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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS MIEMBROS DEL CUERPO DIPLOMÁTICO
ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE
*

Lunes 12 de enero de 1981

 

Excelencias,
Señoras, Señores:

1. El dignísimo Decano de los Embajadores acaba de expresar los sentimientos que inundan los corazones de todos ustedes, miembros del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, en este encuentro tan solemne siempre y tan significativo al iniciarse el nuevo año. Le agradezco de todo corazón sus nobles expresiones y les agradezco a todos ustedes su presencia en este intercambio de felicitaciones. Con ustedes, saludo a sus esposas, que los han acompañado a este simpático acto que yo aprecio tanto. Quiero saludar también desde aquí a todas sus familias. Saludo a cuantos colaboran con ustedes, formando el equipo eficaz y organizado en cada una de sus Embajadas. Y saludo sobre todo a las poblaciones de sus países que tan dignamente representan ustedes en su delicada función. Sí, aquí están, espiritualmente cercanos —me gusta sentirlos así—, todos los pueblos del mundo, incluso aquellos que, desgraciadamente, carecen de representante oficial cerca del humilde Sucesor de Pedro. Los siento cercanísimos, al revivir en el recuerdo la alegría que me produjo encontrarme con algunos de ellos a lo largo de mis viajes, especialmente en el año que acaba de terminar. Todos los pueblos deberían encontrarse aquí, porque ésta es la casa de todos. La vocación universal de la Iglesia concierne efectivamente a cada uno de los pueblos. A todos dirijo, pues, mi saludo y mi felicitación en el año nuevo que les deseo sereno y activo, rico en bendiciones de Dios Todopoderoso. Colaboración con todas las naciones del mundo

2. Me es grato ver de nuevo en esta ocasión, junto a las fisonomías bien conocidas de los Embajadores acreditados desde hace algunos años, a los nuevos Jefes de Misión que oficialmente han comenzado su misión diplomática ante la Santa Sede a lo largo del pasado año, e incluso en estos últimos días. Suman veintitrés y representan a la República Dominicana, Gabón, Jamaica, Uganda, Indonesia, Nicaragua, San Marino, República Popular del Congo, Gran Bretaña, Grecia, Irlanda, Australia, República Centroafricana, Venezuela, Egipto, Bélgica, España, Colombia, Madagascar, Irak, Malí, Japón y Austria. Entre ellos, como tuve ya ocasión de subrayar ante el Sacro Colegio unos días antes de Navidad, hay Embajadores de países que, por primera vez en su historia, han establecido relaciones diplomáticas con la Santa Sede. Vienen a sumarse a vuestra gran familia —pues, lo sé muy bien, el Cuerpo Diplomático ante la Santa Sede es una verdadera familia— y se inscriben así en la línea de continuidad que confiere un significado singular a la presencia oficial, en la casa del Papa, de representantes de los pueblos de todo el mundo ante él y sus directos colaboradores. Es ésta una continuidad que persiste y se afianza, una continuidad que favorece la comprensión mutua entre la Sede de Pedro y cada uno de los gobiernos y pueblos que ustedes representan, una continuidad que nos anima a mantenernos unos y otros en la causa de la paz, de la defensa del hombre, del desarrollo de la vida de las naciones. Tal continuidad expresa magníficamente las relaciones de amistad, de estima, de colaboración con todas las naciones del mundo, que la Santa Sede quiere mantener, en un espíritu pacífico y respetuoso, con los responsables de la vida pública.

3. La venida al Vaticano de algunos Jefes de Estado pone muy bien de relieve esta realidad. Guardo un gratísimo recuerdo de las visitas que durante el pasado año realizaron el Presidente de la República de Senegal, el Gran Duque y la Gran Duquesa de Luxemburgo, el Presidente de la República de Chipre, el Presidente de la República de Tanzania, el Rey Hassan de Marruecos, el Presidente de la República de Portugal, el Presidente de los Estados Unidos de América, el Gran-Maestre de la Soberana Orden Militar de Malta, el Rey Hussein de Jordania, los Capitanes-Regentes de la República de San Marino, el Presidente de la República de Zaire, el Presidente de la República de Malí, la Reina Isabel de Inglaterra, el Príncipe Reinante de Liechtenstein, el Príncipe y la Princesa de Suecia, el Presidente de la República de Sierra Leona, el Presidente de la Presidencia de la República de Yugoslavia.

