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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL NUEVO EMBAJADOR DE PORTUGAL ANTE LA SANTA SEDE POR

Jueves 29 de enero de 1981

 

Señor Embajador:

Vuestra Excelencia acaba de expresar los elevados sentimientos que le invaden el alma al dar comienzo a su misión de Representante de Portugal en calidad de Embajador Extraordinario y Plenipotenciario ante la Santa Sede. Le estoy muy agradecido por los deferentes votos que ha querido formular en relación con mi persona; y le deseo, a mi vez, que su alta misión tenga éxito feliz a fin de que se refuercen las buenas y cordiales relaciones y los lazos de amistad de la Sede Apostólica con su querido país; y para que la permanencia de Vuestra Excelencia aquí donde late el corazón de la Iglesia, le sea grata y provechosa.

Vuestra Excelencia ha expuesto los principios en que quiere fundar su misión a la luz de la historia de un pueblo que se honra de larga y noble fidelidad a los ideales cristianos y a la Iglesia católica; ésta considera, hoy como en el pasado, a vuestro pueblo con respeto, estima y gratitud por lo mucho que ha hecho en favor de la cristiandad como precursor que ha sido muchas veces en todos los cuadrantes de la tierra.

Efectivamente, echando una mirada al mapa del globo es fácil darse cuenta de la extensión geográfica de una presencia de Portugal que en cierto modo perdura hoy todavía. Muchos son en realidad los hijos e hijas de la Iglesia en el mundo entero, desde América –el inmenso Brasil que tuve la alegría de visitar recientemente–, hasta el Extremo Oriente, que dan culto e invocan a Dios en lengua portuguesa, gracias al esfuerzo evangelizador del pasado, continuado en el presente por valientes misioneros que siguen las huellas de un Beato José de Anchieta o de un San Juan Brito.

Tal esfuerzo de irradiación del Evangelio de Cristo se basa ciertamente en algo que integra la existencia histórica de Portugal: la vitalidad religiosa documentada en su literatura, arte y liturgia, y unida feliz y constantemente a un modo peculiar de ser y de estar en el mundo con un tipo de humanismo que se refleja de algún modo en la mezcla e inculturación con pueblos bien diferentes.

Mi reciente aprendizaje de la lengua portuguesa y el contacto indirecto con la historia de Portugal a través de Brasil, me han dado la oportunidad de conocer y admirar más a fondo el rico patrimonio espiritual de una nación a la que va en este momento mi homenaje. Y más que expresar un deseo, manifiesto la esperanza segura de que tal patrimonio no quedará en mera herencia del pasado, sino que continuará siendo hoy el alma de Portugal.

Los nuevos y conocidos condicionamientos no han de impedir, claro está, que su país prosiga el rumbo histórico de sus mejores días en el nuevo contexto de un camino de sano pluralismo en la estructuración de la propia sociedad, para proporcionar a todos y a cada uno de los portugueses progreso cívico y económico cada vez mayor y más seguro dentro de la justicia, el amor y la fraternidad; tampoco ha de impedir de ningún modo que los mismos ideales sigan iluminando el deseo de Portugal de servir a la causa de la convivencia y cooperación pacíficas y armónicas entre los pueblos, que deben hermanarse en interés del bien común de toda la familia humana.

Como es sabido, este bien común sólo es tal cuando la meta es la promoción a la vocación integral de cada hombre; y es también conocido lo mucho que cuentan en este punto el respeto, la veneración y el empeño por incrementar los auténticos valores espirituales y morales en que se apoya la dignidad de la persona humana y la validez de las instituciones destinadas a salvaguardarla y servirla. Por ello, es bien notoria la importancia que revisten, para alcanzar tal objetivo y garantizar una sociedad sana, la solidez, la cohesión y la estabilidad de la familia; igualmente es bien conocido el alcance de la estructuración, el clima y los procesos verdaderamente respetuosos y educativos de la vocación integral del hombre, así como de los centros de enseñanza, en los que las generaciones que van llegando a la vida puedan plasmar correctamente su personalidad, para ser buenos ciudadanos y hombres abiertos y solidarios con los destinos de toda la humanidad, que Dios quiso que formase una sola familia, en la que todos se trataran con amor fraterno.

El verdadero progreso y la felicidad de los pueblos dependen sin duda alguna de la presencia y de la fuerza de los valores espirituales y morales en sus opciones al vivir la vida, valores que son patrimonio universal y corresponden a la intangible dimensión espiritual de cada hombre y a la realidad de su relación con Dios. Estoy seguro de que Portugal, fiel a su conciencia histórica de noble tradición humana y cristiana, seguirá continuar manteniendo y salvaguardando tales valores; y ello en la propia patria y –en la medida en que esté a su alcance– en Europa, a la que se vuelve decididamente el nuevo mundo necesitado, a pesar de todo, de que se reconozcan efectivamente y se respeten los derechos fundamentales de la persona humana y de su libertad para buscar, aceptar y vivir la verdad, fundamento de la paz.

Señor Embajador: A la voluntad de Portugal de seguir aceptando e impulsando la colaboración que es propia de la Iglesia en el desempeño de su misión específica, para que se establezcan las mejores condiciones de respeto y afirmación de la dignidad de cada persona humana, responde también la Iglesia fiel a sí misma, al hombre y a su Señor Jesucristo, con toda buena voluntad para servir a la gran causa del hombre.

Con mis sinceros deseos de bien y prosperidad, imploro para su noble nación y para todos los portugueses, dondequiera que se hallen, al mismo tiempo que para Vuestra Excelencia, abundantes bendiciones de Dios.

 



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