Index   Back Top Print

[ EN  - ES  - IT  - PT ]

VIAJE APOSTÓLICO A EXTREMO ORIENTE

ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL EPISCOPADO FILIPINO Y A OTROS OBISPOS DE ASIA


Villa San Miguel de Manila
Martes 17 de febrero de 1981

 

Queridos hermanos en nuestro Señor Jesucristo:

1. Desde mi llegada a suelo filipino, he tenido ya ocasión de manifestar que el primer y principal motivo de mi venida aquí es la beatificación de Lorenzo Ruiz, cuyo martirio muestra la santidad de la Iglesia. Al mismo tiempo, considero mi visita pastoral una peregrinación al santuario viviente del Pueblo de Dios en este país. Y hoy, en vosotros, los obispos, saludo a todas las comunidades eclesiales que forman la Iglesia en Filipinas.

Mis pensamientos se dirigen también a las pasadas generaciones que han recibido y transmitido la fe católica. En nombre de la Iglesia universal alabo y doy gracias a Dios por este gran don que vuestro pueblo ha recibido y preservado. También doy gracias por la especial vocación que ha sido dada a la Iglesia en Filipinas. Al venir a vosotros es mi deseo realizar mi servicio pastoral con los fieles de vuestra tierra y con vosotros, sus obispos. Y así nosotros nos reunimos para volver a hacer presente la escena de los Hechos de los Apóstoles en la que Pedro y los Once se reúnen para hablar de Jesús y para reflexionar sobre la fuerza de su Espíritu. Solamente el estar con vosotros es suficiente para sacar vigor y energía de Aquel que está en medio de nosotros. Y por mi parte deseo, en fidelidad a Cristo, confirmaros en la fe que tenéis y proclamáis.

2. Mi venida está ligada a la convicción de que la Palabra de Dios es potente y, cuando es fielmente predicada, es luz y fuerza para nuestro pueblo. Es ella, en verdad, el fundamento de su fe. Es por esto por lo que no cesamos de comunicarles la convicción de San Pablo: "Para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios" (1 Cor 2, 5).

Como Pastores del Pueblo de Dios tenemos el papel de anunciar "plenamente el consejo de Dios" (Act 20, 27). A través de la plena proclamación de Cristo y de su Evangelio una suave pero invencible fuerza se ha desencadenado en el mundo. A este respecto permitidme compartir con vosotros dos testimonios de particular interés para vosotros como obispos en Filipinas.

El primero es el de Pablo VI. Se trata del gran testimonio que dio hace diez años en Quezon Circle. Hablando de Cristo dijo: "Yo siento la necesidad de anunciarlo, no puedo callarlo. ¡Ay de mí si no proclamara el Evangelio! (1 Cor 9, 16). Yo he sido mandado por El, por Cristo mismo, para eso. Yo soy apóstol, soy testigo... Yo debo confesar su nombre: Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo (Mt 16, 16); El es el que manifiesta a Dios invisible, es el primogénito de toda criatura, es el fundamento de todas las cosas; El es Maestro de la humanidad, es el Redentor... Jesucristo es nuestro perenne anuncio, es la voz que hacemos resonar por toda la tierra (cf. Rom 10, 18) y en la sucesión de los siglos (cf. Rom 9, 5)" (29 de noviembre de 1970; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 13 de diciembre de 1970, pág. 2). Esta fue su misión hace diez años, y algunos de vosotros estabais presentes entonces, junto con el fallecido cardenal Santos y con los demás obispos de aquel tiempo. Y yo estoy convencido de que, alguna vez en el futuro, aún otro Sucesor de Pedro se reunirá con vuestros sucesores en esta misma proclamación de la fe.

El segundo testimonio que deseo recordar con vosotros es también muy especial. Ciertamente un número de vosotros estabais presentes escuchando a Juan Pablo I hablar las siguientes palabras a los obispos filipinos reunidos en Roma para su visita ad Limina: "Por nuestra parte confiamos en sosteneros, afianzaros y alentaros en la gran misión del Episcopado, que consiste en proclamar a Jesucristo y evangelizar a su pueblo... Un gran reto de nuestro tiempo es la evangelización plena de cuantos han sido bautizados. En ello los obispos de la Iglesia tienen responsabilidad primaria. Nuestro mensaje debe ser la proclamación clara de la salvación en Jesucristo" (28 de septiembre de 1978; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 8 de octubre de 1978, pág. 4). Es un testimonio memorable por sus contenidos y por las circunstancias en las que fue pronunciado. Fue el último acto público de Juan Pablo I; fue la última hora de su ministerio público. Fue su herencia —y fue para vosotros—. Y yo quiero perpetuar este testimonio y hacerlo mío hoy.