Recuerdo igualmente las visitas de otras personalidades de los Gobiernos de distintos Estados y de Organizaciones internacionales.

En la variedad de situaciones históricas, esta presencia de altas autoridades cerca del humilde Sucesor de San Pedro ponen bien de manifiesto el mutuo deseo de estrechar los lazos de un entendimiento que favorece a los pueblos en medio de los cuales la Iglesia vive y quiere servir al hombre.

4. Así, pues, pienso que este encuentro anual con ustedes, miembros ilustres del Cuerpo Diplomático, representa un momento particularmente significativo de mi ministerio pastoral. A través de su presencia, tengo en efecto ante los ojos a toda la comunidad internacional, con su fisonomía y su composición tan variada. Ustedes constituyen un verdadero "forum" que me trae a la memoria mis encuentros con los representantes de los distintos pueblos en la ONU, en la FAO, en la UNESCO; tengo, pues, ante mis ojos a sus propias comunidades, y también a la comunidad entera de las diversas naciones del mundo.

A lo largo de los viajes pastorales que realizo por diferentes regiones del mundo, constato una doble realidad: por un lado, las poblaciones que se reúnen, aportando su peso de historia y de vida expresado en la fe religiosa, la cultura, las convicciones, las esperanzas e incluso los sufrimientos, cosas todas ellas en las que la Iglesia, comunidad de creyentes, está profundamente inserta como una parte, más o menos extendida, de esta realidad humana; por otro lado, los representantes y los responsables de la vida institucional de cada país, las autoridades gubernamentales, con quienes he podido celebrar en cada ocasión encuentros y conversaciones útiles.

Esta doble realidad corresponde al doble diálogo que, en mi misión de Pastor universal, me siento constantemente en la obligación de mantener: uno, con el hombre de la vida concreta, para hacer revivir en él la fuerza animadora de la palabra evangélica, o al menos para anunciársela, a fin de que la conozca y decida su actitud respecto de ella; el otro diálogo se dirige a los responsables de la vida política y social, para ofrecer una simple cooperación, desinteresada, en las grandes causas que afectan a la vida de la humanidad: la paz, la justicia, los derechos de la persona, el bien común.

5. Estoy convencido de que la Santa Sede, al actuar así, lejos de entremeterse en campos que no le serían propios, no hace otra cosa que dar una expresión concreta a la misión universal de la Iglesia, que se dirige a todos los hombres, que se extiende por todas las regiones de la tierra, y que por naturaleza se siente solidaria con todos los seres humanos, hombres y mujeres, especialmente con los pobres y con los que sufren. Sus vicisitudes históricas durante cerca de dos milenios, a través de tantas generaciones, y la experiencia vivida entre los grupos humanos más diversos, de origen y civilizaciones tan diferentes, dan a la Iglesia una facilidad enorme para afrontar los problemas y dialogar sobre ellos.

Es verdad que la sociedad civil no coincide con la sociedad religiosa, y que las dos misiones, la de la Iglesia y la del Estado, deben mantenerse netamente diferenciadas. Pero es verdad también que la Iglesia y el Estado están ordenados al bien —espiritual por una parte, temporal por otra— de las personas humanas y que el diálogo mutuo, respetuoso y leal, no sólo no perturba a la sociedad, sino que la enriquece.

¿Qué ofrece la Iglesia? En el diálogo bilateral con los Gobiernos, pone a su disposición el aporte de una institución que aprecia sumamente los más altos valores del hombre y que jamás puede sentirse extraña a ninguno de los problemas que se discutan en cualquier contexto social. Incluso cuando la Iglesia encuentra obstáculos, cuando se le ponen cortapisas o sufre persecución, no por eso deja de ser "interna", de estar bien arraigada en la realidad global del país en el que vive y en total solidaridad con él. Este es el motivo por el que, como he dicho, la Santa Sede se siente unida a cada pueblo, a cada nación. Este es también el motivo por el que los representantes diplomáticos acreditados ante la Santa Sede no pueden —aun no siendo católicos o cristianos— sentirse "extranjeros" en la casa del Pastor universal; igual que el Papa, cuando visita los diversos países, se siente "en su casa" en cada nación que le acoge.

