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VIAJE APOSTÓLICO A EXTREMO ORIENTE

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL PRESIDENTE DE FILIPINAS Y A LA NACIÓN

Palacio de Malacañang
Martes 17 de febrero de 1981

 

Señor Presidente:

1. El hecho de estar en Filipinas me causa una inmensa alegría y vuestra amable invitación a venir a Malacañang me honra profundamente. Aprovecho esta oportunidad para expresaros mi sincero agradecimiento por todo lo que habéis hecho para que se realizase esta visita, como por vuestra generosa colaboración poniendo a mi disposición tantos servicios y facilidades que me permiten viajar a distintas partes del país y visitar el mayor número posible de gente en estas hermosas islas. Considero mi estancia en medio del pueblo filipino como una oportunidad singular para conocer más cosas acerca de los logros y aspiraciones de esta bendita nación, para traer personalmente un saludo fraternal a las naciones de Asia y para ofrecer apoyo y aliento a las Iglesias locales de este continente. La emocionante bienvenida que me ha otorgado vuestro pueblo durante este primer día de mi visita hace surgir en mí plenamente todo mi amor y afecto pastoral hacia el pueblo de Filipinas. Una vez más quiero daros las gracias y, por vuestro medio, a todos vuestros conciudadanos. Maraming salamat po! (¡Muchas gracias, Señor!).

Querido pueblo de Filipinas:

2. En mi deseo de conocer personalmente los grandes pueblos de Asia, he querido que mi primera visita papal fuera a Filipinas. Vengo aquí volviendo sobre los pasos de Pablo VI, cuya memorable visita a esta tierra estoy seguro se recuerda todavía con amor y gratitud, y cuya alentadora presencia vive aún en los corazones y en el pensamiento del pueblo filipino. Vengo aquí porque deseo de corazón celebrar con mis hermanos y hermanas la fe común que une a la población católica de este país con la Sede de Pedro en Roma. Al mismo tiempo quiero mencionar con satisfacción y agrado las relaciones de amistad que existen entre Filipinas y la Santa Sede. Relaciones que son en verdad alta expresión del afecto especial de vuestro pueblo hacia el Obispo de Roma.

Las Filipinas merecen un honor especial por el hecho de que, desde el comienzo de su cristianización, desde el momento mismo en que Magallanes plantó la cruz en Cebú hace 460 años, el 15 de abril de 1521, y a través de los siglos, ha sido un pueblo que ha permanecido fiel a la fe cristiana. En una proeza que no tiene parangón en la historia, el mensaje de Cristo arraigó en los corazones del pueblo en un espacio muy breve de tiempo, quedando así la Iglesia firmemente implantada en esta nación de siete mil islas y de numerosas comunidades étnicas y tribales. La rica diversidad geográfica y humana, las diferentes tradiciones culturales y el espíritu peculiar de alegría y participación, junto con los esfuerzos misioneros, han sabido combinarse felizmente y han dado como resultado, a través de períodos que no han estado exentos de sombras y debilidades, la formación de una clara identidad nacional que es inconfundiblemente filipina y verdaderamente cristiana. La adhesión a la fe católica ha estado probada bajo sucesivos regímenes de control colonial y de ocupación extranjera, pero la fidelidad a la fe y a la Iglesia ha permanecido inquebrantable, haciéndose cada vez más firme y más madura.

3. Un merecido homenaje debe ser tributado a esta hazaña del pueblo filipino; pero, eso que sois crea una obligación y confiere a la nación una misión específica. Un país que ha sabido mantener fuerte y vibrante la fe a través de las vicisitudes de su historia, la única nación en Asia que es cristiana aproximadamente en un noventa por ciento de su población, asume, por este mismo hecho, la obligación no sólo de conservar su herencia cristiana, sino de dar testimonio ante todo el mundo de los valores de su cultura cristiana. Aunque pequeña en extensión de tierra y en número de habitantes, comparada con algunos de sus vecinos, Filipinas posee sin duda un papel especial en el concierto de las naciones en cuanto a consolidar la paz y el entendimiento internacional y, más en concreto, en cuanto a mantener la estabilidad en el Sudeste de Asia, donde tiene una tarea de vital importancia.

4. El pueblo filipino sabrá sacar siempre la fuerza y la inspiración que necesita para llevar a cabo esta misión a partir de su insigne herencia –herencia no sólo de una fe cristiana, sino también de los ricos valores humanos y culturales que son los suyos propios–. Cada hombre y cada mujer, cualquiera que sea su situación o su papel, tiene que esforzarse con toda seriedad por mantener, profundizar y reafirmar estos valores –estos dones inapreciables– frente a tantos factores que suponen hoy una seria amenaza para los mismos. Con vuestros esfuerzos clarividentes y meditados conservad vuestro sentido de lo sagrado, vuestra piedad y vuestra profunda conciencia religiosa. Procurad mantener y asegurar vuestro respeto al papel de la mujer en la casa, en la educación y en las demás exigencias de la vida social. Procurad conservar y fortalecer vuestra veneración por los ancianos, los inválidos y los enfermos. Sobre todo, mantened vuestra alta estima en favor de la familia. Defended la indisolubilidad del vínculo matrimonial. Considerad inviolable el derecho a la vida del niño que aún no ha nacido y apoyad firmemente la sublime dignidad de la maternidad. Proclamad vigorosamente el derecho de los padres a verse libres de trabas económicas, sociales y políticas a la hora de querer seguir el dictamen de una recta conciencia al decidir sobre la dimensión de su familia en conformidad con la voluntad de Dios. Estableced firmemente la grave responsabilidad de los padres a educar a sus hijos de acuerdo con su dignidad humana. Preservad a los niños de influencias corruptoras y apoyad las estructuras de la vida familiar. Una nación avanza en la misma dirección por la que camina la familia, y cuando la integridad y la estabilidad de la vida familiar se pone en peligro, otro tanto sucederá con la estabilidad de la nación y con las tareas que tenga que asumir ante juicio de la historia.

