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VISITA PASTORAL A SIENA

ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS SACERDOTES, RELIGIOSOS Y RELIGIOSAS
EN LA CATEDRAL DE SIENA


Domingo 14 de septiembre de 1980

 

Venerados hermanos obispos,
y vosotros queridísimos sacerdotes,
religiosos y religiosas de Toscana:

1. A las nobles palabras de saludo del Eminentísimo cardenal Giovanni Benelli deseo responder con un "gracias" cordial y, puesto que él ha hablado autorizadamente en nombre de todos vosotros, muy gustosamente extiendo este sentimiento de gratitud a cuantos os habéis reunido aquí.

Sé bien que esperáis de mí —precisamente lo ha dicho vuestro intérprete— una particular palabra de ánimo, que, inspirándose en las circunstancias que hoy me han traído a esta ilustre ciudad, tenga relación más directa con vuestra vocación y con vuestra vida de almas consagradas y pueda, por tanto, ayudaros tanto en la obra permanente de la santificación personal, como en la realización de los deberes peculiares del ministerio, que a cada uno de vosotros han sido confiados.

2. He venido, pues, a Siena para honrar a la Santa que, a distancia de seis siglos, no cesa de irradiar en la Iglesia y en el mundo, mucho más allá de los confines geográficos y étnicos de Toscana y de Italia, el ejemplo prestigioso de su amor a Cristo y a su Vicario en esta tierra, y de su celo por la salvación de las almas. En el nombre de Santa Catalina ha sido y es mi intención reanudar el inagotable tema en torno a la santidad, que constituye la plenitud y el culmen de una vida auténticamente cristiana, y a la cual —como nos ha recordado el Concilio— están llamados todos los fieles "de cualquier estado o condición" (Lumen gentium, 40). Pero este tema —me pregunto y os pregunto a vosotros—, ¿para quién vale en primer lugar sino para aquellos que, por libre y consciente decisión, han elegido el seguimiento de Cristo, asumiendo en primera persona especialísimos compromisos morales y ascéticos? Sí, vale sobre todo para nosotros que, por la participación directa en el único sacerdocio de Cristo o por la profesión formal de los consejos evangélicos, debemos recorrer el camino de la perfección y de la santidad. Somos nosotros quienes a los cristianos, que viven en el mundo y tan frecuentemente están insidiados por mil seducciones y pueden incluso encontrarse indefensos, debemos ofrecerles el ejemplo de un cristianismo vivido en la tensión de un progreso cotidiano. Somos nosotros quienes debemos presentarles la prueba convincente de que es posible y hasta fácil, aun en medio de las dificultades de nuestros días, vivir en fidelidad coherente al Evangelio y, ser íntegramente cristianos. ¿Qué sería dé nosotros, hermanos y hermanas queridísimos, si faltase por nuestra parte este ejemplo o esta prueba? Recordad las imágenes, diría, preceptivas, que se nos proponen en el sermón de la montaña: cada cristiano debe ser luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5, 13-16); pero este deber de ejemplaridad asume un significado peculiar para nosotros que nos hemos entregado a Cristo en una donación irrevocable, desinteresada y total. Se trata, querría decir, de una precisa "obligación de nuestro estado", y estoy seguro de que la imagen viva de los dos Santos, a los que honramos hoy solemnemente, podrá ayudarnos a cumplirlo.

3. Un segundo pensamiento se une al acto de culto eucarístico que hemos realizado ahora: la adoración de las "Santísimas Partículas", que se conservan aquí desde hace más de dos siglos. La. Eucaristía es el centro vital, es el corazón de la Iglesia, que saca de ella incesantemente la fe, la gracia, la energía que le son necesarias en su itinerario a través de la historia. Debe florecer la vida eucarística, allí donde florece la vida eclesial: hermanos, éste es un axioma, cuya validez no toca sólo a la doctrina teológica, sino que alcanza, debe alcanzar la dimensión existencial a nivel comunitario y personal.

Por tanto, es necesario procurar que el misterio eucarístico, memorial perenne de la Pascua y de la Redención, tenga siempre en cada una de nuestras comunidades —parroquias, familias, casas religiosas, seminarios, asociaciones— el puesto central que le compete con pleno derecho. Pero es necesario, además, que también en la existencia de cada uno de nosotros este augusto misterio sea y permanezca siempre el punto esencial de referencia para nuestra "unión" creciente y poco a poco perfecta con Cristo Señor. Sea, pues, la Eucaristía el camino seguro para la comunión, es decir, la unión y la unidad que debemos establecer con El: "en la fracción del pan eucarístico —nos recuerda también el Concilio (Lumen gentium, 7)— participando realmente del Cuerpo del. Señor, somos elevados a una comunión con El (relación personal) y entre nosotros (relación comunitaria)". Quiero añadir que también desde este punto de vista —me refiero al de una singular espiritualidad eucarística— nos incumbe el mismo deber de ejemplaridad, del que ya he hablado.