6. Esta realidad global que tiene siempre la Iglesia ante sus ojos y que constituye el denominador común de la vida de cada uno de los pueblos del mundo, es su cultura, su vida espiritual, en cualquier forma que ésta se manifieste. Al hablar de realidad global, de vida espiritual, mi pensamiento querría detenerse este año durante el coloquio con ustedes en el deber que incumbe a todos los responsables de defender y garantizar por encima de todo la cultura entendida en este sentido tan amplio.

La cultura es la vida del espíritu; es la clave que permite el acceso a los secretos más profundos y más celosamente guardados, de la vida de los pueblos; es la expresión fundamental y unificadora de su existencia, pues en la cultura se encuentran las riquezas, yo diría casi inefables, de las convicciones religiosas, de la historia, del patrimonio literario y artístico, del substrato etnológico, de las actitudes y de la "forma mentis" de los pueblos. En resumen, decir "cultura" es expresar en una sola palabra la identidad nacional que constituye el alma de esos pueblos y que sobrevive a pesar de las condiciones adversas, las dificultades de todo género, los cataclismos históricos o naturales, permaneciendo una y compacta a través de los siglos. En función de su cultura, de su vida espiritual, cada pueblo se distingue de otro, estando llamado por otra parte a completarlo ofreciéndole la aportación específica que le es necesaria.

7. En mi discurso en la sede de la UNESCO, el 2 de junio en París, puse de relieve esta realidad: si la cultura es la expresión por excelencia de la vida espiritual de los pueblos, jamás debe estar separada de todos los demás problemas de la existencia humana, la paz, la libertad, la defensa, el hambre, el empleo, etc. La solución de estos problemas depende de la manera correcta de comprender y situar los problemas de la vida espiritual, que condiciona así todos los demás y es condicionada por ellos.

La cultura, entendida en este sentido amplio, garantiza el crecimiento de los pueblos y preserva su integridad. Si se olvida esto, caen las barreras que salvaguardan la identidad y la verdadera riqueza de los pueblos. Como dije en aquella ocasión, "la nación es, en efecto, la gran comunidad de los hombres que están unidos por diversos vínculos, pero sobre todo, precisamente, por la cultura. La nación existe 'por' y 'para' la cultura, y así es ella la gran educadora de los hombres para que puedan 'ser más' en la comunidad. La nación es esta comunidad que posee una historia que supera la historia del individuo y de la familia. En esta comunidad, en función de la cual educa toda familia, la familia comienza su obra de educación por lo más simple, la lengua, haciendo posible de este modo que el hombre aprenda a hablar y llegue a ser miembro de la comunidad, que es su familia y su nación... Mis palabras traducen una experiencia particular, un testimonio particular en su género. Soy hijo de una nación que ha vivido las mayores experiencias de la historia, que ha sido condenada a muerte por sus vecinos en varias ocasiones, pero que ha sobrevivido y que ha seguido siendo ella misma. Ha conservado su identidad y, a pesar de haber sido dividida y ocupada por extranjeros, ha conservado su soberanía nacional, no porque se apoyara en los recursos de la fuerza física, sino apoyándose exclusivamente en su cultura. Esta cultura resultó tener un poder mayor que todas las otras fuerzas. Lo que digo aquí respecto al derecho de la nación a fundamentar su cultura y su porvenir, no es el eco de ningún 'nacionalismo', sino que se trata de un elemento estable de la experiencia humana y de las perspectivas humanas del desarrollo del hombre. Existe una soberanía fundamental de la sociedad que se manifiesta en la cultura de la nación. Se trata de la soberanía por la que, al mismo tiempo, el hombre es supremamente soberano. Al expresarme así, pienso también, con una profunda emoción interior, en las culturas de tantos pueblos antiguos que no han cedido cuando han tenido que enfrentarse a las civilizaciones de los invasores: y continúan siendo para el hombre la fuente de su 'ser' de hombre en la verdad interior de su humanidad. Pienso con admiración también en las culturas de las nuevas sociedades, de las que se despiertan a la vida en la comunidad de la propia nación —igual que mi nación se despertó a la vida hace diez siglos— y que luchan por mantener su propia identidad y sus propios valores contra las influencias y las presiones de modelos propuestos desde el exterior" (núm. 14: AAS 72, 1980, págs. 744-745; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de junio de 1980, pág. 12).