5. El desafío que tiene que afrontar cada nación, y más en particular una nación cristiana, es un desafío a su propia vida interna. Estoy seguro de que el pueblo de Filipinas y sus dirigentes son plenamente conscientes de su responsabilidad en la construcción de una sociedad ejemplar y de que están dispuestos a trabajar juntos para llevar a término este objetivo con un espíritu de respeto mutuo y de responsabilidad cívica. Es el esfuerzo conjunto de todos los ciudadanos lo que constituye una nación verdaderamente soberana, en que se promueven y defienden no sólo los legítimos intereses materiales de los ciudadanos, sino también sus aspiraciones espirituales y su cultura. Incluso en las situaciones excepcionales que pudieran surgir a veces, nunca se puede justificar la violación de la dignidad fundamental de la persona humana o de los derechos básicos que salvaguardan esta dignidad. El legítimo interés por la seguridad de una nación, exigido por el bien común, podría llevar a la tentación de someter al Estado el ser humano, al igual que su dignidad y sus derechos. Cualquier conflicto que surja entre las exigencias de la seguridad y de los derechos fundamentales de los ciudadanos debe ser resuelto de acuerdo con el principio fundamental – defendido siempre por la Iglesia– de que una organización social existe sólo para el servicio del hombre y para la protección de su dignidad, y que no puede pretender servir al bien común cuando los derechos humanos no quedan salvaguardados. El pueblo tendrá fe en la salvaguarda de su seguridad y en la promoción de su bienestar sólo en la medida en que se sienta verdaderamente partícipe y apoyado en su auténtica humanidad.

6. Ruego a Dios y espero que todo el pueblo de Filipinas y sus líderes no dejen nunca de valorar su compromiso por un desarrollo que sea plenamente humano y que supere situaciones y estructuras de desigualdad, de injusticia y de pobreza, en nombre del carácter sagrado de la Humanidad. Pido a Dios que todos estén dispuestos a trabajar en común con generosidad y entusiasmo, sin odios, sin lucha de clases y sin contiendas fratricidas, resistiendo a toda tentación de ideologías materialistas o violentas.

Los recursos morales de Filipinas son dinámicos y lo bastante fuertes para resistir a las presiones que se ejercen desde fuera, encaminadas a forzar a esta nación a adoptar modelos de desarrollo que son extraños a su cultura y a su sensibilidad. Recientes iniciativas, que son dignas de elogio, auguran buenas esperanzas de futuro, desde el momento que manifiestan confianza en la capacidad del pueblo para asumir su legítima participación en la responsabilidad por construir una sociedad que trabaje por la paz y la justicia y que proteja todos los derechos humanos.

7. Señor Presidente, queridos amigos: La presencia de tantas representaciones de los Órganos de Gobierno nacional y local, de la Magistratura y del Ejército me honra sobremanera y quiero expresarles la gran estima con que considera la Iglesia a quienes están investidos de la responsabilidad para el bien común y el servicio de sus semejantes. Cuán alta es la misión de aquellos a quienes el pueblo ha confiado la dirección de la nación y en quienes pone su confianza de ver realizadas aquellas reformas y programas que tienden a establecer una sociedad verdaderamente humana, en la que todos, hombres, mujeres y niños, reciban lo que les corresponde para vivir con dignidad, en la que de un modo especial los pobres y los menos privilegiados son objeto del interés prioritario por parte de todos. Aquellos a quienes les han sido confiadas las tareas del Gobierno honran al Cristianismo cuando confirman su credibilidad poniendo los intereses de la comunidad por encima de cualquier otra consideración y teniéndose a sí mismos primero y ante todo por servidores del bien común.

8. Al terminar estas breves reflexiones, quiero encarecer las singulares cualidades del pueblo filipino, impregnado de una sólida tradición cristiana de fe y de amor al prójimo. A lo largo de vuestra historia habéis sabido escuchar la llamada del Evangelio, la invitación a la bondad, a la honradez, al respeto por la persona humana y a un servicio desinteresado. Vuestro compromiso por los ideales de paz, de justicia y de amor fraterno alienta la promesa de que el futuro de este país sabrá equipararse con su historia pasada. Pero el desafío es grande y sale al paso de cada miembro de este país. Nadie está exento de responsabilidad personal. La contribución de cada uno es importante. Al acercarnos al término de este segundo milenio, tenéis que estar dispuestos a seguir por el camino que la fe en Cristo y su mensaje de amor os han señalado. Que la gracia de Dios os mantenga firmes. Que la Bienaventurada Virgen María, invocada con innumerables títulos y venerada en santuarios e instituciones extendidas por todo el país, continúe siendo la Madre amorosa y solícita del pueblo filipino. Y que su Hijo, Jesucristo, el amante y misericordioso Salvador de la Humanidad, os conceda el gran don de su paz, ahora y siempre.

 



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