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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A UN GRUPO DE DOCTORES Y CIRUJANOS


Lunes 27 de octubre de 1980

 

1. Con viva satisfacción os doy mi bienvenida, ilustres representantes de la Sociedad italiana de Medicina Interna y de la Sociedad Italiana de Cirugía General que, coincidiendo con la celebración de vuestros respectivos congresos nacionales, habéis tenido la grata idea de hacerme una visita. Considero, en efecto, vuestra presencia especialmente significativa no sólo por la calificada actividad médico-científica a la que cada uno de vosotros se dedica, sino también por el implícito, pero patente, testimonio que esa actividad da en favor de los valores morales y humanos. ¿Qué es lo que os ha inducido a pedir esta audiencia sino la conciencia vigilante y atenta a las más altas razones del vivir y del obrar, razones que, como muy bien sabéis, forman parte de la cotidiana solicitud del Sucesor de Pedro?

Así, pues, vaya a todos vosotros, a la vez que mi reconocimiento, el saludo más sincero y cordial, con especial agradecimiento a los presidentes de vuestras dos Sociedades, el profesor Alessandro Beretta Anghissola y el profesor Giuseppe Zanini. Quiero también saludar a los colaboradores, discípulos y familiares que os han acompañado aquí, juntamente con el celoso y benemérito obispo, mons. Fiorenzo Angelini.

2. Habéis venido a Roma, ilustres señores, para examinar algunos aspectos particularmente actuales de las disciplinas de vuestra competencia. Las artes médicas han realizado en estos años significativas conquistas, que han aumentado de modo notable las posibilidades de la intervención terapéutica. Ello ha favorecido una lenta modificación del concepto mismo de medicina, extendiendo su papel desde la primitiva función de lucha contra la enfermedad al de la promoción global de la salud del ser humano. Consecuencia de ese nuevo enfoque ha sido la progresiva evolución de la relación entre médico y enfermo hacia formas organizativas cada vez más complejas, tendentes a tutelar la salud del ciudadano desde el nacimiento hasta la vejez.

Tutela de la infancia y de la vejez, medicina escolástica, medicina de fábrica, prevención de las enfermedades profesionales y de los accidentes de trabajo, higiene mental, tutela de los minusválidos y de los tóxico-dependientes, de los enfermos mentales, profilaxis de las enfermedades de contaminación, control del territorio, etc..., constituyen otros tantos capítulos del actual modo de concebir el "servicio al hombre" a que está llamada vuestra ciencia.

Hay motivos para alegrarse de ello, ya que muy bien puede decirse que, bajo este aspecto, ;el derecho del hombre sobre su vida no ha tenido jamás un reconocimiento más amplio. Es uno de los rasgos calificadores de la singular aceleración de la historia que más caracterizan nuestra época. Por ese su extraordinario desarrollo, la medicina cumple un papel de primer orden en la configuración del rostro de la sociedad de hoy.

Un examen sereno y atento de la situación actual en su conjunto debe, sin embargo, inducir a reconocer que no han desaparecido realmente algunas formas insidiosas de violación del derecho a vivir de modo digno, propio de todo ser humano. Más aún; en cierto modo podría decirse que han surgido aspectos negativos, como he escrito en mi Encíclica Redemptor hominis: "Si nuestro tiempo... se nos revela como tiempo de gran progreso, aparece también como tiempo de múltiples amenazas para el hombre... Por esto es necesario seguir atentamente todas las fases del progreso actual: es necesario hacer, por decirlo así, la radiografía de cada una de las etapas... En efecto, existe ya un peligro real y perceptible de que, mientras avanza enormemente el dominio por parte del hombre sobre el mundo de las cosas, de ese dominio suyo pierda los hilos esenciales, y de diversos modos su humanidad esté sometida a ese mundo, y él mismo se haga objeto de múltiple manipulación, aunque a veces no directamente perceptible" (núm. 16).

3. La verdad es que el desarrollo tecnológico característico de nuestro tiempo, padece una ambivalencia de fondo: mientras por una parte consiente al hombre tomar las riendas de su propio destino, por otra lo expone a la tentación de sobrepasar los límites de un razonable dominio de la naturaleza, poniendo en peligro la misma supervivencia e integridad de la persona humana.

Pensemos, para seguir en el ámbito de la biología y de la medicina, en la implícita peligrosidad que en orden al derecho del hombre a la vida emerge de los mismos descubrimientos en el campo de la inseminación artificial, del control de nacimientos y de la fertilidad, de la hibernación y de la "muerte retardada", de la ingeniería genética, de los productos farmacéuticos para la siquis, de los trasplantes de órganos, etc. Ciertamente, el conocimiento científico tiene sus propias leyes a las que atenerse. Sin embargo, debe también tener en cuenta, sobre todo en medicina, un límite insuperable en el respeto de la persona y en la tutela de su derecho a vivir de un modo digno del ser humano.

Si un nuevo método de investigación, por ejemplo, lesiona o corre el peligro de lesionar ese derecho, no debe considerarse lícito sólo porque aumenta nuestros conocimientos. La ciencia, en efecto, no es el valor más alto, al que todos los demás deban ser subordinados. Más alto, en la escala de valores, está precisamente el derecho personal del individuo a la vida física y espiritual, a su integridad síquica y funcional. La persona, en efecto, es medida y criterio de bondad o de culpa en toda manifestación humana. El progreso científico, por tanto, no puede pretender situarse en una especie de. terreno neutro. La norma ética, fundada en el respeto a la dignidad de la persona, debe iluminar y disciplinar tanto la fase de investigación como la de aplicación de los resultados adquiridos mediante ella.