En este sentido se puede decir que la cultura es el fundamento de la vida de los pueblos, la raíz de su identidad profunda, el soporte de su supervivencia y de su independencia.

8. Y esto es mucho más verdadero referido a los pueblos en los que la cultura es la expresión máxima de la vida de cada uno de los hombres. El hombre, dije también en la UNESCO, "es el hecho primordial y fundamental de la cultura" (núm. 8: AAS 72, 1980, pág. 739; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de junio de 1980, pág. 12).

Esta unifica los elementos de que se compone el hombre y que se complementan mutuamente sin dejar de estar a veces en una profunda tensión recíproca: espíritu y cuerpo. Ninguno de los dos puede sobrepasar sus límites en detrimento del otro; y lo que garantiza este difícil equilibrio —con la gracia de Dios—, es precisamente la vida global del hombre, la cultura, que me gustaba definir en París como "sistema auténticamente humano, síntesis espléndida del espíritu y del cuerpo" (n. 8: AAS 72, 1980, pág. 740; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de junio de 1980, pág. 12).

La historia bimilenaria de la Iglesia se entrecruza, como sabemos, con las más elevadas expresiones de la vida espiritual y cultural de las diversas naciones del viejo y del nuevo mundo, y la Iglesia sigue hoy con particular atención, como lo he hecho notar en mi viaje a África, el delicado proceso de valorización de las culturas autóctonas. Esta es la razón por la que la Iglesia toma absolutamente en serio la más amplia gama de valores que contiene y significa la palabra "cultura". En el discurso que pronuncié ante vuestros colegas del Cuerpo Diplomático en Kenia, insistí en dejar claro que "el camino que toda comunidad humana ha de recorrer en la búsqueda del significado profundo de su existencia, es el camino de la verdad acerca del hombre en su totalidad" (Nairobi, 6 de mayo de 1980: AAS 72, 1980, pág. 482; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 18 de mayo de 1980, pág. 8).

Pues bien, estimados señores, igual que para ustedes y para sus Gobiernos, para la Iglesia, a causa de la misión que su Fundador le encomendó, lo más importante es todo el hombre, compuesto de espíritu y de cuerpo: dicha misión engloba los problemas y los intereses del hombre, tanto en el plano espiritual como en el material, pues sin este último no puede el primero desarrollarse adecuadamente.

9. En esta grandiosa visión unitaria, la Santa Sede se siente solidaria con todas las grandes iniciativas que tratan de resolver los problemas de la humanidad: ante todo, por lo que se refiere al plano material, las ayudas generosas y eficaces ofrecidas a los pueblos de las regiones que sufren el hambre, la sed u otras calamidades —y aprovecho para reiterar aquí toda mi solidaridad con la probada región de Sahel, que no ceso de contemplar con particular atención—; el impulso dado al desarrollo de la agricultura para asegurar una alimentación suficiente; la acción sanitaria contra las enfermedades, especialmente en favor de los niños y de los más pobres; la distribución más justa de los recursos, no sólo materiales, sino tecnológicos y científicos, para ofrecer a los pueblos posibilidades cada vez más concretas con el fin de que puedan llegar a ser los artífices de su propia vida y de su desarrollo.

Materialmente, los medios con los que la Santa Sede puede colaborar son muy limitados; más considerable es la contribución que pueden aportar las Organizaciones católicas de los diversos países, o las de carácter internacional. Pero yo creo que el conjunto de los pueblos espera constante y principalmente de la Santa Sede la aportación de una fuerza espiritual orientada a estimular y suscitar de la manera más eficaz la cooperación internacional que se está realizando ya en las instancias apropiadas, como la FAO, la UNESCO y la OMS.

