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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS MIEMBROS DE LA COMISIÓN INTERNACIONAL DE DIÁLOGO
ENTRE LA IGLESIA CATÓLICA Y LA COMUNIÓN ANGLICANA


Castelgandolfo
Jueves 4 de septiembre de 1980

 

Queridos hermanos en Cristo:

Sed bienvenidos. Es para mí un honor saludaros a vosotros, veteranos y maduros trabajadores de una gran causa: la unidad por la que Cristo oró de modo tan solemne en vísperas de su muerte sacrificial.

Sabemos que esta causa es responsabilidad de cuantos nos comprometemos con Cristo (cf. Unitatis redintegratio, 5). Se la puede servir de muchas maneras; la asignada a vosotros por la Declaración común de Pablo VI y el arzobispo Michael Ramsey fue la de un "serio diálogo teológico basado en las Escrituras y en la antigua tradición común". Os dais cuenta de que las palabras mismas de este programa son reveladoras. La unidad es un don de nuestro Señor y Salvador, fundador de la Iglesia. Aunque fue dañada por el pecado de los hombres, nunca se perdió del todo. Tenemos un tesoro común, que debemos recobrar y compartir en su plenitud, pero sin abandonar ciertos dones y cualidades características, que han sido nuestros incluso en nuestra condición de separados.

Vuestro método ha sido el de rastrear el hábito de pensamiento y expresión nacido y nutrido en la enemistad y la controversia, el de escudriñar juntos el gran tesoro común, el de revestirlo de un lenguaje a la vez tradicional y expresivo del estilo de percepción de una época que ya no se gloría en las contiendas, sino que trata de agruparse en la escucha de la tranquila voz del Espíritu.

No necesito deciros (vosotros más bien me lo podéis decir a mí) que la tarea no es fácil. No es una tarea a realizar sin ayuda. Al buscar la unidad, el hombre debe primero imitar a Cristo rezando por ella. Vosotros ya lo habéis entendido, y habéis practicado la oración en común; y también habéis reflexionado juntos, tomando parte en las respectivas liturgias y oficios en la medida en que lo permite nuestra condición de separados. Este apoyo a vuestro trabajo de estudio, reflexión y formulación fue ya previsto desde el principio, hace ya catorce años. Vosotros habéis rezado, pero otros muchos lo han hecho con vosotros y por vosotros.

La tarea que os ha sido encomendada toca ahora a su fin. Sin duda, volvéis la vista atrás, con amor y espíritu de hermandad, hacia esos años de trabajo. Algunos de sus frutos son bien conocidos, han sido estudiados por muchos otros y han influido en no pocos. Se acerca el momento en que tenéis que elaborar el informe final, informe que las respectivas autoridades eclesiásticas deben evaluar.

Nos hallamos ante una gran responsabilidad. Vuestro trabajo será tomado en serio, sopesado con todo el cuidado y benévola atención que requiere. Doy gracias a Dios por cuanto se ha llevado a cabo; y también os doy las gracias a vosotros, que habéis trabajado en su nombre con el deseo de ser sumisos a su Espíritu.

Como bien advirtieron las dos personas que os dieron este encargo, a la base de todo se halla la unidad en la fe, capaz de fertilizar la vida cristiana. Dado esto por supuesto, podemos hallarnos ante una rica variedad en período de crecimiento. En tres grandes campos doctrinales, habéis buscado consenso en aquellas materias en que la doctrina no admite diversidad. Este esfuerzo merece una cálida acogida.

Pero vosotros mismos os dais cuenta que queda todavía mucho por hacer. Comprender el misterio de la Iglesia de Cristo, sacramento de salvación, en su plenitud, es un reto constante. Muchos de. los problemas prácticos con los que todavía nos enfrentamos (asuntos de órdenes sagradas, de matrimonios mixtos, de vida sacramental compartida, de moralidad cristiana) sólo pueden encaminarse hacia una solución cuando se haga más profunda nuestra comprensión de ese misterio.

Pero aquí y ahora debemos pensar con gratitud en todo lo que habéis hecho. Vuestro trabajo y sus frutos son ya, en sí mismos, manifestaciones del (y una contribución al) "gran testimonio común" del que Pablo VI habló en la Evangelii nuntiandi (núm. 77) y constituye un valioso instrumento para todos los cristianos que sienten cada vez con más fuerza la llamada al testimonio común. Esto nos ayuda a comprender que tal testimonio no es asunto de sentimientos, sino que debe ser fruto de la oración y del trabajo constante, de la honestidad y del deseo de manifestar la verdad en el amor.

Con alegría os bendigo y os doy las gracias a todos. Os prometo mi interés por vuestro trabajo y mi apoyo a quienes puedan continuarlo, y me uno en oración a vosotros, pidiendo al "Padre de las luces, en el cual no se da mudanza ni sombra de alteración" (Sant 1, 17), que derrame su luz sobre nosotros mientras tratamos sin descanso de alcanzar la plena unidad en su Hijo Jesucristo.

 



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