3. Esta proclamación de Jesucristo y de la salvación en su nombre es la base de todo servicio pastoral. Es el contenido de toda evangelización y catequesis. Y es una honra para vosotros el hecho de que lo llevéis a cabo en unión con el Sucesor de Pedro y con toda la Iglesia. Debe ser así siempre. Vuestra unidad con la Iglesia universal da autenticidad a todas vuestras iniciativas pastorales y es la garantía de su eficacia sobrenatural. Esta unidad fue sin duda la preocupación que movió a San Pablo a consultar para que la carrera que estaba siguiendo y había seguido "no corriera en vano" (Gál 2, 2). Hoy doy gracias a Dios por vuestra unidad católica y por la fuerza que ésta os da.

4. Fortalecidos por la Palabra de Cristo y consolidados en la unidad de su Iglesia, vosotros sois bien capaces de proseguir eficazmente vuestro ministerio pastoral a imitación de Jesús el Buen Pastor. La indicación que San Pablo recibió en su consulta es lo que yo os repetiría hoy: "Solamente nos pidieron que nos acordásemos de los pobres, cosa que procuré yo cumplir con mucha solicitud" (Gál 2, 10). Que sea ésta también la nota especial de vuestro ministerio: preocupación por los pobres, por aquellos que se encuentran en necesidad material o espiritual. De aquí vuestro amor pastoral abarcará a quienes están necesitados, a los afligidos, a los que están en pecado.

Y recordemos siempre que el mayor bien que podemos darles es la Palabra de Dios. Esto no quiere decir que no les asistamos en sus necesidades físicas, sino que ellos necesitan algo más, y que nosotros tenemos algo más que darles; el Evangelio de Jesucristo. Con gran intuición pastoral y amor evangélico, Juan Pablo I expresó también este pensamiento concisamente el día que murió: "Desde los tiempos del Evangelio e imitando al Señor, que 'pasó haciendo el bien' (Act, 10, 38), la Iglesia está irrevocablemente llamada a colaborar en el alivio de la miseria física y de las necesidades. Pero su caridad pastoral quedaría incompleta si no apuntara a 'necesidades más altas aún'. En Filipinas, Pablo VI hizo esto precisamente. En un momento en que optó por hablar de los pobres, de la justicia y de la paz, de los derechos humanos, de la liberación económica y social —y en un momento en que también encomendó de hecho a la Iglesia la tarea de aliviar toda miseria—, no quiso ni pudo callar sobre el 'bien más alto', la plenitud de la vida en el reino de los cielos" (L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 8 de octubre de 1978, pág. 4).

5. Otro aspecto de vuestro ministerio es el fraterno interés que mostráis por vuestros hermanos sacerdotes. Ellos necesitan estar convencidos de vuestro amor; necesitan vuestro ejemplo de santidad y tienen que veros como sus líderes espirituales, como heraldos del Evangelio, para poder concentrar todas sus energías en su propio papel sacerdotal en la construcción del Reino de Cristo de justicia y paz. A este respecto es importante que se den a los laicos las plenas responsabilidades que son específicamente suyas. A través de su actividad en el orden temporal ellos tienen una especial tarea que realizar, para efectuar la consagración del mundo a Dios. Es ésta una elevada tarea, y ellos necesitan que sus obispos y sacerdotes les apoyen con su liderazgo espiritual. Al mismo tiempo debe ser evidente en el Cuerpo de Cristo, donde hay diversidad de funciones, que los laicos son dignos de confianza, que ellos pueden llevar a cabo lo que el Señor les ha asignado específicamente. Esto, además, hará posible que el clero preste plena atención al precepto apostólico para concentrarse en la "oración y el ministerio de la Palabra" (Act 6, 4). El Espíritu de Dios continúa confirmando estas prioridades del ministerio sacerdotal a cada generación en la Iglesia.

6. Reflexionando sobre la Iglesia en Filipinas, el aspecto misionero aparece de distintos modos. Lo primero de todo es vuestro glorioso origen misionero, en el que vuestros antepasados abrazaron el mensaje de salvación que les fue proclamado. Reflexionar sobre esto es alabar a Dios en vuestra historia, en la generosidad de los misioneros que continúa hasta el presente. Reflexionar sobre vuestro pasado misionero es un reto a avanzar con el mismo celo. Para entender vuestro destino misionero, basta escuchar al Profeta Isaías que os urge: "Considerad la roca de que habéis sido tallados" (Is 51, 1). Hay, sin duda, muchos lugares en los que el nombre de Jesús aún no es conocido y donde su Evangelio debe ser proclamado todavía entre vosotros. Será vuestro celo y el de vuestros sacerdotes, junto con el compromiso de toda la comunidad eclesial el que inventará medios para proseguir la evangelización inicial y la catequesis posterior ante una cosecha que es inmensa. Al mismo tiempo escucharéis que otras naciones, especialmente vuestros vecinos en Asia, os gritan: "Pasa... y ayúdanos" (Act 16, 9). No hay duda de esto: Filipinas tiene una especial vocación misionera para proclamar la Buena Noticia, para llevar la luz de Cristo a las naciones. Esto debe realizarse con sacrificio personal, y a pesar de los limitados recursos, pero no faltará la gracia de Dios, y El suplirá vuestras necesidades. Pablo VI confirmó esta vocación misionera vuestra durante su visita aquí, y repetidamente después. Desde muchos puntos de vista, queridos hermanos, vosotros estáis llamados realmente a ser una Iglesia misionera.