10. La solicitud de la Iglesia se ejerce precisamente en el plano espiritual, porque en él está en juego el destino eterno de los hombres y la vida ordenada de los pueblos.

Lo primero que hay que citar es el problema de la paz; este problema fundamental polariza todos los es fuerzas de los hombres de buena voluntad y la Iglesia aporta su esfuerza por todos los medios de que dispone, sobre todo sensibilizando las conciencias en todo el mundo sobre el deber de defender este bien, frágil y amenazado, pero prioritario en todos los niveles. En el discurso a los cardenales en diciembre último, hablé largamente de la acción realizada por la Iglesia en este campo. Permítaseme recordar aun aquí la celebración anual de la Jornada de la Paz: ello me ofrece ocasión, además, de agradecerles públicamente a ustedes la colaboración que han prestado a sus Gobiernos y la presencia que ustedes, prácticamente todos, aseguran cada año celebrando esta Jornada conmigo en la basílica de San Pedro.

En materia de defensa de la paz, el papel de la Santa Sede se ejerce entre las tensiones y las crisis de la vida internacional. Una vez más desea la Santa Sede en este tema inspirarse en una visión global del bien común. Pero esto no es fácil, a causa de las posiciones contrarias que sostienen cada una de las partes. Por un lado, la Santa Sede quiere considerar con la máxima atención y respeto las razones subjetivas que cada una de las partes defiende y manifiesta; por otro, está también la complejidad de los aspectos técnicos o la falta de datos ciertos. Todo esto hace que la Santa Sede tenga que abstenerse tantas veces de expresar un juicio concreto sobre las tesis que se discuten. Este es, entre otros, el caso del desarme.

La Santa Sede está profundamente convencida —y lo ha repetido en numerosísimas ocasiones— de que la carrera de armamentos es ruinosa para la humanidad y que, lejos de disminuir la amenaza que pesa sobre la seguridad y la paz mundiales, la aumenta. Destaca los elementos fundamentales que hacen posible y realista un acuerdo que hiciera renunciar a la carrera de medios de destrucción, cada vez más nuevos y más poderosos. Estos elementos son, sobre todo, un clima de mayor confianza, que puede nacer de una distensión efectiva y global en las relaciones internacionales; el respeto de las prerrogativas de todos los pueblos, aun de los pequeños y desarmados, prerrogativas fundadas en su identidad cultural, la colaboración sincera para mejorar "la componente humana de la paz", representada en primer lugar por el respeto de los derechos del hombre.

En este contexto, es perfectamente lógico preguntarse si la paz debe medirse verdaderamente sólo por la ausencia de confrontación directa entre las grandes Potencias, ¿Puede la Comunidad internacional resignarse a la prolongación de una guerra tan feroz como la que existe desde hace meses entre Irak e Irán? Las víctimas que dejan sus vidas en ella, los pueblos sometidos a sufrimientos y privaciones, los recursos que van disminuyendo en ambos países, ¿no basta todo esto para interpelar la conciencia de los gobernantes y de los pueblos que asisten pasivamente a este drama?

11. La Santa Sede tiene la convicción de que sobre todo ha de reforzarse "el alma de la paz", es decir, una relación mejor entre los Estados, que se obtiene mejorando la condición humana de las personas y de los pueblos en el uso de sus libertades y de sus derechos fundamentales, tal como los presentan las diversas civilizaciones. Para esto, la Santa Sede, igual que participó en la Conferencia de Helsinki sobre la Seguridad y Cooperación en Europa, participa en la reunión que se celebra actualmente en Madrid. Es lógico que, en un contexto semejante, en Madrid como antes en Helsinki y en Belgrado, la voz de la Santa Sede se alce en favor del respeto de la libertad religiosa, elemento fundamental para la paz de los espíritus. He querido consagrar a este tema una reflexión especial en un documento enviado a los Jefes de Estado de los países que firmaron el Acta Final de Helsinki, reflexión aplicable también, en mi opinión, en un plano internacional más vasto, a otros países y continentes.