4. Hallándome dentro de esta magnífica catedral, no puedo silenciar una circunstancia que ha dado lugar recientemente a celebraciones especiales. Me refiero al "Año de la catedral", convocado para conmemorar el VIII centenario de la dedicación de este templo en honor de María Asunta al cielo. Como Santa María del Fiore y tantas otras iglesias de vuestra Toscana, también la catedral de Siena tiene una historia plurisecular que no tiene relación sólo con el arte en sus más altas expresiones estéticas, sino también y sobre todo con la vida espiritual de un pueblo. De hecho esta vida ha encontrado precisamente aquí, dentro de estos muros, su punto de convergencia y de irradiación para todas las comunidades en que se articula la archidiócesis.

Partiendo de este histórico centenario, os invito, queridísimos hermanos e hijos, a reflexionar en torno a la función que compete a toda catedral, como centro dinámico de cada una de las Iglesias particulares, y compete, sobre todo al obispo que en ella tiene su cátedra. Unido con los otros hermanos en el Episcopado y con el Sucesor de Pedro, tiene la responsabilidad primaria de "edificar" su comunidad eclesial, porque participa de manera singular, a un nivel de prestigio superior y mayor, de ese triple oficio de Cristo, que también pertenece a los fieles: es por derecho y debe ser de hecho el maestro que enseña la fe y la doctrina moral, el sacerdote que ofrece el sacrificio de la Nueva Alianza, el Pastor que conduce a su grey. Si toda catedral es un símbolo expresivo de estos deberes, sin embargo ella no habla sólo a la conciencia del obispo: es una llamada a todos los miembros de la Iglesia particular, comenzando por quienes, como vosotros, están llamados a colaborar con el obispo en la pastoral diocesana.

5. De aquí brota otro pensamiento, que deseo confiaros. Sin desconocer o negar la distinción "canónica" entre clero secular y regular, en nuestros días —y es una gran lección del Concilio, que por algo ha sido llamado pastoral— es necesaria una coordinación más estrecha y orgánica entre los sacerdotes y los obispos. Lo exige, por una parte, la más madura conciencia eclesiológica para la unidad que subsiste entre ellos con relación al único sacerdocio de Cristo, y lo exige, por otra, la creciente exigencia que viene de quien ignora la fe o no duda incluso en rechazarla. No hablo en términos de eficiencia o de éxito humano, como si la causa del Evangelio dependiera de un cierto tipo de organización y se redujera, por lo tanto, a la elección de determinadas estructuras o de nuevos organismos técnicos. Hablo de "exigencias internas", que brotan de lo que la Iglesia es por su misma constitución y que debe ser hoy en la difícil situación socio-cultural, de la que somos a la vez testigos y actores.

Hoy no es lícito detenerse en posiciones de administración ordinaria o de lentitud burocrática, ni se puede insistir demasiado en distinciones sutiles acerca de la competencia y el derecho de hacer esto o lo otro: hoy es necesario más que nunca actuar por el Evangelio, y actuar con celo vigilante y animoso, dispuesto al sacrificio y abierto al ímpetu de una caridad inexhausta, por la cual obispo y sacerdotes, sean regulares o seculares, trabajen en unidad, de intentos, constituyendo —como los discípulos de la Iglesia primitiva— un solo corazón y una sola alma (cf. Act 4, 32). Y el mismo deber se impone, tenidas en cuenta las debidas proporciones, a las religiosas y a cuantos, por llamada especial del Señor, han recibido o se preparan a recibir los diversos ministerios eclesiales. Es un tema éste que ciertamente merecería ser desarrollado; si por falta de tiempo no me es posible hacerlo ahora, os ruego que lo reanudéis y profundicéis en la reflexión personal y en los diálogos fraternos, que tenéis entre vosotros bajo la guía de vuestros superiores y Pastores.

6. El encuentro, pues, en esta catedral, para que sea un recuerdo más entrañable y duradero, debe concluir con una fuerte llamada a la acción apostólica: en el nombre de Cristo, de quien soy humilde Vicario y servidor, os invito a tener siempre presente la aludida "edificación de la Iglesia" como obra de actualidad permanente, a la que vosotros, como personas consagradas, estáis llamados a colaborar por un título totalmente especial. Sólo de una convicción profunda, madurada en la oración, podrán brotar propósitos renovados e iniciativas concretas. También en esto —me parece—-retorna el tema de la ejemplaridad. que el Señor mismo resumió con sus espléndidas y consoladoras palabras: "Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que, viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos" (Mt 5, 16). Así sea

 



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