7. En vuestro esfuerzo por realizar vuestro cometido pastoral sé que recordaréis las palabras con las que el Evangelio registra la llamada de los Apóstoles: "Y designó a doce para que le acompañaran y para enviarlos a predicar" (Mc 3, 14). Los dos aspectos de la vocación apostólica puede parecer que se excluyen mutuamente, pero no es así. Jesús quiere de nosotros tanto que estemos con El como que salgamos a predicar. Estamos destinados tanto a ser sus compañeros y sus amigos como a ser sus infatigables apóstoles. En una palabra, estamos llamados a la santidad. No puede haber ministerio episcopal fructuoso sin santidad de vida, porque nuestro ministerio está modelado sobre el de nuestro Pastor soberano y el Obispo de nuestras • almas, Jesucristo (cf. 1 Pe 5, 4; 2, 25).

Queridos hermanos: en nuestra íntima amistad con Jesucristo encontraremos fuerza para el amor fraterno, la potencia para tocar los corazones y para proclamar un mensaje convincente. En el amor de Jesús descubriremos el camino para construir comunidad en Cristo y para servir a nuestro pueblo, dándole la Palabra de Dios. Participando en la santidad de Jesús ejerceremos una auténtica función profética: anunciando la santidad y practicándola valientemente como un ejemplo que sea seguido en la comunidad eclesial. Para ser fieles a la tradición que es nuestra, recordemos la exhortación del Apóstol Pedro: "Servid de ejemplo al rebaño" (1 Pe 5, 3).

8. A estos importantes aspectos de nuestro ministerio pastoral que he mencionado —Palabra de Dios, unidad y santidad— yo añadiría una palabra final de exhortación fraterna, y es ésta: confiemos plenamente en los méritos de nuestro Señor Jesucristo; confiemos en su poder de renovar, mediante la acción de su Espíritu, la faz de la tierra. Nuestra misión y nuestro destino, junto con los de nuestro pueblo, están en las manos de Dios, quien ha dado todo poder de redención y santificación a Jesucristo. Y es Cristo quien nos dice hoy que somos fuertes en él, y que estamos sostenidos por su promesa: "Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo" (Mt 28, 20).

Y finalmente, como obispos, nosotros nos sentimos envueltos por el tierno y maternal amor de María, Madre de Jesús y Reina de los Apóstoles. Estoy seguro de que por su intercesión Ella asistirá la Iglesia en Filipinas —y a vosotros mis hermanos obispos en particular— para proclamar a Jesucristo, la salvación de Asia y la eterna luz del mundo.

9. La alegría de este encuentro se ve aumentada por la presencia de otros obispos asiáticos, todos vosotros unidos en esta común misión de proclamar a Jesucristo.

Estamos, con razón, satisfechos por la conciencia que existe en la Iglesia hoy —gracias a la acción del Espíritu de Dios en nuestros tiempos— de la necesidad de llevar el Evangelio para entrar en todas las culturas, para encarnarlo en la vida de todos los pueblos, para presentar el mensaje cristiano de un modo que sea cada vez más efectivo. La meta es noble, delicada; es una meta a la que la Iglesia está firmemente dedicada. Juan XXIII, el día de la inauguración del Concilio Vaticano II, anunció que la principal intención del Concilio era asegurar "que el sagrado depósito de la doctrina cristiana fuese más eficazmente custodiado y enseñado" (11 de octubre de 1962).

En todos vuestros esfuerzos, mis hermanos obispos, por alcanzar esta meta a través del período postconciliar, estad seguros del apoyo de la Iglesia universal, que abraza a toda nación bajo el cielo y proclama aún el mismo Cristo a todos los pueblos y a todas las generaciones. Sed conscientes sobre todo de la acción soberana del Espíritu Santo, el único que puede realizar la nueva creación. Por esta razón Pablo VI pudo afirmar que "las técnicas de evangelización son buenas, pero ni las más perfeccionadas podrían reemplazar la acción discreta del Espíritu... Puede decirse que el Espíritu Santo es el agente principal de la evangelización: El es quien impulsa a cada uno a anunciar el Evangelio y quien en lo hondo de las conciencias hace aceptar y comprender la Palabra de salvación" (Evangelii nuntiandi, 75; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española. 21 de diciembre de 1975, pág. 12).

Nos dirigimos humildemente al Espíritu Santo para pedirle que nuestra misión como evangelizadores sea fructuosa para el Reino de Dios y para la gloria del nombre de Jesús: Veni Sancte Spiritus! Veni Sancte Spiritus!

 



Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana