestra colaboración. Mientras que en la base de toda acción hay siempre un objetivo y, por tanto, una limitación, una finitud, la gratuidad de vuestro amor está en el origen de la fecundidad contemplativa. Me viene al pensamiento una comparación muy moderna: Vosotras abrazáis al mundo con el fuego de la verdad y del amor revelados, un poco como los sabios del átomo encienden los cohetes espaciales: a distancia.

4. Querría añadir, por fin, dos exhortaciones que me parecen oportunas. La primera se refiere a la fidelidad al carisma de vuestras fundadoras o fundadores. La buena hermandad y cooperación que se da, hoy más que antes, entre los monasterios no debe conduciros a una especie de nivelación de los institutos contemplativos. Que cada familia espiritual cuide bien su propia identidad en orden al bien de toda la Iglesia. Lo que se hace en un lugar no tiene por qué ser imitado necesariamente en otro.

Mi segunda exhortación es la siguiente. En una civilización cada vez más móvil, sonora y locuaz, las zonas de silencio y de descanso se convierten en una necesidad vital. Los monasterios —en su estilo original— tienen hoy más que nunca la vocación de ser lugares de paz y de interioridad. No permitáis que presiones internas ni externas deterioren vuestras tradiciones y vuestros medios de recogimiento. Esforzaos, más bien, por educar a vuestros huéspedes, y a quienes se retiran con vosotras, en la virtud del silencio. Ciertamente sabéis que he tenido ocasión de recordar a los participantes en la sesión plenaria de la Congregación para los Religiosos, el pasado 7 de marzo, la observancia rigurosa de la clausura monástica. A este propósito recordé las palabras, muy fuertes, de mi predecesor Pabló VI: "La clausura no aísla a las almas contemplativas de la comunión del Cuerpo místico. Al contrario, las pone en el corazón de la Iglesia". Amad vuestra separación del mundo, comparable en todo al desierto bíblico. Paradójicamente, este desierto no es el vacío. Allí habla el Señor a vuestro corazón y os asocia estrechamente a su obra de salvación.

Estas son las convicciones que quería confiaros con toda sencillez, mis queridas hermanas. Estoy persuadido de que haréis de ellas el mejor uso. Rezad mucho por la fecundidad de mi ministerio. ¡Os lo agradezco vivamente! Sabed que el Papa visita muy a menudo, con el corazón y la plegaria, los monasterios de Francia y del mundo entero. Deseo y pido al Señor, por la intercesión de la Santa carmelita de Lisieux, que vuestras distintas comunidades contemplativas aumenten y se renueven con sólidas y numerosas vocaciones. Os bendigo de todo corazón, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.



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