No se puede hablar de la libertad religiosa, la forma de libertad espiritual más elevada que pueda germinar en el humus de la civilización y de la cultura, si se hace abstracción del principio que he recordado varias veces. a saber, que el hombre, integralmente considerado, es el primer sujeto de la cultura, siendo su único objeto y su fin (cf. Discurso a la UNESCO, núm. 7: AAS 72, 1980, pág. 738; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de junio de 1980, pág. 11). Cuando se viola la libertad religiosa, se la oprime, se la limita, se la ahoga, se hace al hombre la mayor de las afrentas pues la dimensión espiritual y religiosa es aquella a partir de la cual se mide toda otra grandeza humana. En efecto, un lazo fundamental une la religión en general, y particularmente el cristianismo, con las formas más altas de la cultura (cf. n. 9: AAS 72, 1980, pág. 740; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 15 de junio de 1980, pág. 12).

De ello dan fe los incontables testimonios entre los cuales basta con recordar, para Europa, la influencia determinante que la figura y la obra de los Santos Patronos de nuestro continente tuvieron sobre el desarrollo espiritual y material de pueblos tan diversos, y sin embargo, íntimamente ligados por intereses espirituales comunes, a los cuales consagraron su vida aquellos hombres extraordinarios que fueron San Benito en Occidente, los Santos Cirilo y Metodio en Oriente. Y me es grato evocar su recuerdo aquí, en este encuentro de hoy, habiendo celebrado al primero en diversas circunstancias solemnes a lo largo del pasado año, con ocasión del decimoquinto centenario de su nacimiento, y habiendo sido los segundos recientemente proclamados también ellos Patronos de Europa, acontecimiento acogido favorablemente en este continente y en el mundo.

Por lo demás, hay que destacar que la herencia espiritual que caracteriza a los otros continentes —con modelos culturales e históricos diferenciados en todo caso— encuentra también su origen y su explicación en la inspiración religiosa, humanista y ética, de las diferentes religiones, como subrayé también en la UNESCO (cf. n. 9: AAS 72, 1980, pág. 740; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de junio de 1980, pág. 12).

12. Querría añadir otra reflexión a propósito del plano espiritual, que se refiere al desarrollo del hombre en su integridad y también al progreso de los pueblos. En mi reciente Encíclica Dives in misericordia, he puesto de relieve que, entre las causas de inquietud que asaltan al hombre contemporáneo, hay "una especie de abuso de la idea de justicia" e incluso "una alteración práctica" debidos al hecho de que "no raras veces los programas que parten de la idea de justicia y que deben servir a ponerla en práctica en la convivencia de los hombres, de los grupos y de las sociedades humanas, en la práctica sufren deformaciones. Por más que sucesivamente recurran a la misma idea de justicia, sin embargo la experiencia demuestra que otras fuerzas negativas, como son el rencor, el odio e incluso la crueldad, han tomado la delantera a la justicia. En tal caso el ansia de aniquilar al enemigo, de limitar su libertad y hasta de imponerle una dependencia total, se convierte en el motivo fundamental de la acción; esto contrasta con la esencia de la justicia, la cual tiende por naturaleza a establecer la igualdad y la equiparación entre las partes en conflicto" (Dives in misericordia, 12; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 7 de diciembre de 1980, pág. 9).

Semejante "alteración" de la justicia es una experiencia que la humanidad hace todavía hoy a través de las guerras, las revoluciones o las crisis internacionales, y que hace difícil, si no imposible, el progreso de soluciones pacíficas adecuadas, estables y conformes con la dignidad natural de los pueblos. Podría aplicarse este criterio a casi todas las crisis, y en particular a aquellas que parecen insolubles o crónicas. Entre éstas, debe citarse como típica el problema de Oriente Medio. Efectivamente, ¿cómo puede pensarse en la implantación de una paz estable, si no se tienen en cuenta, en igual medida, las exigencias de todos los pueblos interesados, de su existencia y de su seguridad, como también de la posibilidad de poner las bases de una colaboración futura?