4. Desde hace algún tiempo se oyen en vuestro campo voces alarmadas que denuncian las consecuencias dañosas derivadas de una medicina más preocupada de sí misma que del hombre al que debería servir. Pienso, por ejemplo, en el campo farmacológico. Es indudable que en la base de los prodigiosos éxitos de la terapia moderna están la riqueza y la eficacia de los productos farmacéuticos de que disponemos. Sin embargo, es un hecho que, entre los capítulos de la patología de hoy, se ha añadido uno nuevo: el iatrogénico.

Cada vez son más frecuentes las manifestaciones morbosas imputables al empleo indiscriminado de medicinas: enfermedades de la piel, del sistema nervioso, del aparato digestivo, y sobre todo enfermedades de la sangre. No es cuestión sólo de un uso inconveniente de las medicinas y ni siquiera de su abuso; muchas veces se trata de una verdadera y propia intolerancia del organismo.

Es un peligro que no hay que dejar de tener en cuenta; porque los más cuidadosos y concienzudos estudios farmacológicos no excluyen totalmente un riesgo, potencial: el ejemplo trágico de las talidomidas es aleccionador. Incluso en el intento de ayudar, el médico puede, por tanto, lesionar involuntariamente el derecho del individuo a la propia vida. La investigación farmacológica y la aplicación terapéutica deben, por tanto, estar sumamente atentas a las normas éticas, antepuestas en defensa de ese derecho.

5. Lo dicho hasta aquí nos lleva a tocar un tema muy discutido, como es el de la experimentación. También en ese campo el reconocimiento de la dignidad de la persona y de la norma ética que de ella se deriva, como valor superior que debe tener en cuenta la investigación científica, tiene consecuencias precisas a nivel deontológico. La experimentación farmacológico-clínica no puede ser afrontada sin que se hayan tomado todas las cautelas necesarias para garantizar la inofensividad de la intervención. La fase preclínica de esa investigación debe, por tanto, proporcionar la más amplia documentación fármaco-toxicológica.

Es obvio, por otra parte, que el paciente debe ser informado de la experimentación, de su finalidad y de sus eventuales riesgos, de modo que pueda dar o negar su propio consentimiento con pleno conocimiento de causa y plena libertad. El médico, en efecto, tiene sobre el paciente únicamente el poder y los derechos que el paciente mismo le confiere.

Pero el consentimiento por parte del enfermo no deja de tener sus límites. Mejorar las propias condiciones de salud sigue siendo, salvo casos particulares, la finalidad esencial de la colaboración por parte del enfermo. La experimentación, en efecto, se justifica "in primis" con el interés de cada uno, no con el de la colectividad. Lo cual no excluye, sin embargo, que el paciente, quedando a salvo la propia integridad sustancial, pueda legítimamente asumirse una parte del riesgo, para contribuir con su iniciativa al progreso de la medicina y, de ese modo, al bien de la comunidad. La ciencia médica se encuadra ciertamente en la comunidad como fuerza que libera al hombre de las enfermedades que le afligen y de las fragilidades sico-somáticas que le humillan. Dar algo de sí mismos, dentro de los límites trazados por la norma moral, puede constituir un testimonio de caridad altamente meritorio, así como una ocasión de crecimiento espiritual tan significativo, que pueda compensar el riesgo de una eventual minoración física no sustancial.

6. Las consideraciones respecto a la investigación farmacológica y a la terapia médica pueden extenderse a otros campos de la medicina. En el mismo ámbito de asistencia al enfermo puede lesionarse, más frecuentemente de cuanto se piense, su derecho personal a la integridad sicofísica, ejerciendo de hecho una violencia: en la indagación del diagnóstico mediante procedimientos complejos y no pocas veces traumatizantes, en el tratamiento quirúrgico que se lanza ya a poner en práctica las más atrevidas intervenciones de demolición y reconstrucción, en los casos de trasplantes de órganos, en la investigación médica aplicada, en la misma organización de los centros sanitarios.

No podemos afrontar ahora detalladamente semejante temática, cuyo examen nos llevaría muy lejos, obligándonos a preguntarnos sobre el tipo de medicina al que se nos quiere orientar: si el de una medicina a medida del hombre o si, por el contrario, el de una medicina bajo la enseña de la pura tecnología y de una eficiencia de carácter puramente organizativo.

Es necesario comprometerse en una "personalización" de la medicina que, llevándonos nuevamente a una consideración más unitaria del enfermo, favorezca la instauración de una relación con él más humanizada, es decir, capaz de no lacerar el vínculo entre la esfera sico-afectiva y su cuerpo dolorido. La relación enfermo-médico debe volver a basarse en un diálogo hecho de escucha, de respeto, de interés; debe volver a ser un auténtico encuentro entre dos hombres libres o, como alguien ha dicho, entre una "confianza" y una "conciencia".

Eso permitirá al enfermo sentirse considerado por lo que realmente es: un individuo que tiene dificultades en el uso del propio cuerpo o en el despliegue de sus propias facultades, pero que conserva intacta la íntima esencia de su humanidad, cuyos derechos a la verdad y al bien, tanto en el aspecto humano como en el religioso, espera ver respetados.

7. Ilustres señores: Al proponeros estas reflexiones, me viene espontáneo el recuerdo de las palabras de Cristo: "Estaba enfermo y me visitasteis" (Mt 25, 36). ¡Qué gran estímulo para la deseada "personalización" de la medicina puede venir de la caridad cristiana, que hace descubrir en los rasgos de cada enfermo el rostro adorable del grande y misterioso Paciente que continúa sufriendo en aquellos sobre quienes se inclina, sabia y providente, vuestra profesión!

Hacia El se dirige ahora mi oración para invocar sobre vosotros, sobre vuestros seres queridos y sobre todos vuestros enfermos la abundancia de los favores celestiales, en prenda de los cuales os imparto de corazón la propiciadora bendición apostólica.

 



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