Así, es evidente que la reivindicación, con sus pretensiones absolutas, jamás conducirá, por su propio derecho, a la paz, porque esta reivindicación presupone la negación, o la disminución excesiva, del derecho del otro; solamente la equidad, es decir, la capacidad de equilibrar ventajas y renuncias en cada una de las partes interesadas, puede abrir la vía de un acuerdo global, que haga posible la vida en común. Esto significa que, como decía en la Encíclica, no hay justicia si ésta no es completada por el amor. Una actitud de espíritu así resulta más fácil si se reconoce que los pueblos, como las personas, tienen bienes propios y bienes comunes, y que estos últimos no son divisibles, sino que hay que disfrutarlos juntos, en la experiencia de una colaboración leal y confiada.

13. Se observa una alteración de la justicia también en el proceso de ciertas revoluciones cuando, para transformar una situación social, considerada injusta, y que muchas veces lo es efectivamente, se pretende imponer un régimen ideológico contradictorio con las convicciones religiosas y éticas, antiguas y profundas, de los pueblos interesados. Pero, dejando aparte el hecho de que no se pueden canjear bienes espirituales por bienes materiales, se trata de un falso dilema, ya que es un deber de conciencia, para quien se inspira en una concepción cristiana, el promover eficazmente la justicia salvaguardando la fe y la libertad, así como los demás bienes espirituales de un pueblo. No se puede traicionar la identidad y la soberanía de los pueblos, pues nacen del patrimonio espiritual propio de cada uno de ellos, fundamentado en la dignidad y la nobleza, valores éstos superiores a cualquier interés de partido. Hago votos porque ciertas regiones del mundo, actualmente agitadas por la violencia, tales como América Latina, encuentren en sus raíces espirituales y humanas la sabiduría y la fuerza necesarias para avanzar hacia un sano progreso, que no reniegue del pasado y que sea garante de una verdadera civilización.

Hablando de América Latina, no puedo dejar de llamar la atención de todos sobre las negociaciones en curso entre Argentina y Chile, dos naciones que han deseado la mediación de la Sede Apostólica para la solución de un delicado problema que afecta a la concordia recíproca entre estos dos grandes y nobles países. Pedir la mediación ha sido un signo notable de buena voluntad. Por eso yo deseo y pido oraciones para que una solución feliz corone definitivamente .tantas negociaciones que, en el curso de la audiencia del 12 de diciembre último, han desembocado en el solemne ofrecimiento de proposiciones precisas a los dos Ministros de Asuntos Exteriores, acompañados de sus Delegaciones respectivas.

14. Excelencias, Señoras y Señores: Los problemas a los que con ustedes acabo de pasar revista, al considerarlos a la luz superior de la cultura, alma y vida de los pueblos, requieren una solidaridad universal, que supere toda hostilidad preconcebida, las incomprensiones o las especulaciones económicas que hacen hoy tan difícil y tan llena de angustia la vida de la Comunidad internacional. La Iglesia está dispuesta a realizar la parte que le corresponde, como habitualmente se esfuerza por hacer, gracias a sus mejores hombres. Quiero citar especialmente aquí a los misioneros que trabajan en todas las latitudes, en el mundo entero, y también a los hombres comprometidos en las Organizaciones internacionales y en Organismos sociales diversos.

Este inmenso trabajo, que la Iglesia y los responsables de sus naciones quieren realizar juntos, se resume en una sola palabra: el servicio al hombre. Esta ha de ser la inspiración de hoy, la razón fundamental de la promoción de la paz, del respeto recíproco, de la concordia internacional, que la Iglesia quiere favorecer con todas sus fuerzas a los ojos de Dios, y que ella exhorta a realizar por amor al hombre.

Tal es el buen deseo que les formulo a ustedes, al principio de este año apenas comenzado, y que les ruego transmitan a sus Gobiernos. Ojalá que el año nuevo pueda ver a la Comunidad internacional trabajando cada vez más sincera y eficazmente al servicio del hombre, del bien público, y no de intereses privados, en una fraternidad más real que, para todos los pueblos, está fundada sobre los lazos comunes del respeto mutuo, y que tiene para los cristianos un único fundamento: Cristo, su encarnación, la redención que El ha llevado a cabo a favor de sus hermanos los hombres.

A todos ustedes una vez más, a sus familias, a las naciones que ustedes representan, mis deseos más cordiales y afectuosos.

¡Feliz año!

 


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n.4, págs.1, 17-20.

 



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